Un título perfecto. Sí, Nostalgia de otro mundo es un título perfecto, pero no por la pátina lírica que lo cubre, o no principalmente por eso, sino porque resume con inusitada belleza el subconsciente de un país con dificultades para adivinar cómo será otro mundo. La escritora Ottessa Moshfegh ha escrito un conjunto de relatos sobre la imposibilidad de vivir otra vida que no sea la norteamericana, la 'gringa', la que formatea el horizonte con una misma raya. En Nostalgia de otro mundo nos acercamos a la ontología estadounidense y, aunque en ese ethos nos espera el horror –un horror doméstico, hecho de precarias tarjetas de crédito, de adicciones mal disimuladas– es inevitable sentir la compasión adolorida que se experimenta por los perdidos, por las malamadas, por los obsesivos. Es decir, por los que están cautivos en la inmensidad geográfica de un país anómalo, cruzado de carreteras.
¿Cómo salir de esa inmensidad asfixiante? O, mejor, ¿cómo imaginar la vida en otro lugar si la fantasía narcisista de que se ha nacido 'en el mejor país del mundo' constituye la castración fundacional de la alteridad? En estos cuentos, Moshfegh pone en entredicho esa inmensidad fantasmática instalando en sus relatos discretos caballos de Troya. Así, en “La subrogada”, una mujer de rostro bello, pero con un inconfesable problema en los labios vaginales, es contratada por una empresa china para ponerle cara al negocio, y será a partir de la mirada oriental y de su filosofía que ella encontrará un escape de su íntima tragedia. Y es que Estados Unidos –lo saben bien los protagonistas de Moshfegh– es un país de religiones, pero no de misticismo. Tal vez por eso sus decadentes héroes y heroínas buscan la mediumnidad que las criaturas de otros mundos, de otras culturas, pueden ofrecer. No importa si esa búsqueda no es otra cosa que una constante recaída, un terrible despellejarse.
También en “Aquí nunca pasa nada”, el dorado paraíso californiano, al que los jóvenes del siglo XX acudían para concretar el gran sueño americano del éxito absoluto, un éxito enmarcado por la pantalla cinematográfica o televisiva, es el contexto impensado para la reconciliación entre el huidizo amor de hijo y las formas a veces retorcidas de la maternidad. En este relato, la señora Honigbaum pensiona en su vieja mansión a un joven rubio con el porte suficiente para ser el próximo Robert Redford, pero no toda entidad rubicunda es oro y el dichoso éxito toma otro rumbo. La señora Honigbaum, descendiente de judíos, va amasando el corazón prematuramente trágico de su inquilino: porque sólo quien ha visto en los ojos de su propia madre el terror del holocausto puede comunicarle a un joven de Gunnison, Colorado, un poco de piedad por sí mismo, un poco más de paciencia.
Uno de los relatos más poderosos de este conjunto de catorce cuentos es “Me estoy cultivando”, una suerte de testimonio de la soledad pavorosa que palpita como un pulpo en los apartamentos de solteros y divorciadas. La señorita Mooney es maestra escolar, tiene un novio al que le apesta el aliento y un exmarido al que necesita llamar por teléfono quizás para recordar algún vínculo poderoso. Y cuando todo se derrumba, cuando ni la belleza sobrenatural de una iglesia consigue devolverla a un eje, tiene a su querida cocaína. Moshfegh parece conocer al dedillo el esquema psicológico que les da estructura y espesor a sus personajes, y uno podría temer que en algún momento esa modalidad melancólica se agote y muestre el secreto de sus costuras. No sucede. Por suerte o, mejor dicho, por la deslumbrante virtud de su imaginación y su vuelo literario, eso no sucede. Moshfegh hace sangrar su teclado para ofrecer el filo siempre doble de la ironía, el paso retráctil que dan sus muchachas desoladas antes de ser devoradas por un indeseable cinismo. Ironía sí, cinismo no, parece ser la política de su lengua literaria.
