Más que un ensayo, un canto de amor. Cedido por su autor, el texto que reproducimos a continuación es la versión ampliada de una nota en torno a la obra del escritor francés Raymond Queneau publicada originalmente en 1990 en el diario barcelonés La Vanguardia.
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Aunque detesto la campechanía literaria, tengo que aceptar que el paso de los libros de Raymond Queneau por la vida de un lector deja una sensación de trato jovial que no niega las amarguras de la vida, ni la malevolencia que todos compartimos, pero las disuelve en una impavidez divertida. Es un efecto singular, si consideramos que viene de una obra hecha con rigor enconado y un programa de investigación sistemática, o sistemáticamente inversa, una obra que como todo lo revolucionario incluye buenas dosis de análisis frío. Pero el efecto está ─facilidad, felicidad, soltura, fluidez, un desembarazo que se repite con cada lectura─, y uno se pregunta en qué se origina, cómo es posible que un régimen literario muy estricto produzca tamaña desinhibición. Uno se pregunta por el secreto de la abundancia, y de eso me parece que podríamos hablar esta noche: de cómo Queneau consagró su polifacética energía, su conocimiento de la tradición y su temperamento patafísico a revertir la consternación que le provocaba el violento egocentrismo tan bien repartido en el mundo. De cómo hizo de los personajes más desconcertados héroes memorables; y de cómo, puesto que no quería engordar el morbo trágico ni la imaginación trascendente, esa prima política de la sensiblería inescrupulosa que triunfa en el espectáculo mundial, tuvo que proveerse de variados recursos que pusieran la escritura en marcha. La verdad, lo que hizo Queneau fue demostrar que la abundancia no tiene secretos, y probablemente no tenga autor. Fueron los mecanismos, algo míticamente frío, lo que abrió a Queneau el camino a una literatura, no diré de la felicidad, pero si de una alegría melancólica.
Durante casi dos siglos hubo un arte hijo del éxtasis o el furor heroico cuya virtud añadida era provocar el trance del lector. De Blake a Von Kleist, de Humberto Saba a Clarice Lispector, una tradición que reúne a poseídos, visionarios y enajenados difundió en el mundo la gloriosa aspiración de algunos escritores a reparar la división entre ser viviente y sujeto administrado por un sistema, a salvar la brecha entre el hombre y lo intemporalmente inhumano, la fuente inagotable de todo lo que existe. Todavía en nuestro tiempo conocimos criaturas de ese linaje, Jackson Pollock, Alejandra Pizarnik, Werner Herzog o John Coltrane, para quienes el arte era una realización sin persona, producto de una gracia o una revelación, y el artista nada más que una vasija para la transmisión de un mensaje del cielo. Pero eran vestigios. Entretanto, en la época de las vanguardias, las nociones del cielo habían sido reemplazadas por la de Revolución. Un poderoso individuo masivo esperaba que cada cual se pusiera a su disposición para culminar la Historia, y la Historia, la trascendencia de cada individuo en el futuro colectivo, exigía del militante acción sacrificada tanto como del artista el trabajo de obtener una forma nueva con su medio específico. El mandato de dominio de los materiales en pro de lo nuevo, sumado al recelo por la mística, derivó en una reafirmación de la relevancia del autor. Monje laico y agnóstico severo, el hacedor de vanguardia era estricto soberano de una obra cuya forma tendía hacia el futuro; con tal fuerza que la grieta entre la obra y el destinatario ─ya generalizado en público─ se volvió abismal. Como tétrica secuela de una intención noble, prosperó la idea del fracaso como distintivo del gran artista.
Lo cierto es que no se había atendido bastante a la presencia del sistema de los grandes proyectos en cada individuo; ni a que en todo sujeto que se cree dueño de sí, por ejemplo un autor, hay hospedado un virus verbal que espera una alusión para replicar modelos y manejar comportamientos. Duchamp y Cage ya habían notado que la forma, entendida como dominio de un lenguaje, es sintomática, que el arte entero está condicionado desde su régimen; pero que el artista podía encontrar procedimientos para desterrarse de la obra. Pero a pesar de la empresa Roussel, los escritores llegaron tarde a entenderlo. Del todo, sólo desde que Burroughs identificó la sintaxis con la droga e inventó el cut-up para interrumpir las líneas.
