Hace no tanto, para revertir ostracismos inmerecidos, la academia literaria argentina ideó un sistema de validación tan escueto como eficiente: enfrentar al candidato con Borges. Un combate injusto, del que el retador se retiraba maltrecho y derrotado, pero protegido por un halo que ponía su obra en otra dimensión y su puesto en un balcón más alto del canon. Se hizo con Arlt y con Puig, se intentó con Walsh, falta un programa para inducir a Di Benedetto, Sara Gallardo espera su turno y con seguridad esta lista precaria debería ser más extensa y variada.
Quienes defienden el lugar de Daniel Moyano en ese plantel de contendientes hipotéticos suelen hablar de cuentos maduros como “Para que no entre la muerte”, “La espera” y “Desde los parques”, brevedades sin mecánica visible que cuestionan, con una serenidad conferida desde Buenos Aires a la peripecia cordobesa y riojana de su autor, el conservadurismo formal del género mimado por los talleres de escritura. Moyano escribió siempre como Moyano, con un garbo autodidacta cuya evolución las antologías suprimen y las obras completas consignan en detalle. Mi música es para esta gente supo pertenecer a ese segundo grupo, pero Caballo Negro acaba de relanzarlo como edición cercenada, quizás con la intención de subrayar el desarrollo por períodos que la prosa de Moyano experimentó en más de treinta años de producción ininterrumpida. Y de todos modos es igual: los cuatro libros contenidos en este primer tomo exhiben un caudal que creció a fuerza de una errancia entre oficios y provincias, y que a partir de los años setenta, durante el exilio español que Moyano sostuvo hasta su muerte en 1992, no hizo más que dispararse.
Mucho antes, en 1960, Artistas de variedades inició lo que Augusto Roa Bastos, admirador precoz, llamó el “realismo profundo” de Moyano: una mirada tan personal como política sobre la orfandad, objeto de una tristeza que las criaturas de todos estos primeros cuentos se reparten como si colectivizar la pena fuera el único acto que les estuviera permitido. Hombres que migran, que chapalean sin un cobre en pensiones y burdeles, que trabajan mientras se dejan morir, que se abruman en ciudades a las que siempre están llegando, que huyen o quieren hacerlo. Hombres tristes y sin edad, por más que Moyano los describa jóvenes o ancianos. Dos de los últimos cuentos, “El monstruo” y “La fábrica”, de timbre kafkiano hasta la impenitencia, simulan desviar el eje, aunque en realidad lo ensanchan. Al fin y al cabo, el monstruo sigue siendo un hombre y la fábrica será siempre un monstruo.
Publicado en 1964, La lombriz insiste en la expansión. Aparecen voces en primera, personajes femeninos de envergadura, postulantes a artistas que se cotejan en la bibliografía sustancial de toda una generación –y de cualquier otra, para el caso: Blake, Kierkegaard, Saroyan–, autores que se discutían en bares legendarios y que construyeron el biotipo del escritor nocturno y hegemónico de la época. Aunque en más de un sentido lo personifique, Moyano no se priva de ironizar sobre ese biotipo: los existencialismos crispan necesidades subsidiarias, el hambre intelectual nunca es hambre del todo y los verdaderos excluidos están en otra parte. El relato homónimo, ubicado al final del índice por razones de impacto, instala lo que ya asomaba en “Los mil días” y piezas anteriores, la crónica familiar como subgénero de excelencia; con más precisión, la crónica del sobrino huérfano en casa ajena, infierno del que sólo se sale creciendo. Diferido por la narración de quien no puede dejar de mirar hacia atrás –“Son demasiados los vínculos; cuesta abandonar lo que se puede recordar”–, el pulso de “La lombriz” refiere tanto al parásito que se ceba dentro del pater como a la oscuridad ciega y casi gótica de una casa que rebalsa de hijos y carencias, y donde el paso del tiempo es la eterna renovación de un espejismo. Ya en su primer libro Moyano había incluido “Una partida de tenis”, cuento hermético que auguraba lo que “La lombriz” despliega, un escenario y un elenco que podrán modificar nombres y particularidades, pero que en el fondo son los mismos: el tío iracundo e inescrutable, la tía víctima y rencor vivo, los primos menores como un enjambre imposible de satisfacer, la prima sicalíptica que también quiere escapar.
El fuego interrumpido (1967) no detiene el ahondamiento; muy por el contrario, los sobrinos se reproducen y la prisión doméstica amplifica sus terrores. Huérfanos o no, más o menos frágiles, los niños ahora tienen un protagonismo exclusivo, como si Moyano viera en ellos la recepción unívoca de una adultez no solicitada. En “Etcétera”, “El crucificado” y “Otra vez Vañka” –reverencia a Chéjov, otro que divisó lo medular en la infancia–, la vida fuerte restalla en ojos recién abiertos, les saquea lo novicio y los dispone para las infamias que vendrán: el futuro, la posibilidad de que ocurra algo distinto, la posibilidad de que no ocurra nada. El último cuento de El fuego interrumpido termina así: “Pero crecer, lo sabía, pertenecía al tiempo. Y el tiempo siempre había sido para él una cosa improbable y lejana”.
Libro de variaciones, Mi música es para esta gente (1970) le niega la coincidencia a la palabra “música”. Moyano, otrora violista profesional, suelta y retoma como iterando sobre una melodía; a veces el leitmotiv surge de un relato de colecciones precedentes –la mascota de casa pobre, antes sacrificada con estricnina o regalada al cuidador de un circo, ahora sufre otros escarnios– y a veces de temas resumidos en un cuento y dilatados en el siguiente: amigos pasean, esperan la caída de un higo o avizoran las señales del invierno, mientras un hombre duda si se halla en su casa con su mujer o en una pensión inhóspita del pasado. Son narraciones más compactas, de anécdota mínima –excepto “El escudo”, cuya distribución episódica se arrima a la de una nouvelle–, que hablan menos de la desesperación por crecer que del acto mismo de estar creciendo o de las consecuencias de haber crecido, signo de que para entonces el estilo de Moyano empezaba a virar.
Cuesta entender por qué ciertos escritores son de cofradía, qué condiciones atmosféricas determinan el secreto a voces, qué debe pasar para que un autor deje de ser objeto de veneración de unos pocos enterados. Amén de las parcialidades lectoras, en la obra de Moyano abundan elementos que deberían haber estructurado hace mucho la salvaguarda de un autor mayor, no encadenado a taxonomías ni a regionalismos expedidos desde el centro. Quizás este relanzamiento bajo nuevo formato –que más temprano que tarde se rematará con un segundo tomo– sea una corrección feliz y entonces sí Moyano quede habilitado para asumir funciones en la arena que le corresponde, junto a otros imprescindibles como él.
9 de octubre, 2024
Mi música es para esta gente - Cuentos completos / Tomo I
Daniel Moyano
Caballo Negro Editora, 2024
340 págs.