La imagen de la poeta, tomada para el anuncio de una de sus lecturas, la muestra fumando, con un vestido Courrèges y peinado sesentoso, la mirada un poco ausente. No sonríe. Así aparece Anne Sexton en la tapa de Poesía completa (Lumen), edición bilingüe traducida al español por Ana Mata Buil. Contiene ochocientas páginas, trescientos cincuenta poemas, algunos nunca antes publicados, y un jugosísimo prólogo de Maxine Kumin, escritora que compartió con Sexton sus años decisivos. Más que prólogo, Kumin escribe un perfil extraordinario de la poeta sin ahorrarse críticas a los patriarcas literarios de la época (Robert Lowell, John Holmes) ni confidencias sobre su relación con Anne.
Como Sexton sufría alucinaciones y trastornos de memoria, su psiquiatra le aconsejó tomar notas de las sesiones. Así empezó a escribir, a los treinta y cuatro años. La ambigüedad de casi todos los vínculos, la presencia de un Dios de género indefinido, encarnado después en la frágil, pusilánime figura de Jesús, el persistente deseo de muerte y los malogrados intentos suicidas (¡Ladrona!, le grita en un poema a Sylvia Plath por haberse robado la escena), el sufrimiento físico y espiritual entrelazado con el goce son el núcleo radioactivo que mantiene toda su poesía viva, caliente.
El primer poemario, Al manicomio y casi de vuelta (1960), ya condensa los temas que la asediaban como asedian los traumas, a los que va a volver obsesivamente en cada uno de sus libros. El abandono durante tres años de sus hijas, Linda y Joyce, a quienes dejó tiradas “en una zanja”; su madre como rival, “la elegante entre los absurdos / y los raros”; un catálogo de hombres como figuras de autoridad y de salvación, omnipotentes, manipuladores y abusivos, incapaces de comprenderla pero de los que no podía prescindir, catálogo que incluye a un padre siempre “hasta arriba de whisky”, a Alfred Muller Sexton II (Kayo), su marido, “Ay, nazi mío / con tus ojos azul cielo de las SS...”; al doctor Martin Orne, quien la atendió durante siete años y luego la abandonó (“Claro que lo quiero / dios de nuestra ala, supremo príncipe de los zorros”); al poeta John Holmes, mentor y cruel detractor del rumbo confesional que había tomado la poesía de su alumna; a los cirujanos y médicos de la época (“mientras, obligada, permito que el guante lubricado me viole”).
Para Todos mis tesoros (1962), Sexton eligió un epígrafe de Kafka, aquello de “un libro debería servir de hacha para el mar congelado que llevamos dentro”. Muchos de sus poemas comienzan con un hachazo: “Sólo una vez supe para qué era la vida” (“Solo una vez”); “El fin de la aventura siempre es la muerte” (“La balada de la masturbadora olvidada”); “Una mujer que escribe siente demasiado” (“El arte oscuro”). Cuando se lo propone, escribe poemas largos y complejos en verso libre, donde da rienda suelta a una voz poética más narrativa que trabaja con imágenes surrealistas y lenguaje coloquial y una estructura de fragmentos numerados o titulados. Son poemas irregulares, deformes, que no siempre funcionan bien en la extensión, pero suelen contener un verso (o dos o tres) de alto impacto, hachazos, como la última línea de “Ganas de morir”: “y el amor, sea lo que sea, una infección”. Otros poemas, en especial los más tempranos, provienen de la tradición clásica del pentámetro yámbico rimado. Cuenta Maxine Kumin que Sexton “creía que las verdades más duras saldrían a la luz si tenía que cumplir un patrón estrófico, un esquema de rima, una métrica predominante”, como demuestra “La verdad que conocen los muertos”, elegía dedicada a sus padres en métrica estricta, rimada a b a b, muy difícil de traducir.
Incluidos en toda antología, “Menstruación a los cuarenta”, “Aborto”, “Coraje”, “Ganas de morir”, los hits de Sexton suelen funcionar como puerta de entrada y de salida para muchos lectores, que la ubican rápidamente dentro de los poetas confesionales, junto a Sylvia Plath y John Berryman. Pero Sexton desbordó esa etiqueta. Su obra, después de Vive o muere (1966), libro que le valió el Pulitzer, entró en una zona de libertad formal y apropiación de otros géneros no tan comentada ni leída como su veta confesional.