Y, por supuesto, desde que llegó Raymond Queneau. No diríamos que estuvo solo. Desde mediados del siglo XX hemos leído libros que, si bien hechos con no menor cuidado, asombran por la soltura y la desinhibición con que producen cambios silenciosos sin fastos de gran acontecimiento; por una facilidad que contagia al lector, le pasea el pensamiento, lo prepara para inquietarse y lo dispone a contemplar socarronamente problemas reales, falsos dilemas y su propia y abatida gravedad. Calvino, Perec, Flann O'Brien, Kurt Vonnegut, Harry Matthews, Puig, Aira, Echenoz, Kathy Acker, Alasdair Gray, Victor Pelevin: estos nombres y otros vienen a la cabeza junto con la duda de que haya algo que los una. Algo al menos hay en común, y es que ante la levedad vuelve la pregunta: ¿Y esto de dónde sale? Si no el autor, ¿quién o qué se manifiesta en esa humilde prodigalidad?
Se sabe cuán ligada a lo militar está la noción de vanguardia. Modelización, jerarquía, consecuencia y sacrificio se conjugan en la figura de un general supremo e inquebrantable que dispone cómo conducir la tropa y las armas al final que ha previsto. Cierto que el genio táctico se revela en la fricción con las circunstancias, pero, porque lo obtuvo luchando contra escollos naturales y no sólo contra el enemigo, el triunfo del comandante es una proeza y vale medallas. El arte de vanguardia es muy así, no sólo en el ánimo épico sino en la convicción de que cada logro, incluso la victoria por arrasamiento y con bajas exorbitantes, es parte de la gran marcha hacia un adelante de esplendor basado en victorias y adquisiciones superiores. Con la crisis de la fe en el futuro y el sentido, el derrumbe de la ilusión revolucionaria y la instauración mundial de la mente burguesa arreció la canción del fracaso, pero también hubo un giro que podemos llamar chino. Algunos artistas empezaron a entender cada obra como un beneficio inmediato exonerado de repercusiones; más que las metas empezó a estimarse el proceso; y en función de frutos discretos, pasajeros y compartibles, apareció un interés por auscultar cada situación, su potencial particular dentro del siempre renovado curso de la realidad y la existencia de posibles “factores facilitadores”. Abstención del autor como gerente y obstructor. Asentimiento a las condiciones, atención a las constricciones. Desapego: noción budista y ardua para el escritor, que únicamente quiere resortes para seguir escribiendo. No extraña que este anhelo redundara en la invención de procedimientos. Porque así como el meditador budista ─que atisba su sí mismo como un transitorio conglomerado de actitudes producto del ansia─ busca liberarse vaciando el engaño de la persona en cada meditación, el que se entrega a un dispositivo sólo atiende a escribir el o los libros que ese dispositivo facilita.
Según Giorgio Agamben, dispositivo es “literalmente cualquier cosa que tenga la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las opiniones y los discursos de los seres vivientes”. No sólo se trata entonces de las evidentes como la cárcel, la escuela, las medidas jurídicas, etc., sino también de la lapicera, la escritura, la filosofía, la navegación, la computadora y “por qué no” el lenguaje mismo. Agamben propone dividir todo lo existente en dos grandes grupos: los seres vivientes o sustancias y los dispositivos. De la relación entre los dos resultan los sujetos; es decir que un dispositivo subjetiviza al ser viviente. Claro que un mismo individuo puede dejarse capturar por varios dispositivos, tanto más en el repleto mundo de hoy, y dar lugar a múltiples sujetos: el usuario de teléfono celular, el internauta, el escritor de cuentos, el globalifóbico, etc. Para Agamben no es tanto que esa multiplicación ponga a vacilar la consistencia del sujeto, como que agudiza “el aspecto de mascarada que siempre ha acompañado a toda identidad personal”.
