Si la amistad intelectual está hecha “con cuerdas de henequén donde suele venir a recostarse el demonio”, como alguna vez afirmó Lezama Lima en presencia de, entre otros (hablaba en calidad de cultor de polvorines) Anton Arrufat –quien dicho sea de paso: lo registró en un capolavoro de idéntica especie: Virgilio Piñera, entre él y yo–, la amistad del propio Lezama con el autor de Las furias parece verse tentada de ensayar una prefiguración de aquellos tropos –para citar al demonio en Virgilio– “lujosos y verbalistas”.
Amistad empiojada, marañera, que este progresivo, sucinto picking de artículos extraídos de una corpulenta antología cubana de colaboraciones y textos dispersos (Virgilio Piñera al borde de la ficción) engarza en el sedal del posesivo como lo que es: una artesanía narrativa de la pasión crítica.
Desde un número de Espuela de Plata del '41 (revista fundada y dirigida por Lezama) hasta el suplemento Lunes, del periódico Revolución, que tanto tuvo que ver en sus comienzas con Guillermo Cabrera Infante (suerte de Fantin-Latour de la escena habanera); de Ciclón (disensión antilezamista de Orígenes) a Poeta (lo mismo, pero de Espuela); de la sororidad de las metáforas palatinas al cisma; del parricidio a la entente. Para citar al demonio en Lezama: “Es [Virgilio] un pájaro de talento amargo”. (Lioso, inesperado en sus reacciones, contradictor, camorrero intelectual, según Arrufat). Como el demonio en Virgilio: “Si se da por aceptado que la poesía en Lezama es una experiencia fallida en el campo de la poesía cubana, yo pregunto: ¿qué poeta se ha visto librado, en todo o en parte de su influjo? Y es por eso precisamente por lo que hay suma urgencia de liquidarlo cuanto antes, es decir, él está liquidado, pero eso no basta”. (Era diciembre del '59, restaba todavía casi una década para que Lezama publicara Paradiso.)
En una carta del '46, antes de pudrirla, cuando Virgilio colaboraba con Orígenes desde Buenos Aires (vivió en esa ciudad hasta 1958) Lezama ya parecía conocer el buey con el que araba: “A su agitado temperamento –le escribe a Piñera– basta que se le indique un tema para que de inmediato lo desheche”. Se trataba, en esta ocasión, de una “impresión pigmentada de la actual etapa de las letras en la Argentina”. Etapa que hoy incluye a Piñera presidiendo el mítico comité de traducción de Ferdydurke en el Café Rex, pero que entonces los excluía (a unos y otros). De hecho, al borde de aquella ciudadela –“las letras en la Argentina”– su relación con Gombrowicz perfila de un solo trazo la pertenencia o fascinación natural de Virgilio por la marginalidad figurada dentro (siempre dentro: include me out) del teatro de operaciones.
De Gombrowicz, incluso, Virgilio Piñera parece haber aprendido a atacar. La relación de Witoldo con Bruno Schulz, por ejemplo, en la Varsovia de los años treinta, previo a la calamidad, podría ser recuperada como programa táctico: la invitación permanente –cursada mediante un puñado de tierra en los ojos– a desenfundar en la esfera pública, para luego ir a tocar el timbre de la contrafigura con croissants. (En ese “liquidarlo cuanto antes” de Virgilio, no resuena sino, intempestivamente, el “maten a Borges” del dizque conde polaco.)
El corolario paradójico de toda esta angustia de la influencia, sin embargo (el poema espera, la vida literaria desespera) se traduce por lo general en shadow boxing. “Ignoro si Lezama, como afirma Piñera [en su artículo “Opciones de Lezama”, incluido en este, Mi Lezama] la padeció; sin son exactas las tres opciones –escribe Arrufat–, la del conversador, la del poeta y la del novelista (...) si por más de treinta años 'estas opciones le cortaron la respiración, le suspendieron el aliento, resecaron su boca y lo mantuvieron en vilo sobre el abismo de las posibilidades', pero lo que no ignoro es que Piñera padeció esta angustia, con su secuela de grotescas apuestas y reflexiones graves”.
Virgilio ataca (es un apóstata de la “Filosofía del clavel”) su propia sombra flaca, en la que parece percibir la oronda sombra de Lezama. Al punto de hacernos dudar (en “Nota sobre un incidente con Lezama”) si fue Virgilio quien en efecto recibió la trompada, o si fue su puño, una de sus bellas, movedizas y afeminadas manos, la que se cerró sobre el ojo del autor de La cantidad hechizada, o bien sobre su sombra –gay bear, caballeresca, casi carlista–.
En el envés de las angulosas figuras críticas que Piñera urde en el tapiz de Mi Lezama, se narra a contrapelo la parábola de la relación entre dos encarnaciones endemoniadas de la lengua franca de la literatura latinoamericana del siglo XX. (En el nuestro, de aquella, como de casi todo, solo quedan contraseñas.)
Como escribe Rafael Cippolini en la presentación de esta antología para camafeos: “Piñera vuelve a su podio de verdugo, sin abandonar jamás su rol biográfico –y autobiográfico– de historiador de su tan íntimo enemigo”. Hasta que el timbre del teléfono, en Trocadero 162, es interrumpido por aquellas palabras: “Yo no puedo estar peleado con el autor de una novela como esa”. Aparición de Paradiso. Virgilio ya está en condiciones de escribir el epitafio de Lezama –de haber sido a la inversa, la comedia no sería tan divina–: “Ahora respira en paz. Vive tu hechizo”.
22 de enero, 2025
Mi Lezama
Virgilio Piñera
Prólogo Rafael Cippolini
Hola & Chau, 2024
75 págs.