La íntima relación entre piedras y lenguaje parece ser tan antigua como los registros lingüísticos mismos: sean los jeroglíficos egipcios, la escritura lapidaria greco-romana, Demóstenes recitando con piedras en la boca contra el embate del mar para fortalecer su voz, las piedras gritadoras del Nuevo Testamento; sean las dimensiones de lo geológico en la poesía de Paul Celan, las piedras en los escritos de Jean Daive o lo mineral en Roger Caillois –¡saxa loquuntur! ¿Qué nos dice un libro de poesía argentino intitulado Piedras?
Laura Petrecca lleva las rocas en el apellido y quizás sea eso lo que insinúa que el libro está centrado en el relato de una historia personal. Piedras traza, a lo largo de seis partes o capítulos, una narración que desde los primeros versos puede calificar como trama biográfica del yo lírico: “El reflejo me muestra a alguien a quien ya conozco/ estoy acostumbrada a ver y quedar muda/ a saber lo que va a venir”. Los poemas aparecen como distintas vetas o filones de un mismo paisaje personal, con todas sus fisuras, densidades, sedimentos, brechas, fallas y diaclasas, aunque, curiosamente, la autora recurre relativamente poco al imaginario léxico del mundo geológico y mineral. La piedra más bien aparece como alegoría, una parte –aunque ajena o inconsciente– existencial de lo vital, de la propia vida y del cuerpo: “Ellos no saben el camino/ o lo presumen aleatorio/ esa piedra que sostienen en la mano/ bien puede caerse y quebrarse pronto”. Las piedras no son exactamente inamovibles, pero son instancias con y de peso que logran marcar aquellos momentos de un antes y un después en la vida. Las personas no alteran las piedras, mas son las piedras las que alteran las cosas, y así ya lo señala el epígrafe de Roberto Calasso: “Ya no se podía acceder a las formas y regresar”. Más allá de todo el énfasis que el libro pone en las fluctuaciones, los cambios y lo frágil, parecería pesar más la noción de un destino. Y cuando sí se evocan las posibilidades que ofrece el léxico lítico, el poema adquiere una fuerza notable para describir los movimientos y las metamorfosis de lo procesal: “Ese proceso casi mágico de coincidencia/ donde los minerales fueron disueltos/ y antes de evaporarse se refugiaron/ en la superficie porosa de los huesos/ le dieron a ese residuo de muerte/ la bondad de convertirse en otra cosa”. En su mayoría, los poemas están compuestos de oraciones lapidarias, muchas veces enunciadas en un modo constatativo, y que se caracterizan por su nitidez descriptiva: “El hombre al lado del río/ fue convirtiéndose en la silueta que ve en el agua/ donde arroja una piedra/ y la piedra tiene la capacidad al caer de hacer un/ círculo/ y de predecir el futuro”. El futuro del yo lírico es uno familiar, hogareño, luego de un desencanto profesional, del paso por un paisaje donde las piedras están relacionadas con el agua, de la reconsideración del cuerpo propio (y materno), hasta un nuevo lugar de residencia.
Los espacios de los textos oscilan entre interiores laborales y habitacionales urbanos de clase media y escenarios marítimos de playa. No parece ser el desencanto el tema central del libro, pero por cierto llama la atención la ausencia de encantamiento en la voz relatora, lo cual cobra aún más peso cuando pensamos que al final nos encontramos en la llamada Ciudad del Amor y que los poemas cuentan, entre otras cosas, la historia de relaciones, de la maternidad, de amores. París aparece como Un pueblo cerca de las nubes, así lo indica el título de la última sección, pero no es un país de las maravillas. Si las nubes se pueden leer como contrapunto a las piedras en cuanto a su ubicación, materialidad y comportamiento, la única referencia concreta a la ciudad es la iglesia del sagrado corazón, o sea un corazón de piedra, blanco e implacable, y “que vigila la ciudad/ y yo ya tomé la costumbre/ de deambular por este lugar”. Con la costumbre, las cosas se asientan, se arraigan, se tranquilizan: “la bronca también tiene raíces en el suelo/ a medida que adentra sus manos en la tierra/ pierde el miedo”. Los monstruos, fantasmas, el asombro, no desaparecen, pero parecen dominables, o al menos manejables, como el peso fatídico de las piedras mismas. En ese sentido, la nitidez descriptiva y el afán de consciencia intro y extrospectiva hacen que las constataciones de asombro no alcancen a la voz misma de los poemas:“ sabe que hay una piedra adentro suyo/ en el centro de su cabeza/ crece por momentos”. Luego de esas transiciones del yo, Piedras cierra con el deseo de disolución de las incertidumbres, fragilidades e inseguridades: “No lo sé, pero te veo cantar confiada sobre mí / con los ojos grandes, la sonrisa grande / todo es amplitud, no hay temor”.
26 de noviembre, 2025

Piedras
Laura Petrecca
Paripé Books, 2025
100 págs.
Crédito de fotografia: Sofía Villanueva.