El dispositivo “literatura” se define por elementos intrínsecos: estilo, modos de formar, estructura, visión. A comienzos del siglo veinte Raymond Roussel entendió que el goce particular que daba el uso de ese dispositivo tenía el precio de repetir cosas ya escritas. Y como el sujeto de la vida corriente tampoco era dueño de su experiencia, inventó un sistema cuya satisfacción le exigiera suprimir rasgos personales (ver Cómo escribí algunos libros míos). Se independizó de sí y de las condiciones. Poco importa si el escritor que hoy adopta procedimientos tipo Roussel, zafarranchos a lo Burroughs o constricciones motoras a lo Perec es “conceptual”. En este contexto una idea es algo todavía no figurado que puede suscitar formas o figuraciones. “X se desmaya en la calle y al despertar decide enamorarse del primero que lo ayuda”, no es una idea sino un argumento. Una idea es, por ejemplo: Cada vez que A se duerme, sueña que es B. Cada vez que B se duerme, sueña que es A (que es, se diría la idea rectora de Las flores azules). Los mecanismos aptos para desarrollar ideas como esta, una vez puestos en marcha, son inmunes a los elementos con que suele identificarse a un autor. Suelen dejarlo fuera de su marco; porque el autor se entrega a ellos con todo lo que carga en el cráneo.
Un escritor dispuesto así no teme perderse ni incumplirse. La escritura lo mantiene en transformación permanente. Sabe que todo afán de dominio ─del mundo, de los otros humanos, de la misma palabra─ surgen de del engaño de un yo sólido, con su fábula de congruencia, sus deseos imperiosos, su miedo a la pérdida y su demanda de halagos. No tiene una idea muy alta del individuo ni, por lo tanto, de la propiedad; por eso, a la vez que saquea el museo de la literatura, obtiene un campo de exploración amplísimo y una penetración política inusitada. Llevado por el dispositivo se despoja de casi todos los rasgos de suficiencia ─constancia de estilo o voz, verosimilitud, elegancia constructiva, modulación, tensión, altura climática, definición genérica o ironía paródica─ y gana flexibilidad, trato con todos los registros de la cultura y delicia, aun cuando la historia del caso caiga en el espanto. Si no, recuerden, la escena en que el padre de Sally Mara le da una azotaina en el culo y, la misma abyección que a él lo hace babearse, a ella le dispara el pensamiento al todo, desde los altibajos de la existencia hasta “la confección de la ropa de hombre, el rocío de los menhires, la barba de los chivos, la oscuridad de las salas de cine”.
Ilustración de Santiago Contin
“Toda obra literaria se construye a partir de una inspiración limitada a acomodarse, bien que mal, a una serie de constricciones o procedimientos”. Estas son palabras de François Le Lionnais en el primer manifiesto del OULIPO, uno de cuyos propósitos era dejar en claro que, siendo el lenguaje un objeto concreto, cada pugna con una constricción, cada aplicación de un procedimiento era una oportunidad dichosa de buscarle a ese objeto potencias desconocidas. Si la literatura no manipulaba nociones sino objetos verbales, dice Jean Lescure, era posible explorarla; y bastaba centrar la mirada del observador en esos entes para que los significados se multiplicaran indefinidamente y al ritmo de esta fecundidad se transformara el mundo.
