A las 10 a.m. por Colegiales en el mes de abril, tendríamos que habernos encontrado con Alan Pauls. Después de un entrecruzamiento de mensajes, fijamos el tiempo y el espacio, que finalmente no fue alterado por nuestros cuerpos. El encuentro no pudo concretarse. Y lo que siguió fue un intervalo de semanas interrumpido por un nuevo contacto a través del correo. No podía ser de otro modo, un diálogo por escrito a la distancia, La Plata-Berlín. Viaja un archivo con preguntas en fuente Calibri. Regresa un archivo con preguntas y respuestas en fuente Hyde. Quizás el deseo de la escritura comience ahí, me digo, por la elección estética de la tipografía.
Hasta el presente, las ficciones de Pauls muestran un imaginario cerrado: relaciones amorosas, lectura, escritura, enfermedad, figuraciones paternas que trasvasan de una novela a otra, y celos, celos enfermizos. Lo abierto en cada una de esas ficciones es, y se da a través de, la frase. Pero lo abierto no se presenta como lo ya dado, sino como progresión, la frase se va ramificando, se expande, y para quien gusta de esos viajes no quedará sin asombro. Tabarovsky, hablando de Lamborghini, sostiene que “el talento consiste en poseer una cierta sintaxis”. A la sintaxis, Pauls le agrega una mirada que va desvelando frente al lector lo que hace tiempo ha permanecido oculto por inercia cotidiana: el efecto del agua en las yemas de los dedos, el tenis, el amor, la traducción o lo que sea.
Pauls, sobre todo a partir de Wasabi, viene creando una literatura-peréntisis, haciendo funcionar una escritura que se pone en primer plano, en la que la anécdota, sin dejar de estar presente, queda suspendida para dar lugar a una sintaxis obsesa. Hay escritores que adentran al lector en un ambiente, un mundo, una realidad; otros, en la lengua, en un modo de ser de la lengua del escritor, con perspectivas y enfoques particulares; existen los que conjugan ambos aspectos y pienso en Chejfec. La escritura de Pauls, estrábica, perversa, se desborda en el detalle o en la disquisición teórica, y de la que se sospecha, se percibe, el placer de la escritura. Un ejemplo: “Sólo hay un espectáculo más penoso que el del amor contrariado: el del deseo no correspondido. Porque en el amor nadan tanto el que ama como el que no, pero el que no desea –el que no desea está fuera del deseo, y no hay nada que pueda restituirlo al mundo del que se ha excluido. El no del que no desea es absoluto, no tiene retorno y convierte al que desea en alguien radicalmente ajeno, no diferente sino heterogéneo: no alguien que está en otro «estado», del que finalmente, pasado cierto tiempo, cambiadas ciertas circunstancias, podría «salir» o «pasar» a otro, sino alguien que pertenece a otro reino”. (El pasado)
Entonces quiero saber cómo trabaja esas frases. Y Alan me dice que:
Hay mucho de injerto, sí. La primera versión de una frase siempre me suena pobre, un poco vacía, y a menudo deja cabos sueltos que me daría pena dejar pasar. Así que vuelvo a la frase y me dedico a intervenirla. Le inserto sub frases, paréntesis, incisivas, y por otro lado activo las posibilidades digresivas que tiene, esos desvíos internos que pueden llevarla en cualquier dirección. Esto ha ido cambiando un poco con el tiempo. Ya no pienso tanto en “la frase” como antes, pero es cierto que los momentos de más goce en la escritura para mí tienen siempre que ver con hacer derrapar la sintaxis (que es hacer derrapar el mundo entero, por supuesto).
Esas frases están intrínsecamente relacionadas con el narrador que encontrás en Wasabi, tu tercera novela, presente incluso en La mitad fantasma, tu última novela. Es un narrador que ensaya, teoriza sobre todo, se demora en detalles, es una voz muy cercana a la tuya como crítico, y por eso mismo me interesa conocer si esa mirada se activa con la narración, con la escritura misma o si también forma parte de tu mirada cotidiana:
Pensar las cosas es mi manera de incorporarlas, de apropiármelas. A esta altura es algo tan natural que ya ni siquiera podría distinguir el fenómeno en dos fases, el hecho desnudo y la apropiación. Es todo uno. En mi diario, por ejemplo, no hay hechos desnudos. Todo hecho entra al diario ya marinado por una cierta tasa de pensamiento o comentario. Y narrar para mí es pensar, por supuesto. Todas mis novelas pueden ser leídas como historias de ideas (que son lo contrario de las “novelas de ideas” a la Thomas Mann): relatos de las aventuras, por lo general catastróficas, que atraviesa una idea.
