Marcelo Pelissier inaugura su cuentística con relatos que juegan entre distintos subgéneros (ciencia ficción, terror), pero donde más se mueve es en el fantástico. Un fantástico que, a la manera clásica, va provocando extrañamientos para que los lectores y/o los personajes intenten encontrar, o no, algún tipo de explicación más o menos racional. Por ejemplo, en el primer cuento, Un miedo antiguo, el narrador, frente a un hecho que lo extraña, dice: “Opté por la explicación más lógica. Elegí creer que toda esa gente se había ido dejando sus cosas atrás; un ritual de renovación”. Más adelante en el mismo cuento esa opción racional se encuentra con un: “Las miro y no entiendo”, frente a la decisión racional del principio que busca equilibrio aparece la imposibilidad de responder con las leyes del mundo hecho y derecho. Más adelante, en Ya todo fue dicho, dice otro narrador frente a lo inexplicable: “Pasé el resto de la noche tratando de dilucidar si todo eso había sucedido de verdad o se trataba de una pesadilla”. Hay que elegir, se opta, se trata de ejercer razonamiento a lo inexplicable, pero, inevitablemente, se termina sin aliento.
En paralelo a este funcionamiento del fantástico, también hay cuentos que usan la extrañeza como vehículo para reflexionar, por ejemplo, sobre el lenguaje, sobre la escritura y sobre la memoria. Es el caso de tres cuentos en concreto: Una estética del fragmento, Sobre la arena y La luz helada de las estrellas. El primero ensaya una forma de organización de la memoria: hay un orden meticuloso de lo vivido a través de frascos, pero ese orden, no sabemos por quién, está siendo saqueado. Dice el narrador de ese cuento: “Como una escritura, los frascos son un registro periódico de mi vida”; la organización del mundo está dada siempre por la lengua (¿el lenguaje también es una pared llena de frascos ordenados?). Por su parte, el segundo cuento, también aborda el tema de cómo funciona el lenguaje y cómo éste estructura lo que en algún momento es solo caos; pero, lejos de buscar en eso una confirmación, pone en tensión las formas que toma la máquina nombradora: la precisión y los nombres son ilusiones que cuando se alcanzan vuelven a desaparecer. Y, en tercer lugar, está La luz helada de las estrellas que despliega un interesante mecanismo donde el narrador abre su caja negra y reflexiona sobre la escritura de un cuento que se va mechando con su historia personal.
Podríamos seguir intentando buscar ejes que conecten los cuentos: algunos parecen tener continuidad dentro del mismo universo; otros desarrollan las características de artefactos tan mágicos como terribles; varios toman la forma del microrrelato; hay figuras maternas acaparadoras que ordenan y dominan; los narradores son obsesivos, hiperracionales; se construyen escenarios de matices postapocalípticos y oníricos; habitan el catálogo criaturas clásicas del fantástico, pero también del terror: sirenas, alimañas, zombies, etc.; y, quizás este sea un detalle menor pero llamativo para mi lectura, hay un acompañamiento del sonido importante: cada vez que empieza a resquebrajarse la normalidad, aparece algo en la dimensión de lo sonoro: gritos, alaridos, tintineos, cantos terribles, letanías, gemidos, una canción amada por la madre de algún personaje, etc. Podría seguir catalogando el catálogo al infinito. Algo de la actitud de estos cuentos se condensa en su título: la obsesión por un orden que siempre es imposible. Conviven esas dos actitudes: el intento por numerar, por acomodar, por explicar, por entender y la irrupción invencible de una fantasía que muchas veces toca la fibra de lo siniestro.
Dice Mariana Lerner en la contratapa del libro: “El primer conjunto de cuentos de Marcelo Pelissier demuestra que la definición más clásica del género es también la más adictiva: una estructura ajustada con un núcleo turbio se tensa hasta una resolución atronadora. Tenemos algo pulido que tiene un hueco”. Me permito discrepar. Si bien el postulado es contundente y certero, después de leer Pequeño catálogo de anomalías esa sensación de estar frente a un núcleo cerrado y tenso, de a tramos, se me hace más parecida a la tranquilidad. Y si bien los huecos, la manchas, lo agujereado y otras formas de lo roto toman parte en las tramas de los cuentos, no sé si estructuralmente los cuentos se fisuran. Me parece que, por el contrario, están escritos como si se buscara que al final una piecita hiciera clic al entrar en otra y el efecto de lo consumado viniera a cerrar, más que a abrir, la lectura. Tuve la impresión de estar leyendo cuentos con una fuerte impronta de la poética de Poe, pero en el siglo XXI. Un fantástico redondo, respetuoso. El funcionamiento ya señalado: una realidad que en algún punto se enrarece y hay que decidir, o no, si eso que sucede puede explicarse de manera racional o si más bien está ante un suceso de carácter inexplicable; eso que alguien alguna vez llamó vacilación. ¿Lo que sucede es resultado de un estado alucinatorio? ¿Los hechos suceden en el interior de un sueño?
Concluyo con unas líneas que escribe John Burnside en la introducción a su libro Aprender a dormir mientras hace algunas críticas a la poesía de sus contemporáneos: “El trabajo está tan terminado, tan pulido, es tan final, que no persiste ninguna sensación de proceso, de heurística, si quieren. Al leer a mis contemporáneos británicos, siento a menudo que estoy ante flores cortadas y no ante plantas con raíces en la tierra y frutas manchadas”. Con este fragmento quiero hacer una pregunta: en lo cerrado, en lo tenso, en eso que tiene la perfección de lo que traba, a veces se lima demasiado el material para que las piezas coincidan, ahora...¿Se puede alcanzar perfección sin asumir el riesgo de lo inconcluso?
15 de diciembre, 2021
Pequeño catálogo de anomalías
Marcelo Pelissier
La parte maldita, 2021
192 págs.