Años antes de la creación del OULIPO, el Queneau novelista ya conocía los beneficios de esta posición. Primero, a falta de mando autoral, la exigencia de estilo queda reemplazada por una volubilidad que no carece de rasgos pero los recibe de aquello que eligió robar: libros, saberes específicos, publicidades, enciclopedias. Segundo, gracias a la inconstancia la inventiva se amplía en tal grado que emancipa al novelista de las normas de lo verosímil. Se dilluyen las fronteras genéricas; cae la tiránica división del trabajo literario. Ya no hay tributo moral que lo fantástico deba rendir a las leyes de la ilusión realista, ni realismo que peque de caducidad. La novela cambia de consistencia. Todas las partes del relato tienen el mismo rango, como en una democracia rociada de anarquía. El narrador es indiferente a la duda sobre el final y a los fines; hace lo suyo; acepta las condiciones. Es pragmáticamente irregular: ha reemplazado las reglas del arte por reglas de juego que a menudo lo obligan a desviarse y así revelan oportunidades que de otro modo él no advertiría. Ha liquidado la cuestión del fracaso; no puede fracasar porque no es nada: se ha vaciado en el artefacto. Y, para retomar el tema, ha disuelto la inquietante falacia de la inspiración. “El verdadero inspirado nunca está inspirado, lo está siempre”, había dicho Queneau. Y respecto a sus relevamientos de la tradición para el OULIPO precisaría: “Nos proponemos determinar todo un arsenal adonde el poeta a escoger en cuanto quiera salir de eso que se llama inspiración”. Cambiar el despotismo de una personalidad por las fricciones de una acción: qué alivio, ¿no? Qué domingo de la vida.
Pero Queneau formuló su programa muy temprano y sin escrúpulos. “El fin de la literatura consiste en enunciar proposiciones sobre fenómenos no totalmente perceptibles: en decir que llueve cuando hace buen tiempo y que hace buen tiempo cuando llueve”, declaró una vez. En la misma entrevista dijo además: “Si me dicen que no hay ningún punto en común entre un análisis aun aproximadamente matemático y la literatura, no lo creo; hay criterios que deben ser elucidados, reglas desconocidas, inconscientes, observadas por los verdaderos escritores”.
Uno nota con malhumor que estas afirmaciones complementarias, empiezan por parecerle contradictorias. Pero es un ardid de descolocación típico de la patafísica: donde el hábito cuajado en el lenguaje ve un hecho trivial o repetido, la “solución imaginaria” abre un mito apto para una sola ocasión. El mundo de puras singularidades llama a una imposible tarea de clasificación, cuyo eterno comienzo es la comedia de la literatura. Y sin embargo la voluntad de ordenar no decae, porque no se trata de celebrar el disparate sino de auxiliar a la conciencia, que tiende a someterse a las categorías o el desbarajuste. La solución del “verdadero escritor” consiste en inventar una regla estricta para el relato que nunca ha existido, o recoger el relato que se consideraba superfluo porque traducía una regla inconsciente. En cualquier caso la manifestación de una regla nueva obliga a recomponer el código entero, proceso que la literatura aprovecha para relajarse. Las novelas de Queneau rebosan de libertinaje antiliterarario. En Siempre somos demasiado buenos con las mujeres, los participantes de la fracasada insurreción irlandesa de 1916 se saludan al grito de “¡Finnegans wake!”, título de una novela que aquel año Joyce todavía no había escrito. En Saint Glinglín, nitidez del cielo de una ciudad se explica por la presencia de una máquina expulsa-nubes. En Zazie en el metro el basto tabernero Gabriel, que busca infructuosamente un taxi, se derrama en una meditación progresivamente shakesperiana: “París es una ilusión. Gabriel sólo un sueño (delicioso). Zazie, el sueño de una ilusión (o de una pesadilla). Y toda esta historia el sueño de un sueño, la ilusión de una ilusión, apenas más que el delirio tecleado por un novelista idiota”. Cuando uno lee estas cosas piensa que el bombardeo casi pueril a que Queneau somete el edificio de la literatura es una maniobra de distracción; que sirve para esconder su amabilidad con personajes corrientes, que son los que mandan en sus historias. Pero de hecho es casi al contrario: entre la sencillez contraliteraria y la pompa de la literatura sus historias triviales se vuelven sublimes, algo que no se consigue sin un severo programa formal.
