Con Nuestra verdadera sangre Agustín Caldaroni (Buenos Aires, 1985) tensa por primera vez en su carrera los hilos de una narrativa que rezuma los alcoholes de la amistad feroz. Cinco relatos o retratos integran el libro: Tanque, Glauco, Chele, Berta y Fefé, los personajes extremos que, entre el amor impetuoso y la violencia gratuita, sobreviven en la selva periférica de La Matanza conurbana, ante todo, poniendo el cuerpo.
El libro se propone como una épica del barrio, que piensa el realismo desde la hipérbole constante. Para estos personajes, la intensidad es la única posibilidad de existencia. “No tenemos que admirar personajes de series –le dice Tanque al narrador en el primer relato–, tenemos que transformarnos en personajes. No podemos verla por la tele, a nosotros nos parió un centauro. Hay que vivir”. Por esto las historias se articulan a través de momentos o umbrales –extrapolando aquella noción bajtiniana– que abren un horizonte nuevo para los personajes: desde las primeras aproximaciones amorosas, la paternidad, la necesidad de viajar y de explorar territorios desconocidos hasta el despertar de la violencia juvenil, que alcanza en “Chele” su punto más sádico.
Estos caminos narrativos suponen diferentes formas de la celebración que, de alguna manera, giran en torno al cuerpo, y a la carne. El asado es el cordero que congrega a los fieles de la amistad, el sacramento que convoca a “la verdadera sangre”. En el último cuento Garu quiere agasajar a sus amigos que hace tiempo no ve: “Los extrañaba, las reuniones se habían postergado y le daba miedo que terminaran por disolverse; quería verlos, comulgar con ellos a través del alcohol y la sustancia”. Una religiosidad, entonces, pero sumida al credo de la tierra, la comunidad y el cuerpo. La narradora de “Glauco”, de hecho, en plena ceremonia del recital de La Garduña, reflexiona sobre su vida –sobre una etapa que muere en su vida para darle nacimiento a otra–, y el término “alma” no cuaja con su sensibilidad: “no, algo menos etéreo y puro, un espíritu hecho de carne y vísceras, un astro en fuga que estalla de vida y revienta en un orgasmo de sangre y luz”.
Collage de Raúl A. Cuello
La muerte, en los marcos de esta poética, llega por el aburguesamiento, por la cotidiana sumisión de la plenitud del cuerpo a los códigos acartonados de una rutina anestesiante. Un burgués, en aras del mantenimiento de un orden (psicológico, social, cultural, económico) es un “traidor en potencia” y la traición –así lo sentenció Dante en su momento– es el peor de los pecados. Estos son los “amigos del bien”, no beben de la sangre que hermana y practican una polémica armoniosa, equilibrada; ninguno de ellos se apasiona o destruye lo que encuentra a su paso, ninguno “putea de verdad”. Ajenos a los excesos, a los saltos emocionales y simbólicos que se abren como oportunidad ante los protagonistas, no tienen cabida en la literatura de Caldaroni.
Nunca ser inquilinos del mundo que se habita, retomando las palabras del narrador de “Chele”; este quizá funcione como uno de los axiomas que rigen la propuesta vitalista de Nuestra verdadera sangre; nunca “ordenarse” en los trabajos asalariados ni en las ideologías dominantes, ficciones asépticas y alienantes que anestesian la desequilibrada intensidad de la vida. Al menos la que se juega en las esquinas de La Matanza, de Villa Insuperable, en cada trago, en cada saque, y que el cuerpo de estos personajes agradece como una bendición, como un breve milagro de la periferia.
23 de octubre, 2019
Nuestra verdadera sangre
Agustín Caldaroni
Palabras amarillas, 2019
145 págs.