“Aunque suele ser época de lluvias, este mes pasan y pasan los días pero sigue sin llover y eso se siente en el aire, que es caliente como el fuego y te atraviesa”. La frase pertenece a uno de los cuentos del libro de Ana Montes, Meditación Madre, un libro que sintoniza con estos días de calor pesado y tiempo detenido. Un libro en el que como ahora, el agua es deseo y además, un leitmotiv que atraviesa las páginas.
En la tapa del libro una chica de pelo blanco y ojos enormes está recostada en la arena y mira un mar oscuro del que se asoma la aleta de un tiburón. La obra tiene el poder de un hechizo, no se puede dejar de mirar. Pertenece a la artista tucumana Lucía Gasconi y es extraño porque, ni bien uno la ve, puede pensar que la hizo Ana Montes, que además de ser escritora es artista. Es cierto que al mirar con detenimiento, uno puede notar las diferencias entre el estilo de cada una, el uso de las líneas, los detalles y motivos disímiles de una y otra. En su cuenta de Instagram, Lucia Gasconi cuenta que soñó que esa pintura la había hecho junto con Ana Montes. El matcheo fue inmediato y la elección para la portada del libro, un hecho. Las obras de una y otra se relacionan, se amplían, se contienen: mujeres solas, recostadas en un sillón, en una silla, acodadas en una mesa con la mirada perdida. Montes pinta un gato negro encima de una chica o siendo arrullado como un bebé. Gasconi pinta galgos, caniches, un perro tucumano, un gato blanco arriba de la cabeza de una mujer. Melancólicas y pensativas, solitarias o enamoradas, las mujeres que pinta Ana Montes y las que pinta Lucía Gasconi parecen contener lo mismo: lo que no se dice. Ese mismo misterio que habita en los once cuentos de Meditación Madre.
Lo que no se dice a veces aparece en el cuerpo al límite de lo visceral: en el deseo de una chica de meterse adentro de su novio y envolverse en sus tripas (“Un cuerpo más grande”), en el de desangrarse o intoxicarse con la tristeza de una madre (“Agua salada”), o en la obsesión que aparece como síntoma y en el contagio como destino: una chica que desarrolla un embarazo psicológico a fuerza de su neurosis (“Truco de magia”), otra que se obstina tanto con su pintora favorita que se vuelve loca (“La flamenca”).
En “Justo después”, una chica se da ánimo a sí misma para zambullirse en el río mientras que su cabeza no encuentra la paz. Piensa y piensa y se pregunta: ¿qué es lo que pasa justo después? El relato va y viene entre ese presente rumiante y líquido y los recuerdos de su abuela postrada en una cama de terapia intensiva: su cuerpo ya no es el de antes, no es fuerte ni puede flotar horas en la pileta. La abuela le cuenta sus sueños: la casa que se le inunda, una tarde que pesca mariscos en la orilla del mar. La narradora se envalentona, se convence de tirarse, de que no está sola y de algo más ¿De qué? La respuesta está debajo del agua, en “esa corriente capaz de limpiarlo todo, de llevarse lo que se proponga. El agua tiene una potencia transformadora, como la del cuerpo”. En “Tierra salvaje” el agua de la lluvia es el alivio y a la vez la brújula que marca el rumbo y en “Agua salada” el remedio para todos los males. Pero en “Un cuerpo más grande” el agua puede llegar a ser una metáfora de lo sofocante: “irme de acá sería como intentar respirar debajo del agua”.
Esta presencia del agua simbólica, avasallante y transversal me hizo pensar en una película que vi hace poco, Undine, del director alemán Christian Petzold. Undine es una historia de amor entre Undine y Christoph, un buzo industrial. La pareja se conoce de una forma torpe y accidental: una pecera enorme se rompe y ellos quedan tirados en el suelo, empapados. Ese accidente sella su amor y la relación entre ellos se vuelve fluvial. En una tarde de buceo, Christoph quiere mostrarle a Undine que allá abajo está escrito su nombre. Pero en la expedición a lo más profundo, Undine pierde su escafandra y casi muere. Es que la palabra undine (ondina) también refiere a un mito: el de las ninfas acuáticas que sacrificaron todo por amor. Y el amor en Undine es total e intenso, capaz de llegar al extremo.
En los cuentos de Meditación madre, el amor también adopta una forma líquida, viscosa y subterránea aunque ya no es el amor de los enamorados, sino el de las madres, que también puede curarlo todo o ahogar. Con un epígrafe de Lydia Davis que hace las veces de oráculo, “todo el mundo tiene una madre en algún sitio”, el libro quiere abarcar a esa figura que, para la literatura, a veces se vuelve enigmática. La madre que una tuvo, el propio deseo de serlo algún día, la fantasía, el temor, las madres frustradas, torpes o imaginarias. En esa atmósfera enrarecida que habita en los cuentos, el retrato de esas mujeres sonámbulas o huidizas, obsesivas o ensimismadas, alcanza su forma más sutil y perfecta en el último cuento: “Meditación madre”.
En este relato una chica recuerda un ejercicio budista que Laurie Anderson propone en el libro El corazón de un perro: encontrar el momento en que tu madre te amó sin reservas y enfocarse en ese momento para después poder amar a los demás. A la chica, como a Laurie Anderson, le cuesta encontrar ese instante; recuerda y recuerda pero ese momento se le escapa. Hasta que de pronto ve un gesto mínimo y ajeno cerca de ella que la ilumina: una mujer acariciando a su hija en brazos. Como quien pide un deseo al aire, la chica piensa “ojalá que se acuerde”. Se lo desea a la nena, se lo dice a sí misma. Y es posible que ahí, en esa arteria fina que une el primer cuento con el último esté el corazón del libro, en ese silencio acuático que parece decirnos que el amor tiene formas que a veces no vemos, que es subfluvial pero que ahí está, y que ojalá podamos reconocerlo a tiempo.
1 de marzo, 2023
Meditación Madre
Ana Montes
Concreto, 2022
112 págs.