Podría decirse que tres parques se registran, se narran en este libro, uno en Santa Fe, otro en Bretaña, el tercero en París, pero lo que se cuenta en verdad, lo que se busca referir, es más bien la experiencia de esas visitas, que pertenece al tiempo aunque se dé en el espacio. Incluso en cada momento descripto el espacio hace posible que regrese, imaginariamente, eso que el tiempo puede hacer en uno mismo, el trabajo de los años en uno. En este caso, con la tenue ironía de cambiar una máscara por otra, el registro bastante biográfico de los parques vividos se realiza en tercera persona, pero la perspectiva, la cercanía, la sensibilidad que se reconoce en los trayectos y en su aparente reiteración, que nunca los repite, pertenecen a un yo. Sin embargo, dado que Parques también podría ser un ensayo sobre la naturaleza y su diseño, sobre el cuerpo y su memoria, sobre la escritura y sus ritmos, Delgado puede citar a un poeta que quiso con toda la fuerza de su estilo, de un yo, dedicarse a la poesía de las cosas, dicha en las cosas, escrita por los objetos serenos o movedizos, que no hablan, aunque con misteriosa elocuencia. Ponge, entonces, observador de su propia paradoja, le dice: “Es cierto que una narración del parque, teniendo en cuenta una situación histórica y espacial determinada, no puede hacerse de otra manera que a través de una perspectiva, de un 'yo'.” Pero el mismo Ponge le agrega su objeción, el objeto no tomado por la palabra sino que hace tomar partido por su existencia tácita. Y así “lo novedoso” sería “descubrir que el 'yo' es (debería ser) menos importante que su objeto, y entonces el problema debería plantearse de manera inversa: ¿qué necesita el parque de mí?”
Cada parque entonces llamó al autor en su momento, durante más de diez años de escritura, de observación, aun cuando en los despliegues motivados por esos encuentros, esas frecuentaciones de naturaleza urbanizada, se abran más y más años. Así, en el parque santafesino, vuelve la infancia, o más bien su huella, su vestigio, la vaguedad de recuerdos que no se sabe ya si pertenecen a encuentros reales con las cosas, los árboles, los lagos, o si encubren algo incierto, arduo o imposible de recuperar. El Parque del Sur, punto de partida de esta poesía de observación, se instaura como una búsqueda del lugar natal: alguien, que hace años que vive en el extranjero, se dispone a revisar partes de su memoria en un espacio que podría volver a invocarlas, a representarlas. De allí que el protagonista, la tercera persona de ese parque se llame “Cronista”. Y no solo deberá recorrer la infancia semivelada y el parque recortado de su niñez, sino que también habrá de toparse con la ciudad que se cierne, como una atmósfera melancólica, sobre su diseño y su devenir. Las oscuras administraciones, los aún más oscuros, si no lóbregos, gobiernos, las no menos violentas planificaciones urbanas y otras escenas incontables aparecerán así en las inmediaciones de ese jardín urbano, con su recuerdo y su olvido de lo que la ciudad quisiera dominar, el agua, su salvaje fatalismo.
En otros años, la búsqueda de naturaleza, bajo administraciones que procuraban reparaciones imaginarias, habrá diseñado un parque en la lejana Bretaña, donde nació la novela, la aventura, también en la fantasía de las primeras narraciones de la lengua que el autor ahora tiene que hablar. Y en ese Parc du Venzu el personaje se llama “Novelista”, por lo que su materia no es tanto el testimonio, sino más bien el párrafo, su meandro, y las frases, su fluidez. Entre ciertos árboles, junto a un determinado arroyo que por momentos se oculta, es como sepultado, y por momentos resurge, encuentra su salida, tal vez trabajosa, al mar, Novelista tomó notas, sacó fotos, se sume en la preparación de su novela, o en la finalización de otra novela, que podrían ambas confluir si tan solo la cita de la que se publicará recobrase su origen, ese nombre en la punta de la lengua. De una novela, no escrita, a la otra, que se pudo terminar, los puentes parecen rotos, como el abismo que separa un fragmento del que le sigue, y hasta una frase de otra, pero sin embargo, en su nostálgica madera para peatones distraídos, sigue habiendo transiciones, sutiles enlaces de las palabras. De alguna manera, la mano que anota, la que toca su materia, une silenciosamente fragmentos y frases, siguiendo los dictados misteriosos del arte novelesco.
