El conjunto de textos breves que conforman Nada nos puede pasar, primer libro de Nicolás Teté, ensambla un repertorio de referencias a la televisión argentina de la década de 1990 ─Natalia Oreiro, Reina Reech, Cris Morena, entre tantas otras─ que se vuelven constitutivos de la subjetividad de los personajes. La residencia en "el pueblo" ─en algún caso es Villa Mercedes, San Luis, lugar de nacimiento del escritor, aunque en la mayoría de los textos predomina la denominación genérica─ agrega al entretenimiento provisto por los programas todo el imaginario de la gran ciudad como ámbito donde es posible el desarrollo de carreras artísticas.
Además de las historias de adolescentes del interior que crecen alimentando el sueño de formar parte de la televisión, otras historias transcurren ya en ese mundo del espectáculo para desmentir las expectativas de estelaridad. Entre ellas, conocemos las peripecias de un meritorio de producción ─o sea, que no goza de remuneración─ acuciado por los caprichos de una actriz francesa. Si bien, como se ve, hay multiplicidad de relatos, las tramas trazan constantes reenvíos de unas a otras por la reiteración de ámbitos, de situaciones, de motivos literarios que construyen un modo de unidad entre los cuentos. Las historias vienen narradas por sus respectivos protagonistas, aunque se advierte la recurrencia de dos figuras de narrador. Por un lado, un adolescente o joven de provincia que sueña con alcanzar la fama o ya está dando sus primeros pasos en la vida adulta, en lo referido a tanto lo laboral como a la reconfiguración de las relaciones con los padres, como en el texto "La cuenta", en el que Matías se lleva la sorpresa de que la madre le exige el pago de lo que consumió durante una merienda compartida en un bar, lo cual supone un pasaje de ruptura inesperada en el rol materno como proveedora. Por otro lado, a cargo de la narración puede estar una actriz ─que no siempre la misma o tal vez sí─, quien cuenta en primera persona la determinación para recuperar su popularidad perdida inventándose una carrera internacional gracias un collage de photoshop, la insatisfacción crónica que no le permite apreciar su experiencia formativa en Nueva York o el registro de las horas previas a una función de teatro de revistas.
Una recurrencia a lo largo de los cuentos son las historias gay, tratadas desde distintas aristas, aunque con un insistente foco en las adolescencias gay de las comarcas del interior, donde la disidencia se vive con mayor grado de estigmatización. Nuevamente, dentro del volumen Nada nos puede pasar, puede recortarse el subconjunto de textos que, sin perder su autonomía como cuentos, están protagonizados por un narrador cuyas características reaparecen de un cuento a otro. Eso se constata en "La película", en el que se alude a la decepción del padre ─quien incluso debió acudir a un psicólogo─ por la falta de interés del hijo en los deportes, conflicto que vuelve a emerger en "Los suplentes", donde la carencia de toda destreza deportiva relega al protagonista al banco de suplentes, bajo improperios ─que hoy encuadrarían en bullying─ del propio profesor de secundaria. En suma, los hombres que ejercen autoridad expresan su preocupación por la falta de signos externos propios de la masculinidad tradicional. Pero ese tipo de vigilancia también puede ser ejercida por mujeres, tal como hace la abuela, quien en "El verano prohibido" excluye Chiquititas del repertorio admitido entre los consumos televisivos por ser "para nenas", imposición que refuerza las regulaciones sobre los modo en que deben construir su subjetividad los varones de acuerdo con la misma lógica que entroniza la virilidad. Más extrema, sin embargo, es la expulsión de dos chicas de una fiesta escolar por besarse a la vista de toda la escuela.
Pese a la vigilancia, las historias gay suceden en los textos de Nicolás Teté, comenzado por "El extranjero", cuyo protagonista desvía su objeto de deseo de las chicas ─"una que me gustaba o que creía que me gustaba", reconoce narrador como intérprete de su propia historia─ al joven británico Tom, instalado por unos meses en el pueblo en el marco de un intercambio. Si en este cuento trata de la salida del clóset ante sí mismo, en otros ese momento clave aparece tematizado con centralidad. De hecho, es el disparador de "El viaje", en el que a un joven que acaba de desclosetarse ante su familia se le impone un viaje acompañando a su padre para tener oportunidad de hablar. También "Primer año en Buenos Aires" concede relevancia a la iniciación en prácticas homoeróticas, las cuales se avanzan desde la discreción inicial hacia la apertura en la medida en que el joven también se apropia del espacio urbano y de su circuito gay.
De todas maneras, no todas las historias amorosas o sexoafectivas son gay en Nada nos puede pasar. En algún caso, como en "Los suplentes" se admite una lectura doble: si se lee el cuento como texto autónomo, allí puede encontrarse el relato de una experiencia de iniciación heterosexual limitada a un frustrado cortejo. En cambio, al contemplar la posibilidad de entramar algunos cuentos del volumen, se admite también pensar que ese episodio corresponde al período en que el adolescente se empeñaba en el autoengaño de la sexualidad heterohegemónica.
También hay encuentros entre chicos y chicas, como en "Eso que sentimos", que cuenta la historia entre un empleado de una casa de impresiones y una alumna de un taller literario, quien cada semana llega con su pendrive para asistir a su clase con la producción en papel. Este cuento instala en el centro de su trama la cultura escrita, de menor peso en estas historias respecto de los imponentes referentes televisivos. De modos, la escritura circula a lo largo de los cuentos desde empleos meramente instrumentales ─mensajes por mail, Facebook o en aplicaciones de citas gay─ hasta formatos de largo aliento como las tesis, mencionadas en dos textos ─"La mancha" y "La cuenta"─, en ambos casos en su inexorable rol de cuenta pendiente.
Los libros, en cambio, aparecen apenas en su aspecto material, en la enumeración de objetos que se devuelven tras la disolución de una pareja, problemática trabajada en "Burritos" y "Berlín", cuentos ubicados de forma contigua por lo que crean una suerte de subunidad dentro del conjunto. El segundo de estos textos dedicados a la clausura de la historia de amor suma el interés de estar contado por una voz narrativa que elude las marcas de género, por lo que recién al final descubrimos si quien habla es un hombre o una mujer: usa el adjetivo "idiota", apto tanto para el femenino como para el masculino o emplea expresiones como "en soledad" ─en lugar de solo o sola─ o "voy a quedar como lo peor del mundo" ─de modo que opta por el neutro lo a fin de evitar el artículo femenino o masculino─, gracias a lo cual genera zonas indeterminación sobre si se trata de pareja gay o hétero.
La disparidad de temas, aunque con fuerte gravitación en el mundo del entretenimiento, alienta múltiples recorridos de lectura que favorecen el descubrimiento de entramados entre los cuentos, sin que dejen de poder ser leídos de forma autónoma. Con una prosa ágil se reelaboran en clave contemporánea motivos tradicionales como las etapas de la pasión amorosa, el tópico de la fama, las relaciones familiares, la vida pueblerina y el desarrollo del individuo con el correspondiente autodescubrimiento. Quienes lean Nada nos puede pasar inevitablemente se identificarán con distintas escenas y acompañarán a algunos de los personajes en la nostalgia de un tiempo en el que todo parecía posible.
14 de julio, 2021
Nada nos puede pasar
Nicolás Teté
Blatt & Ríos, 2021
176 págs.