Un estudio psicolingüístico de su prosa quizás revelaría el modo en que la disfuncionalidad necesita del lenguaje para airearse. Convengamos en que los personajes de Nostalgia de otro mundo son una raza de 'freaks', y que la médula ósea que les irradia sangre es la lengua literaria de Moshfegh, hecha de quiebres en el plano de la retórica, ahí donde la metáfora suele demostrar su fantástico poder. Pues bien, a Moshfegh no le interesan mucho las meras traslaciones que expanden un campo semiótico; sus descripciones son pequeñas cajas de Pandora con efecto psicótico, instalan un nuevo significado donde antes había vacío. He aquí un ejemplo de esa luminosa y desconcertante catacresis:
Tenía el pelo rizado, decolorado de rubio, y llevaba un montón de maquillaje, demasiado, diría yo. Tenía la cara apretada, como si acabase de oler un pedo. Fue aquella apariencia de repugnancia lo que despertó algo en mí. Me dio ganas de ser un hombre mejor. (“Bailar a la luz de la luna”).
¿Puede acaso la apariencia de repugnancia ser un aliciente para el desarrollo personal en pos del amor? En el conmovedor relato “Bailar a la luz de la luna”, el protagonista se obsesiona con una restauradora de muebles. Él, acaso, tiene mucho para ser restaurado. Las astillas de su corazón hablan de prematuras ruinas. Y lo primero que se ha arruinado es el lenguaje: colisiona con la belleza porque intenta atravesarla, pero solo despierta hematomas; y antes que el lenguaje, la mirada de lo inmediato. En ese mismo cuento, el héroe fracasado narra:
Me di la vuelta para encarar su entrepierna, un tierno triángulo hinchado dividido por la gruesa protuberancia de la cremallera; los gruesos muslos tiraban del entramado de lana roja. En la muñeca izquierda le colgaba de una espiral blanca de cable de teléfono una llave diminuta. Toqueteó las espirales con las largas uñas negras desconchadas. Tenía que casarme con ella. Si no lo conseguía, me mataría. Rompí a sudar como si estuviese a punto de vomitar.
Enamorarse, sudar, necesitar desesperadamente un mueble viejo, ese es el tipo de trascendente aventura existencial que Moshfegh les encarga a sus criaturas.
En fin... De esta teratología de personajes devastados por la dura tarea de existir es difícil escoger uno. Como en un loop de fábulas, cada historia regala una moraleja, solo que... son moralejas que nada pueden evitar. Allí está, flagrante y desmesurado, el destino. Tampoco podría afirmar que son profecías, pues si algo pertenece a la bruma en este libro es el futuro. La tentación del futuro no es una debilidad en Moshfegh. Ella apuesta por la circunstancia como el lugar inescapable. Hay una dulce crueldad en sus moralejas. Si Moshfegh hubiera nacido en el siglo XIX, estoy segura de que se habría adelantado a los hermanos Grimm para recopilar “Hansel y Gretel” de las lascivas voces del pueblo, y entonces habría revelado que las migas de pan siempre fueron pedacitos de las propias uñas de los expósitos hermanos.
Solo algo más: Moshfegh pertenece a la estirpe de la mejor cuentística estadounidense. Sus páginas se emparentan con soltura con lo mejor de Lorrie Moore o lo más escalofriante de Donald Ray Pollock. Se la ha ubicado en la estantería sensible del gótico sureño (aunque Ottessa nació en Boston y escribe desde California), lo cual solo confirma la deslumbrante ferocidad de su teclado y la precisión con la que se acerca a la sombra de la cultura estadounidense. No puede negarse, pues, que este país monstruoso a veces engendra prodigios.
27 de septiembre, 2023
Nostalgia de otro mundo
Ottessa Moshfegh
Traducción de Inmaculada C. Pérez Parra
Alfaguara, 2023
272 págs.