El apego de la narrativa de Alan Talevi por la precisión que exigen las formas breves sale a relucir con toda su potencia en estos cuentos, ya que, más que en grandes o fantásticos sucesos, el libro nos introduce en mundos cotidianos que de tan ínfimos se vuelven punzantes. Así, sus narradores parecen decirnos que una historia siempre comienza y termina donde sea; que, gracias al pacto de la ficción, no se requieren estereotipos argumentales para sostener un relato y que, por consecuencia, el acto de contar siempre está por encima de lo contado.
Circunscriptos en el realismo, los textos tienen lugar en un espacio urbano donde el elemento disruptivo proviene de una acción que los personajes llevan encriptada, como en los experimentos de sugestión por hipnosis. La exposición a ciertas circunstancias parece brindarles la posibilidad de una liberación de energías, y aun cuando sea para llevar al extremo una obsesión inveterada, como en el caso de “Mensaje cifrado” o de “Trol”, lo que en verdad despliega esa profundización de rasgos es encontrar su propio punto de fuga.
Podría pensarse que la unidad del libro proviene del sometimiento a un método inductivo que los narradores van encontrando en los acontecimientos, configurándose el mundo como una especie de laboratorio vital. A ello habría que agregarle la sospecha de las fuerzas que habitan dentro de los personajes y la ley de acción/reacción con la que se juega con ellos, por más que algunos cuentos tengan lugar en primera persona. Lo curioso (y hete aquí una de las características salientes del libro) es que esta mirada se encuentra diluida dentro de voces de entrecasa, como una suerte de condicionamiento epistémico-ideológico y de inteligencia sensible que al mismo tiempo se oponen y se complementan.
Sin perder el humor ni la proximidad, los narradores tratan su materia alternativamente con asombro y padecimiento, en una oscilación que le brinda a los textos los vaivenes necesarios para lograr intensidad de trama y emotividad dramática. “Lara, que era su nombre, tenía una cualidad difícil de atrapar con palabras, acaso una belleza discutible, aunque creo que es más fiel a la verdad decir que ella no era bella pero poseía un atractivo duro y salvaje, algo que chocaba con la mirada en lugar de instalarse suavemente en ella, algo como de animal que ruge y asusta y cautiva, una tormenta eléctrica”, se nos dice sobre la pareja de uno de los personajes, y con esa descripción el lector ya queda tocado por una mirada que recorre compasivamente aquello que disecciona.
Sería admisible entonces suponer que la experimentación que los narradores detectan en los otros y en sus propias vidas tiene la capacidad de pasar a los lectores bajo el interrogante de volverse, de un instante a otro y sin que medien eventos extraordinarios, juguetes en manos de dioses. Estos, en vez de dados o monedas, utilizarían complejos esquemas y dispositivos para corroborar qué es lo que llevamos dentro, sin necesidad de vivisecciones. Esa sería una buena forma de entender por qué Miguel, el enamorado de Anne Hathaway, sostiene respecto a la correspondencia de su amor: “Somos almas gemelas. La reacción química que experimento al verla sólo tendría sentido si hubiera otra, idéntica en intensidad y de sentido opuesto, de parte de ella”.
28 de febrero, 2024
Mi marido se enamoró de Anne Hathaway
Alan Talevi
Cuero edita, 2023
78 pág.
Crédito de fotografía: Francisla Maros.