No es que sus novelas sean meras combinaciones retóricas; son novelas en todo sentido. Por construcción, objetividad, distribución de personajes, duración de las secuencias, escenarios y variedad de procedimientos, se hacen cargo de toda la narrativa del siglo XIX francés. Por otra parte las innovaciones técnicas están para infundir vitalidad, y la ironía suele esconder una admonición o un apólogo. ¿De dónde entonces la sensación de que algo trabaja a contrapelo? Posiblemente de que las armas de Queneau disparan contra sí mismas. Dispuesto a demostrar que el misterio y lo sublime residen en lo más prosaico, Queneau arroja novelas contra la elocuencia invasora. La elocuencia es a menudo una operación de ocultamiento. Hay quien la neutraliza retirándose en el sarcasmo, en el despojamiento que delata, en la sobriedad hermética. Otros elijen saturar el lenguaje hasta que estalle, de modo que aquello que la hinchazón podía devorar aflore como peligrosa evidencia. Cada vez que la infalible Zazie corta el palabrerío de los adultos con su Napoleón mon cul (“Napoleón me la soba”), rompe la tapia entre la nobleza de la palabra escrita y el habla; pero no se pronuncia por ninguna de las dos. Es la diferencia lo que ataca, no la integridad de cualquiera de las dos potencias que son su capital; y al reunirlas, al mismo tiempo se burla de sus respectivas insuficiencias. Barthes dice que Queneau asume la máscara literaria para señalarla con el dedo: en vez de dar una lección de literatura convive con ella en estado de inseguridad. De esta convivencia en alerta nacen personajes más carnales que los de las novelas que escribían sus contemporáneos realistas.
Como sabemos, antes y después de la creación del OULIPO Queneau demostró cuánta riqueza puede obtenerse del rigor combinatorio, cuántos dones del azar se recogen por la reiteración de una fórmula, qué insospechadas alternativas semánticas abre la observancia de una constricción. Cien mil millones de poemas propone diez sonetos tales que, sin contravenir la rima, el lector pueda reemplazar cada verso de uno cualquiera por otro tomado de entre los otros nueve. El inalcanzable conjunto es el número de sonetos de acabado estricto y sentido imprevisto que promete el título. Otro libro, Ejercicios de estilo, cuenta una pelea barata en un autobús parisino de ochenta y nueve formas diferentes: parábola, alegoría, telegrama, slogan publicitario, discurso, soneto, monólogo interior, doble adjetivación, tragedia clásica... Pequeña cosmogonía portátil es un poema en seis cantos que, basado en De la naturaleza de las cosas, aúna el epicureísmo de Lucrecio, el sentimiento pánico de la lírica griega, el francés coloquial del siglo veinte y la distancia impávida del lenguaje científico. Todos los vocablos reciben carta de ciudadanía poética y en el tercer canto Mercurio, dios de la elocuencia, disculpa piadosamente al autor por su ignorancia. Pero en el uso de la retórica contra sí misma Queneau no podía pasar por alto la novela, por amor al género y tal vez porque le repugnaba verlo aturdido de moralina, psicología o buenas razones, y lo apenaba el fracaso de sus incesantes y ampulosos asaltos a la vida (no es tan raro que las mismas fobias que impulsarían al nouveau roman). El motivo más constante del extrañado placer que dan las novelas de Queneau es que carecen totalmente de grados de altura. La voz narrativa se toma montones de libertades y suelta ocurrencias, casi como si desvariara, pero acompaña las ocurrencias de los personajes desde el mismo plano por donde se mueven todos, profesores y lolitas, malandrines y comedidos, comerciantes e inspirados. Si uno se ríe al ver todas las formas de prestigio social sometidas a leve escarnio es porque la literatura no queda impune; el narrador es como el miembro de una tertulia de bar, toda más bien achispada, que todavía no llegó al mareo. Queneau deja que todos hablen y acepta lo que hagan; ya se encargará cada cual de distinguirse. Gabriel, el tío de Zazie, una especie de vengador de débiles que pesa más de cien kilos, de noche baila en un cabaret vestido de sevillana. Al final de Siempre somos demasiado buenos... el flemático e inglés comodoro Cartwright ve que su prometida surge de los escombros de una casa bombardeada, la ve avanzar hacia él en traje de novia, pero ignora que la muchacha acaba de pervertir a siete brutales republicanos irlandeses. Hasta el diablo de Los hijos del viejo Limón termina sujeto a un modesto empleo de escribiente. Valentin Bru, el de El domingo de la vida, mira pasar el tiempo literalmente, en un reloj. Cidrolin, uno de los héroes gemelos de Las flores azules, sólo por tener algo que hacer, pinta una y otra vez la cerca donde él mismo escribe clandestinos grafitttis que lo insultan. En cierto modo todos los adorables personajes de Queneau están en la situación del escritor: o tienen un riguroso apego a tareas que no conducen, o cultivan laboriosamente el arte de perder el tiempo. Más: Bru o Cidrolin han superado la ansiedad, y por eso están al amparo del sufrimiento. Son ideales realizados de un escritor que se sentía mucho menos importante que el dispositivo que le posibilitaba escribir.