Otro aspecto recurrente en tus novelas es ese juego en el que la cercanía y la distancia configuran las relaciones de los personajes entre sí, la de estos con sus propias obsesiones, y la del narrador con lo narrado. Distancia y cercanía tematizadas en la escritura como sucede en El pudor del pornógrafo, por ejemplo, con esos dos amantes que median su relación a través de cartas y cuyo encuentro personal nunca se concreta; en los mensajitos de Sofía, donde la escritura es un cuerpo presente (El pasado); o en la “cercanía” emocional de un lector progresista cuyo vínculo con las acciones militantes de los setentas solo se da a través de la lectura (Historia del llanto); o en La mitad fantasma, donde el protagonista, Savoy, que ha decidido seguir a su novia, es decir estar cerca sin ser visto pero poder ver, se enfrenta con la siguiente cuestión: “cómo mantener la distancia justa”. A estos personajes, que tienen algo de la obsesión de Kafka, observable en sus diarios,la vida pareciera pasarles a través de esas obsesiones, e írseles en ellas. ¿Vos los pensás así también?
Son personajes que se dedican mucho a lo que les pasa; quizá demasiado. Pero ¿quién decide cuál es la medida razonable para dedicarse a los celos, las contrariedades amorosas, las enfermedades, el pasado, cuando esas son las cosas que te pasan y por lo tanto son tu vida? En ese sentido no creo que se pierdan nada. Sus obsesiones son sus vidas. ¿A qué se van a dedicar? ¿A viajar? ¿Hacer deporte? ¿Ser felices?.
Por otro lado están los finales de tus novelas, que no son sólo el cierre de la historia, sino un cierre estético; sorprenden siempre por inesperados, originales, perdurables (en el sentido de que son difíciles de olvidar). ¿Cómo llegás a esos finales, surgen de antemano y encaminás la narración hacia allí o surgen durante el proceso de escritura?
Nunca estoy seguro del final de las novelas. Nunca lo tengo previsto (más allá de intuir más o menos la dirección en la que va un relato), y cuando creo que los encontré me asaltan todos los terrores que no me asaltaron antes, mientras escribía el libro. La arbitrariedad, la ineficacia, la decepción, la sensación de haber perdido una oportunidad única... Y al mismo tiempo odio la autoridad que tienen los finales. Odio la idea de que es el final el que lo decide todo, el que le da sentido a todo lo que leíste hasta ahí. Y en ese punto la arbitrariedad, la ineficacia, la decepción –todo eso que antes me afectaba como algo negativo– deja de ser un problema y se convierte en una fuerza. El final ya no sería un “remate” (esa especie de moño inmundo al que nos tiene acostumbrados la tradición del cuento) sino un momento glorioso de apertura y de invención.
No obstante este elemento que podríamos llamar clásico, el cierre estético que se ofrece al lector (hay narraciones que tienen un cierre respondiendo a una lógica interna, tienen simplemente un final, pero en tus narraciones ese final es estético, es decir una situación-imagen-sintaxis que perdurará por sí misma en la memoria del lector); no obstante ese elemento, entonces, hay una propuesta un tanto disruptiva que en nada es complaciente con el lector, una propuesta que centra la experiencia de lectura en la detención, en el demorarse, en el ritmo aletargado de la frase, en la idea en desarrollo.
¿Lo ves así?
Clasicismo y disrupción sería un buen lema para mí. Compro.
Esa frase y ese narrador son ya un sello de tu obra, pero sin embargo me pregunto si es algo que te interesaría dejar de lado para indagar otro tipo de registro, o no.
Bueno, uno siempre está esperando cansarse y cambiar, y ser raptado por alguna otra cosa, ¿no? Es una de las coqueterías míticas de los escritores. Yo creo que lo hago también, y hasta que cambio, pero soy tan lento, tan geológico, que puede que nunca nadie se dé cuenta.
¿Qué hay de la incomprensión de la propia obra?, es decir ¿cuánto de lo que escribís está escrito por fuera de la conciencia y te sorprende cuando lo releés?
Cero gobierno, en mi caso. Más bien una acefalía ciega, regocijada. Hay tantos malentendidos alrededor de la relación entre pensamiento y escritura, tantos lugares comunes deprimentes... La idea de que si pensás (en) lo que escribís tenés el control. La idea de que pensar es gobernar. La idea de que pensar es ser racional. Para mí pensar escribiendo es lo más parecido a delirar. Nada que ver con controlar o poseer nada. El hecho de que escriba frases con subordinadas no quiere decir que la frase no tenga misterios para mí; al contrario, la sintaxis es el misterio (uno de ellos), y yo sigo esa pista con la curiosidad de saber qué hay más allá.
