Con sus contradicciones y disparidades, la novela de aprendizaje ─comentan con cierta uniformidad los teóricos literarios─ tiene como elemento estructurante el desarrollo de un personaje, generalmente joven, que se percibe como modelo o contramodelo ─héroe o antihéroe─ y que atraviesa una serie de ritos de iniciación que marcarán su personalidad y su destino. Con su crecimiento ─y con el avance de la trama─ sobreviene la modificación de su autopercepción así como cierto viraje en su forma de ver el mundo. En muchos casos esto requiere un desarrollo lineal del tiempo ya que la vida y los procesos del mundo interno del protagonista mantienen una estrecha relación con el tiempo objetivo. Con el avance de la lectura madura el cuerpo, el pensamiento abandona lo mágico para hacer su nicho en la racionalidad y los vínculos adultos se hacen y deshacen.
En la serie de cuentos autoficticios que Oyola reúne en Nunca corrí siempre cobré, se traza una vida marcada por anécdotas familiares en el conurbano y en el Paraguay, por las bandas de rock comercial y los hits radiales, por el cine hollywoodense y los dibujos animados, por los dancings y el juego amoroso. Marcas, todas ellas, que constituyen la experiencia estética y vital de un Oyola narrador que, lejos de pretenderse como modelo o contramodelo, escribe, sospecho, para reafirmarse a sí mismo, ante sí mismo. La escritura como confirmación de una identidad: la del forajido. Este podría plantearse como el programa narrativo ─y político─ de Oyola.
En este sentido, el recorrido del protagonista comienza en "José Vélez", cuento que abre el libro y propone, en principio, una iniciación traumática en el mundo social. En el descampado "La Chanchería" se disputa uno de los clásicos de La matanza: Los Pinos contra Los Manzanares. Próximo a cumplir los nueve años, el narrador presencia el arrebato de furia de "El Bigote de los Rojas", el arquero visitante que, colérico por lo que considera una "robo" de parte del árbitro, desata una lluvia de balas sobre el campo; perplejo, el niño no atina a nada, queda "freezado", con las manos enterradas en los bolsillos. En medio del caos y la histeria un vecino lo alza y lo deja a salvo en lo de Doña Pocha. Escenas como esta ─de una violencia inaugural intransferible─ son las que marcan y delimitan el guion de una vida. "Estaba a unas semanas de cumplir nueve años cuando aprendí de verdad lo que era el miedo". La línea que abre el libro lo deja entrever: de la vida ─del barrio─ se aprende. Primera lección forajida.
La iniciación a una realidad social compleja y marginal conlleva la marca de lo directo, de la desprotección. No hay resguardo simbólico ni físico ante la balacera: los padres, ausentes como los lugares para guarecerse. Cuando el niño Oyola llega a su casa es testigo de otra escena que, a pesar del despojo con la que es narrada, desencaja y desentona con aquello que el narrador busca: contención y cobijo. El padre, desnudo, mira por las ranuras de las persianas hacia el exterior intuyendo que ha ocurrido algo grave. Al darse vuelta se produce el incómodo encuentro y, ante los ojos del hijo, el padre se vuelve niño y su jerarquía tambalea para marchitarse como las hojas caídas de la canción de José Vélez (esa que da nombre al cuento). "Y cuando se dio vuelta y me vio se quedó tan duro como yo cuando escuché el disparo. De hecho, hizo hasta el mismo movimiento con las manos y los hombros. De hecho, yo también volví a repetir ese movimiento con las manos y los hombros". A pesar de esta dura y precoz iniciación ─en la muerte del padre y en el fin de la infancia (esa que para Pablo Ramos implica el origen de la tristeza)─ el tono que recorre la vida literaria de Nunca corrí siempre cobré tiende a ser celebratorio. Los amores perdidos y las canciones oxidadas por el tiempo quedan en la memoria autoficcional con el placer que supone el control escriturario. Intuyo aquí una nueva lección forajida: la escritura del recuerdo es en sí misma una victoria.
En "Casi sábado a la noche" el niño le ha dejado lugar al adolescente. Con su padre, Oyola viaja al interior de Tucumán para ver a Ubil, el abuelo paterno que se encuentra en un grave estado de salud. A pesar de que le quedan pocos meses de vida Ubil vive sus días ─y sobre todo sus noches─ con un exceso adolescente de alcohol, tabaco y peleas. En una riña provocada intencionalmente por él, y que huele a escándalo de pueblo rural, los Oyola se agrupan para dar el espectáculo de la virilidad: una pelea desigual a partir de la cual se cristaliza la confesión del narrador que da título al libro y que se ofrece como una actualización del código del coraje de la literatura gauchesca. Derrotado por su contrincante, el protagonista mira desde el suelo el desempeño del resto de la familia, y la autoridad desangelada del padre por aquella desnudez insólita e incómoda vuelve, aunque sea por un momento, a refulgir con el brillo de la violencia. "Yo aprendí lo que significaba la palabra «sabor» viendo cómo mi papá, antes de hacerle comer los dientes a un tipo de una trompada, le decía «saborealo»". Una vez más, ni la violencia, ni la pérdida, ni el machismo están sesgados por una mirada moral, crítica o deconstructiva. Son anécdotas de una memoria feliz que recuerda la vida como una aventura intensa y desprejuiciada. Y en ese mismo tono se narra la fuga de la prisión. Debido a la pelea los Oyola son llevados a la comisaría y Ubil, aprovechando la desidia del comisario, y erigiéndose ante su nieto como el forajido por excelencia, roba un caballo blanco y huye ─con su hijo y su nieto a cuestas─ a campo traviesa. Sólo una breve oración del último párrafo informa que el abuelo ha muerto, unos meses después del episodio del cuento. Se desprende entonces, distante de cualquier tinte lúgubre o nostálgico, la tercera lección forajida: la narración del pasado debe ser una evocación festiva.
El tiempo de lectura avanza y avanza también la vida del protagonista. En uno de los últimos textos del libro, "Un cuento de navidad", el ahora adulto narrador se ha convertido en padre. Las estrategias y manipulaciones del hijo para lograr que le regalen el casco de Iron Man son garantía de su inteligencia y de su desenvoltura, el vivo e indirecto reflejo de los logros de Oyola como padre. Y así como la lectura del libro comenzaba con un niño incomodado por la desnudez de su progenitor, Nunca corrí siempre cobré finaliza con el firme agradecimiento de una carta que Oyola autor le escribe a su mentor literario, Alberto Laiseca. La carta ─y el libro─ terminan de esta manera: "Y que usted [Laiseca] ─mal que le pese, horrorice y lo haga putear─ también para muchos de nosotros...fue un padre. Y punto". Asumido y despedido el padre literario, Oyola toma la pluma que Laiseca ya no puede usar para independizarse y quedar solo ante su propia literatura y ante sus gustos musicales y cinematográficos.
Levantar la mirada en las polvorientas calles de Los Pinos, en Isidro Casanova, y gritar a los cuatro vientos cuánto se admira a Bon Jovi. Calzarse las botas tejanas porque "el que se las calza no corre: se para, hace frente. Te gustó pensar en eso. Y mucho. La idea de pisar fuerte", se dice a sí mismo Oyola en "¿Así que te querés hacer el forajido?". Hacerse cargo del deseo, tal vez, la última de las lecciones forajidas.
22 de enero, 2020