De Transformaciones (1971), Kumin señala que los cuentos de los hermanos Grimm eran la extensión lógica del material que había trabajado Sexton en el género confesional, pero esta vez con una capa de sátira social. Concentra la atención en el gran abanico de roles ficticios que desempeñan las mujeres: la obediente princesa, la bruja malvada, la madrastra. Las constelaciones familiares de los cuentos son historias que van desde exploraciones edípicas (“El príncipe sapo”), el abuso sexual paterno del tenebroso “La Bella Durmiente”, a la infidelidad. En los poemas irrumpen divertidas referencias a la cultura norteamericana; cuando Hansel y Gretel empujan a la bruja al horno: “Su sangre empezó a burbujear / como la Coca-Cola”. Y es magistral el verso de inicio de “Caperucita Roja”, una pintura de la sociedad norteamericana de la época: “Muchos son los impostores”. Sexton propone su versión de los finales felices: la princesa y su marido están condenados al final feliz, “una especie de ataúd, / una especie de depresión”. Transformaciones salió publicado con prólogo de Kurt Vonnegut y significó la consagración definitiva de la autora.
Confiada, pisando firme, abiertamente feminista, Sexton escribe El libro de la locura (1972) y Los cuadernos de la muerte (1974), libros extraños en los que pululan ángeles, salmos, escenas de Jesús (“Jesús dormido”, “Jesús cocina”, “Jesús mama”) y una serie de “furias” con bellos títulos que quizá no han recibido la atención que merecen: “La furia de los amaneceres”, “La furia de los huesos hermosos”, “La furia de los domingos”, el imperdible “La furia de las vergas”: “Ahí están, / colgando sobre las bandejas del desayuno, / Cuando cogen son Dios. / Cuando se separan son Dios. / Cuando roncan son Dios / Por la mañana, untan la tostada de mantequilla / No dicen gran cosa”.
Sus dos libros póstumos, El horrible remar hacia Dios (1974) y Calle de la Piedad, 45 (1975), pueden ser leídos como un regreso a la fuente, a los venenos predilectos, pero con una voz madura, sólida, lanzada hacia nuevos temas, como en “Después de Auschwitz“, respuesta a Adorno cargada de rabia y de impotencia. De los poemas póstumos que trae la edición de Lumen vale la pena leer “Consejos para una persona muy especial”, donde escribe “cuidado con el amor (salvo que sea verdadero y toda parte de vos diga sí, incluso los dedos de los pies)”, y “Carta de amor escrita en un edificio en llamas”.
Con una crudeza a la altura de la estética que practicó su amiga, Maxine Kumin narra los últimos días: “Cuando tomaba Thorazine engordaba, se ponía hipersensible al sol y se quejaba de que el cansancio no le permitía escribir. Sin medicación, volvían las voces. A medida que se hizo más dependiente del alcohol, los sedantes y los somníferos, los brotes depresivos se volvieron más frecuentes. Pidió el divorcio, lo consiguió, pero descubrió que vivir sola la sometía a niveles de ansiedad insoportables. En la primavera de 1974, tomó una sobredosis de somníferos y más tarde me reprochó por haberla ayudado a abortar aquel intento de suicidio. En esa ocasión se prometió que la próxima vez que atentará contra su vida no le avisaría a nadie. Así lo hizo, apenas seis meses después”.
María Negroni sostiene que el suicidio de Anne Sexton actúa como advertencia: esperar compensación del trabajo creativo, del tipo que sea, es un error: no existe consuelo para lo que se vivió. Los libros de Sexton, saturados de ansia de muerte y notas suicidas, evitan preguntas inútiles. También ofrecen alguna que otra escena con la que tal vez a ella le gustaría ser recordada: “Bebo los martinis de las cinco / y ataco esta página seca como una dura / cabra”.
Poesía completa
Anne Sexton
Prólogo de Maxine Kumin
Traducción y prefacio de Ana Mata Buil
Lumen, 2024
832 págs.