¿Qué distingue un proyecto de frase de una verdadera frase, o un párrafo de novela de una nota preparatoria? Como un horizonte que a la vez une y separa cielo y tierra, este Novelista avanza entre fragmentos, hacia la aventura del arroyo bretón, de un idioma perdido, entre bosques demasiado antiguos, a través del silencio de muertos de la historia. “También los otros fragmentos que iremos transcribiendo a continuación –escribe Delgado–, recogidos así como están, sin siquiera ordenarlos –¿quién podría hacerlo, con qué criterio?–, deben ser releídos, todos, a un mismo tiempo, como borradores de frases y como frases verdaderas. Leídos sin mucha preocupación, a la marchanta: como se ve crecer un niño o un árbol”. Aunque la diferencia entre un niño y un árbol sea bastante grande, y en el último caso se topará con la idea misma del crecimiento sin palabras, de árboles singulares, determinados, que no obstante representan su especie general, pero que en casos puntuales, tal árbol de ese parque, de ese rincón, o de un patio que no podrá contenerlo para siempre, puede sobrevivir a quien lo pensó, a quien lo plantó, y a quien le escribió su más ferviente descripción. Así, la aventura de escribir de un novelista sobre corrientes subterráneas, con fotos y notas, se encontrará en años venideros con la materia del poema, un árbol, el árbol, que no avanza de un párrafo a otro, que vuelve siempre a la misma charla olvidada, a un poeta apreciado y muerto, a una amiga que compartió e incluso exaltó el aprecio de ese mismo poeta.
Se trata entonces del tercer parque, el Square Le Gall, cuya deriva arquitectónica contiene la historia de la ciudad en la que se vive, sus reformas, su insistente religión de lo moderno y su nostalgia de antiguas correspondencias entre árboles, ríos, islas y gente. El personaje de este parque de París se designará pues como Poeta, porque intenta revivir la cálida afectividad de una amiga que muere después de compartir con él los momentos, los árboles exóticos de un rincón preciso. ¿Acaso todo poeta piensa que puede retener en una materia tan deshilvanada como palabras en versos o en frases la experiencia o incluso la vitalidad de alguien, de su presencia que no volverá a ser, ni hablar, ni pasear bajo ningún árbol? “Pero confiaba también en que él mismo –objeta Delgado–, su experiencia poética, tensada en el espacio y en el tiempo, su arte pulido en la intemperie e incluso la desesperación, labraría el poema en el cual esa verdad habría de resplandecer para siempre”. Claro que la ironía ya empieza a corroer todo poema que se sueñe labrado, como lo manifiesta la cita, aunque bella, de Rubén Darío. Así, para el Poeta, el olvido es fatal, pero no lo es menos seguir escribiendo. No quisiera dejar pasar una frase, suelta, hallada en los archivos de la amiga muerta, en el borrador de otro ensayo sobre el poeta admirado, que también murió, y es esta: “la insistencia vital de quien no abandona la escritura aunque percibe sus lagunas y sus desastres”.
De esa persistencia, de esa vitalidad entre espacios que parecen lejanos, da cuenta un estilo, ese que une los registros de Cronista, Novelista y Poeta, y que resiste las ironías de otro personaje, el que edita estos Parques para armar un libro. Incluso en las fotografías que no ilustran sino que desmontan el lugar, que miran los árboles y las construcciones como si no pudieran ser objetos de nombres, se preserva esa insistencia, y sobre las imágenes a su vez las notaciones no dejarán de tantear con borradores de frases, con la verdad de lo que en las frases se abre, la laguna y el desastre, la vida que acaso no tiene transiciones. Así, al comienzo, en el parque de un litoral originario, se buscó y tal vez se reencontró el tiempo no sentido la primera vez, el que trae solo un retorno, de ese lugar al que se llega con paso de extranjero. La crónica minuciosa atestigua que el paso cierto confirma un hecho: el que escribe no ha de volver. Luego, la novela de los lugares que se excavan, que se reiteran solo en apariencia, donde se encuentra quizás el refugio, el descanso, el escritorio en forma de paisaje, en medio de antiguos poblados bretones y del no menos arcaico arroyo de su derrota.
Y al final, la nota de una rama ausente cuya foto, tenaz y muda, refleja la imagen faltante de la amiga que murió. Ante su conversación irrecuperable pero plena de afecto, un poeta podría transformar la expectativa de revivirla en versos que el tiempo no corrompería. Pero la verdadera insistencia vital, la que sigue escribiendo, no se detiene ante lo olvidado ni ante la certeza de la desaparición, pues aunque no regrese nunca esa escena de amistad, con sus palabras precisas, sí existió su encanto de una tarde, sin fábula ni mensaje, y fue un poema que no se escribirá, la promesa que toda amistad guarda.
25 de septiembre, 2024
Parques
Sergio Delgado
Ediciones UNL, 2023
232 págs.