Junto a las novelas que viene publicando hace aproximadamente una década, Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977) se ha encargado, a su vez, de pergeñar, con sistemática coherencia, su propia figura autoral. Sus posicionamientos críticos, su desdén hacia cualquier discurso rubricado por la corrección política, sus persistentes estocadas contra cualquier intento de clasificación o cristalización definitiva, la colocan al margen, incluso, de la época: Harwicz parece tomarse las cosas demasiado en serio y otorgarle a la figura del escritor o del artista un valor que, otrora, se pesaba en oro, y que hoy, en el desconcierto público, circula tan devaluada como cualquier otra mercancía.
Ser justos con Harwicz sería aplicar en ella la lógica que, ella misma, aplica a los demás. Así, decirlo todo supondría aquí hacer foco en sus propias contradicciones (y no necesariamente en las productivas). ¿Se puede, por caso, estar al margen y marcar, desde allí, el ruido de una época (para citar su último libro)? ¿Se puede hacerlo desde el centro mismo de la industria editorial? ¿Es posible atentar contra todo poder relativamente consolidado desde la torre de Anagrama que, dicho sea de paso, se preocupa cada de vez menos en discernir el criterio literario del comercial? Dilema de tradición, para muchos, insensato: todo subversivo debe alojarse en las entrañas del cuerpo que pretende aterrorizar.
Por su parte, Harwicz pone el cuerpo allí donde, también, dispara con la pluma. A sus treinta años emigró a un pueblo rural de Francia sin planes de ningún tipo más que inmiscuirse en una lengua en la que era, a su vez, completamente extranjera. Atrincherada en la naturaleza y rodeada de cierta resaca citadina, abandonó la comodidad para vivir, justamente, al margen, y cimentar allí una literatura vociferante, marcada por los excesos, aunque a Harwicz le interese menos la exhibición de las ruinas o de la derrota que el señalamiento (furibundo, sin dudas) de las contradicciones que nos constituyen como individuos y como sociedad.
“Todas mis novelas tienen la misma condición genética:”, afirma en una entrevista, “todas son absolutamente autobiográficas y no lo son en absoluto”. En la escritura se juegan las contrariedades indisolubles que perturban al cuerpo individual y al social, y de las que, imperiosamente, hay que hacerse cargo. Así, escribir implica exponerse o, para decirlo con David Viñas, dar la cara. En la ficción y en los ensayos; en los reportajes y en las redes sociales. Injuriar los principios de una época, y hacerse cargo.
Lisa, la protagonista de Perder el juicio (y el primer personaje de Harwicz en ser nombrado), acapara las condiciones ideales para personificar a una víctima: mujer, madre, extranjera, judía. Pero es ella, la desprotegida minoritaria, quien descoloca los lugares comunes en torno a los grupos desamparados para convertirse en victimaria. Acusada de violencia marital, “agravada por la presencia de menores”, se le arrebata la custodia de sus hijos. Distanciada, los espía cuando puede y no hace más que pensar y pensar en ellos. Incapaz de acatar las normas y decisiones de la justicia –el vínculo con los hijos mediado por un asistente social, las conversaciones vigiladas, las visitas regladas–, Lisa embiste contra cualquier manual de conducta razonable con un arsenal de palabras desquiciadas, vehementes, propias de una retórica que encuentra en el registro bélico el modo de hacer justicia. Fuera de sí, Lisa, finalmente, pasa al acto: incendia la casa en la que viven sus hijos, los rapta y se echa a la fuga. Su marido y, sobre todo su suegra --soberbia, altiva, racista– desposeída ahora, de nietos y de poder, trina. Para Harwicz la justicia es eso: que el miedo cambie de bando.
Lejos de cualquier arenga feminista, o de defender una posición respecto de la maternidad (biológica, cultural, psicológica), Perder el juicio configura, en el cuerpo y el lenguaje de su protagonista, una mujer que, mientras para los otros se contrae en una definición clara y sin sobresaltos (madre, esposa, criminal), para ella misma todo se dirime en un movedizo “pantano mental”, en un viaje que no tiene predestinación ni itinerario establecido, y en el que los carteles, las señalizaciones y los mapas van perdiendo, paulatinamente, inteligibilidad. Es que pervive en nosotros, en la experiencia humana –insinúa Harwicz– un pálpito animal que nos gobierna a su antojo, y que, imbricado a un deseo desbocado, no conoce de leyes ni de normativas, de edades ni de géneros. Porque es tan humano como bestial y porque concibe al amor como una de las formas sagradas de la violencia.
17 de julio, 2024
Perder el juicio
Ariana Harwicz
Anagrama, 2024
136 págs.