¿Cuánto le debe el tono y la elección de la voz narrativa de las tres Historias... al Roland Barthes por Roland Barthes?
Lo que le debo a Barthes es todo y está en todo lo que escribo.
¿Qué es lo que encontraría un genetista en los archivos Pauls?... manuscritos/diferentes borradores/qué tipo de huellas...
Habrá poco archivo, me temo, porque no guardo papeles y no tengo muchos proyectos que hayan quedado inconclusos. Y todo lo que quede estará atesorado en los discos de unas viejas computadoras portátiles que dudo que alguien con dos dedos de frente se tome el trabajo de resucitar. Después están las libretas. Quizás ahí haya algo. Pero será algo más bien gráfico, plástico: la aventura de una mano y su letra.
Mis escritores muertos
Le pido prestado el título a Guebel para preguntarte sobre algunos escritores.
Héctor Libertella, ¿fuiste amigo de él, lo conociste?, ¿qué vínculo tenés con su obra y qué apreciación te merece?
Lo conocí, lo leí, escribí sobre él. La arquitectura del fantasma es una obra maestra de la literatura autobiográfica argentina. Un libro que releo regularmente y siempre me produce lo mismo: risa. Libertella entendía como nadie la relación entre pensamiento y risa.
Sergio Chejfec, del cual tengo entendido eras amigo.
Sergio es y siempre fue un original, alguien que escribía en un idioma único que iba desplegando con el tiempo, a medida que se sucedían los libros. Era un idioma extrañísimo, a la vez ensimismado y abierto, que nunca te imponía nada, que trataba al lector con una delicadeza extraordinaria. Un idioma que confiaba en el otro, no sé cómo decirlo, aunque muchas veces pareciera desentenderse de él o no necesitarlo. Pienso en Sergio y pienso siempre en Felisberto Hernández o en Kafka, escritores inimitables.
Pero quería preguntarte sobre esa amistad, cómo estaba sostenida, si se veían, si se leían mutuamente.
Vivíamos lejos uno del otro, pero habíamos compartido mucho en Buenos Aires (facultad, vida literaria cachorra) y nos veíamos siempre que podíamos. Verlo para mí era el mejor programa posible. Sabía que me iba a reír, que me iba a desconcertar, que iba a aprender algo vital de alguno de esos rubros menores (desde los mapas hasta los edredones de plumas) en los que no le costaba nada ser un maestro. Pasa el tiempo y no me repongo de su muerte (como tampoco de la de Luis Chitarroni, otro gran amigo y escritor enorme).
Es conocida tu relación temprana con Piglia y la amistad, pero me gustaría saber qué cosas, qué aspectos, desconocidos, te revelaron sus Diarios.
La determinación impresionante, como de samurai, con que Piglia diseña desde muy joven su vida de escritor. Su capacidad para surfear, para moverse siempre en los intersticios entre grupos, facciones, “bandos” literarios y políticos. El trabajo increíble de edición y hasta de reescritura que hizo, estando ya muy enfermo, con los materiales de sus diarios.
¿Piglia te hace un guiño cómplice cuando en Prisión Perpetua el narrador comenta la trama de una novela que había leído en Argentina, y que consistía en “la historia de una sociedad en la que todas las pasiones y todas las fantasías eran escritas. Los amantes jamás se encontraban; se dejaban ver detrás de los cristales, se enviaban retratos, fotografías y sólo mantenían relaciones epistolares. Cartas sentimentales, pornográficas...”? Personalmente pensé de inmediato en El pudor del pornógrafo.
Puede haber pensado también en Kafka y Felice, cuya correspondencia fue la matriz de El pudor.
Aprovecho, saliendo ya de la zona anterior, para preguntarte también por Aira, quisiera saber tu opinión ¿cuáles serían los atributos destacables de su literatura?
Aira expandió las posibilidades de vida de la literatura argentina, por supuesto, pero también de la literatura a secas. Algo muy parecido a lo que hizo Manuel Puig a fines de los años 60. Básicamente Aira inyectó nonsense, delicadeza, infantilidad, desconcierto y metamorfosis en un mundo solemne y viril, de principios sólidos y voces en alto, fundado en la represión de la incertidumbre.
Y última, saber si tenés alguna novela o escrito en proceso y si podrías anticiparnos algo.
Escribo Una página de la vida real, una novela sobre dos biógrafos en guerra en un mundo cultural cruel, corrupto, hiperlibertino, que espero entregar a fines de este año. Preparo también un par de libros de ensayos que saldrán a lo largo de los próximos tres años.
4 de diciembre, 2024