Los que manejan un conocimiento más o menos riguroso sobre la cultura japonesa en general y los modos del haiku en particular, afirman que Matsuo Bashō, y otros maestros de esta forma breve, recorrían cual vagabundos las zonas despobladas del país para encontrar, lejos de las convenciones institucionales y los pactos “citadinos” –si de ciudad, en efecto, se puede hablar en el Japón de nuestro siglo XVII– los raptos que permitieran distinguir el misterio y la belleza allí donde otros veían un mero camino de ripio, el simple tronco de un árbol o el repetitivo estallido de una ola. En No son haikus, su último libro, Ana María Shua (Bs. As., 1951) recorre en gran medida una ciudad (y, en todo caso, la atosigada vida natural que aquella le permite desplegar) para captar, en ciertas arterias, epifanías caras a la condición humana, al cuerpo, al sueño y a la muerte.
No son haikus, titula Shua, irónica y precavida: cada vez que un autor occidental dice haber publicado un libro de haikus, afirma, los iniciados y especialistas se envalentonan en reconvenciones y refutaciones. A pesar, entonces, de ser composiciones de tres versos de diecisiete “moras” (equiparables a sílabas, aunque no exactamente sinónimos) Shua se aleja de la forma japonesa en la medida en que elige centrarse menos en imágenes de las estaciones del año que en las vicisitudes propias de los “asuntos humanos”.
Y es la naturaleza, entonces, la que emerge como contraste de la efímera humanidad. “La luna muere / y cada mes renace. / La gente muere”. Análogamente, su tan celebrada vastedad se circunscribe a las limitaciones corporales y perceptivas del observador: “El mar entero / morirá con mis ojos. / Qué breve mundo”. Y la belleza inefable de sus manifestaciones deslucidas, rebajadas por productos químicos y contaminantes, propios de lo que será la sinuosa protagonista del volumen: la ciudad. “El arco iris / en un charco de aceite / sobre el asfalto”.
Contenida en los límites de una urbe industrial y contemporánea, el salvajismo de la naturaleza se domestica irónicamente: “Selva cerrada / maraña tropical / en mi cantero”. Es la ciudad, finalmente, la que inscribe su herrumbre en lo natural: “Desde el balcón / plástico, sangre y niebla, / luna de ciudad”; para revelar, cerca del final del libro, el nombre de la impúdica, feroz, villana –y amada– capital: “Ciego y vidente / este amor sin razones / mi Buenos Aires”. Ciudad paradójica y desigual, abultada y esquelética: “Desnuda, pobre, / y cargada de joyas / mi Buenos Aires”. Y animada, aunque herida brutalmente, interpela a su flaneur, reclama a su poeta: “La ciudad tuerta / me guiña el ojo sano, / se hace la muerta”.
Especialista en microrrelatos, Shua advierte la productividad latente en toda restricción. Algunos de estos haikus (que no son haikus) exhiben, de hecho, ciertas marcas –de género, de ambigüedad, de inversión, de efectismo– que modulan también sus microficciones. “Por la vereda, / diez perros van paseando / a un solo hombre”. O: “Soné una cara / que era mía y terrible / en otro cuerpo”. A su manera particular, Shua se entronca en una genealogía de grandes poetas que cantaron a la gran urbe; y desliza que, de las calles de Buenos Aires, hipnóticas y misteriosas, efervescentes de turba y ajetreo, nacen las entrañas de su poesía.
19 de junio, 2024
No son haikus
Ana María Shua
Emecé, 2024
144 págs.