Entre voces que pretenden imponer sus certezas, entre "dolientes" e "infernados", Monoimi discurre por una Buenos Aires achatada por la repetición y la costumbre, por la desigualdad y los sloganes publicitarios, ocupado, distanciado, en una sola tarea: escribir, buscando el "párrafo", o el sentido. Escribir, para no ser escrito.
Con fuertes momentos narrativos, Leandro Diego (Bs. As., 1984) compone un libro fragmentado pero continuo, en el que cada poema resuena como breve unidad al tiempo que se integra en una "historia": la de una Buenos Aires atravesada por un suceso liminar ("la elipsis"), a partir del cual "las cosas" dejaron de ser lo que, se supone, fueron alguna vez. En aquel entonces la comunicación versaba sobre el placer del significante y el mundo renacía, auténtico, en cada cruce de signos, en cada instancia enunciativa. Sofocado por el lugar común de la Cultura (una "gorda" estridente que dicta -y repite- cuál debe ser el lugar y el objeto del arte), el Tabunco instala un bar, el Garlic, que cifra el interés poético de Monoimí: "un bar sin cultura/ en esta misma cuadra/ en el que nada se archive ni se repita: /un bar / donde las cosas siempre estén pasando y / nada pueda transmitirse".
Frente al vendaval de la Mismidad, que cobra también la forma del odio de clase, la realidad social se obstina en permanecer idéntica: "por eso los pobres van a seguir siendo pobres/y los que tienen/van a seguir teniendo". En cierto sentido, la empresa de Monoimi radica en usar la lengua, para no ser usado (o escrito) por ella, consignando en su cuaderno Moleskine los versos que constituyan la posibilidad de una identidad y una ciudad diferentes. Dicha escritura propone entonces un límite o un corte con la comunicación gregaria, insuflada de lugares comunes, expresada en las pancartas y carteles compartidos de "los dolientes", que copan las calles y las plazas indignados por el dolor de un otro. Comunicación que construye una realidad henchida de esa misma identidad: "a eso se le llama comunicación:/a poner la realidad en el recipiente de un lenguaje/ que previamente la filtró/extrayendo de ella/ solo lo que se repite".
Una convergencia paradojal, de estilo y de tema, sobrevuela el libro: los poemas tienen una respiración de blog, de comienzos de la era virtual, pero re-crean un ambiente límite (Buenos Aires atravesada por la Panamericana) que suena más distante, cercano al clima de los noventa, con la comunicación mercantil (repetitiva por antonomasia) de publicidades como Shell, Bagley y Angercard.
Monoimi está investido de cierta melancolía, de una certeza triste que señala una falta irreparable: la pérdida de un supuesto orden (que no tiene que ver con el que desean, conservadores, "los dolientes") en el que el tiempo de las cosas convergía con el tiempo de sus nombres. Por entonces, la experiencia era una sucesión de despertares en la que prevalecía el instante, "la inminencia" o "el límite"; cuando el barrio, el ghetto, la cuadra, eran otros, y el "barro de la vida" no ahogaba aún la posibilidad de una vida otra, más justa y digna. Diferente.
31 de marzo, 2021
Monoimi
Leandro Diego
Años Luz, 2020
114 pág.