Hasta Flaubert parecía imposible sostener una novela imperecedera con personajes opacos. Sin entender bien el parentesco entre Emma Bovary y Bouvard y Pécuchet, innúmeras películas y novelas de nuestro tiempo se dejaron tentar por los atractivos del heroísmo al revés y se llenaron de locos y perdedores. Queneau se negó a cualquier patetismo, pero también a la altanera lucha de Flaubert contra la estupidez. Buscó sus motivos ─dice Blanchot─ en lo “demasiado humano”. Pero como lo demasiado humano no es virtualmente atractivo, tuvo que desplegar una estratagema enorme: poner el destino del tipo vulgar en el tumulto de un lenguaje sísmico en donde el latinajo, el argot, la parodia lírica, el calembour, la cita ilustrada, el vocativo arcaico y el chiste puerco se apoyan mutuamente para hacer presión sobre lo representado. De este ataque a las cortezas la vida sale más seductora y la novela ampliada en sus límites, riéndose de los anuncios de su extinción.
Hoy hemos soportado tanto la moralina de los variados verdugos del mundo que nos parece una impertinencia preguntar por la moralidad de las literaturas del juego. Ya Stevenson decía que el primer deber moral es ser feliz; podemos perdonar a Queneau si después de dos guerras mundiales cumplió ese deber con una pizca de acidez. Sin embargo nos siguen admirando, al menos a mí, las leves pero perceptibles ondas de emoción que, como remotas repercusiones de un fondo agitado, estremecen la superficie afable de su prosa.
A lo mejor hay una explicación. Si un artista se rebela contra formas de su arte establecidas, repetidas y con garantía de uso, es no tanto por aburrimiento, me parece, como porque siente un malestar insoportable con el régimen de vida que esas formas contribuyen a perpetuar. Esto ya lo sabemos de sobra. Pero empieza a sospecharse que, por mucho que se libre en el terreno formal, esa lucha estimula la lucidez comprensiva, la precisión y amplitud de la mirada y la intransigencia con toda manera de posesión o abuso. ¿Por qué por ejemplo llenar la novela de neologismos, decir aiguesistence, o dar de comer burnia de higos, sumar una categoría de seres sobrenaturales llamados vestiglos? No pueden ser meros chistes de universitario ingenioso, pataditas al lector. Al fin y al cabo el repertorio de la lengua es mucho menos matizado que la gama sentimental del hombre, y a fuerza de no representarla la reduce. El neologismo, para ser breves, no sólo da una alternativa a la miniaturización del pensamiento; también, y a la inversa, profana el vocabulario que la institución sacraliza, lo devuelve al uso común; muestra cuán insignificantes son sus veleidades de claridad pero también qué fabulosa su elasticidad para indicar una cosa u otra según el contexto. No exageremos: en esto no hay nada de sedición, subversión, iluminación ni posesión. Pero es cierto que la lucha por las formas nuevas es una vía de conocimiento, o bien simplemente una vía. No encuentro mejor explicación para la filosofía airosa que encontramos en el juguetón Queneau y eleva a cada lector por encima del monumento de su persona. Creo que voy a adoptarla.
30 de diciembre, 2020