Que los niños y niñas ya no respetan a los mayores; que no saben divertirse; que se distraen con facilidad alarmante; que no tienen interés por nada; que no ayudan en tareas domésticas; que su imaginación ha sido arrasada por la velocidad y el flujo de imágenes de los videojuegos o las pantallas táctiles de los celulares. Que no son, en suma, los niños ─y niñas─ que nosotros, adultos, supimos ser.
El poeta y cronista Roberto Merino (Santiago de Chile, 1961) reúne en Padres e hijos una serie de columnas que apuntan al corazón de estas creencias. Compendio de observaciones generales, lecturas, conversaciones con chicos y chicas, y claro, reflexiones que suscitan sus propios años mozos, los textos configuran una concepción de la infancia en constante conflicto, o, mejor, en constante desencuentro, con el mundo adulto, con sus exigencias y requerimientos.
El libro se obstina en dejar en claro que poco o nada es lo que el universo infantil puede aprender de las instancias, escenarios y rituales oficializados de la adultez. No son los sermones paternos, ni los retos embebidos de moralina, ni los discursos políticamente correctos los que interpelan productivamente la mente y el espíritu de los niños. Todo aquello que, verticalmente, se empeña en dejar una enseñanza, se esfuma en el instante mismo de ser proferido. Las peroratas aleccionadoras del padre del autor, por ejemplo, no producían otra cosa que desinterés y desatención. “Todo lo que él hubiera querido comunicarme ─escribe Merino en “Achaparrados bajo el sol”─ se me fue inoculando cuando lo veía actuar en episodios concretos o cuando lo observaba burlarse de la gente”. La educación escolar es la que recibe, sin dudas, los dardos más venenosos. Institución que encorseta, ahoga, aburre, deprime a los infantes, que estandariza con violencia una experiencia que es, por definición, creativa y desprejuiciada. La escuela produce “niños estresados, obligados a pasar sus mejores años en edificios feos, arrancados de su intimidad, tapados de obligaciones absurdas”, asegura en “Maldito colegio”.
Para Merino la infancia es crucial en tanto que allí se cuecen los miedos, los deseos, el imaginario, que marcarán la vida adulta. Padres e hijos se lee como el pago de una deuda personal por haber abandonado una cosmovisión ─la de la niñez─ libre, animal, curiosa, para adoptar la que la racionalidad adulta impone. Un modo de rendirle tributo, a sus sesenta años, a aquella experiencia remota que supo albergar el fulgor de una vida plena. “El hombre que regresa deberá enfrentar al niño que dejó”, recuerda el autor a Eliot, no en vano.
Padres e hijos forma parte de la colección “Sencillos”, de la fluorescente Vinilo, editorial que explora el campo de la no ficción y concibe al libro como un pequeño y cuidado objeto. En un catálogo que incluye voces nóveles como la de Dolores Gil y Paula Mariasch, la de Merino (junto con la de Serra Bradford) suena con el timbre de una experiencia madura y bien pensante, ajena, por eso mismo, a las connotaciones negativas, represoras, que cobran en los textos de nuestro autor.
Audaz e iconoclasta, la cuidada prosa de Merino traza la demarcación irreconciliable entre progenitores y descendencia, que implica a su vez una coexistencia de radical distancia y de tensión constante. En “Tragados por la tierra” el autor cita el caso de un niño que, luego de correr incontables vueltas a la manzana, es interceptado por un policía, quien le pregunta qué es lo que se propone: “Estoy huyendo de mi casa ─atina a responder el chico─ pero mi papá me tiene prohibido cruzar la calle”. Paradoja por la que circulan, también, los textos de Merino.
12 de enero, 2022
Padres e hijos
Roberto Merino
Vinilo, 2021
144 págs.