La odisea, aquel relato épico atribuido a Homero y proferido por incontables rapsodas a lo largo y ancho de los maltrechos caminos de la Grecia Antigua, suele ser considerado, por razones largamente estudiadas, como uno de los textos fundacionales de la literatura occidental. Quisiera remarcar, en particular, el celebrado e incansablemente reescrito tópico del viaje: Ulises (u Odiseo, si se persigue el linaje griego), luego de haber luchado diez años en la isla de Troya, regresa –bastante dificultosamente, claro– a Ítaca. En el trayecto supera una serie de aventuras fantásticas que sólo su capacidad retórica será capaz de enunciar: los encantamientos de la bruja Circe, el hechizante canto de las sirenas, el salvajismo del cíclope Polifemo, el descenso al Hades. Pero se puede hacer frente a todos los males, incluso descender al infierno y volver navegando por el interminable Mediterráneo, porque tanto Penélope y Telémaco –mujer e hijo– como la investidura de rey aguardan su regreso, el nostos del héroe. Retorno merecido y justificado, puesto que Ulises ha cumplido con sus requerimientos de hombre griego y aristocrático: ha utilizado no sólo sus trucos discusivos sino también la violencia física en pos de la victoria bélica, ha vivido –como nos recuerda Alfonso Reyes– cerca de la naturaleza y de las cosas humildes y ha llorado, sin ningún tipo de prurito, cuando ha sido pertinente.
En Final de obra, el autor y traductor platense Jorge Goyeneche propone un viaje inmóvil, recorriendo el mar de pensamientos, rumias, angustias, lecturas, proyectos y anhelos que un poeta-obrero debe atravesar –mientras carga con (el teatro de) su propio cuerpo– para construir la casa familiar. “Todo sin plano, únicamente plan de mudarse / cuanto antes casi como sea lejos de la ruina prestada. / Vivir allí los seis, por fin”. A diferencia de Ulises, que vuelve, en un punto, satisfecho de sí mismo –quiero decir, del sentido de su obrar–, este artista debe finalizar su obra (la casa, la novela, el poema) para justificar(se) ante los otros y demostrar(se) que hay, después de todo, una meta –quiero decir, un sentido–. Porque si algún héroe sobrevive al remar absurdo de la existencia es aquel que, estoico en su persistir, se construye: nada de príncipes angelados por el soplo divino del Olimpo. Como escribiera Arlt, antes que inspiración, prepotencia del trabajo: ésta es la condición de la literatura, la condición de la vida.
Con momentos fuertemente narrativos, los versos libres de Final de obra van edificando las diversas instancias del poema-casa. El libro se estructura por partes: se inicia con la mezcla del “Concreto” –primero de los capítulos–, continúa por la contemplación de “El lote” hasta terminar, luego del uso de “Los materiales”, entre otros, con el simulacro de un fin de obra en "El techo”. En el principio, el poeta mezcla el concreto con dificultad, atosigado de preocupaciones respecto de su propia praxis: “¿Qué hace un poeta mezclando en un rincón frio de la casa sola / nueve baldes de arena, tres de cemento, tres de piedra y agua / helada? /Tal vez mata sus culpas o apenas las mezcla y cree /que obtendrá otra cosa, más sólida”. Resuena en Goyeneche aquella vieja pregunta de corte sartreano, que aterrizó incómoda en el campo argentino y provocó el malestar utilitario en varias de sus esferas: ¿Para qué sirve la literatura? ¿Qué puede –y debe– lograrse con ella? Resuena, creo, pero reescrita y actualizada; esto es, modificada, re-construida en el terreno de una sociedad en la que la figura del intelectual comprometido ha desaparecido, y en el que la mentalidad productiva puede concebir únicamente como materiales expresivos y artísticos a los materiales de la construcción.
Ilustración de Juan Carlos Comperatore
¿Es suficiente, en el mundo de hoy, con ser poeta o novelista? ¿Con qué alimento provee un artista a su familia? El poeta albañil fusiona sus voces, sus dolores, sus penas, sus miedos, su talento (“El alma es también fuerza motriz”, escribió Mayakovski), para levantar una casa, una obra, una identidad propia y ser, así, la elaboración que de sí mismo haga con sus propios materiales. El retorno definitivo al hogar de este working class hero, satisfecho por un proyecto enteramente concluido, está, sin embargo, condenado a naufragar: en un mundo de productos y resultados, la escritura artística y la subjetividad no son sino procesos en perpetuo movimiento y transformación. ¿Cómo volver, entonces, al terreno rentado, a la familia expectante –cómo dar la cara (la expresión es de David Viñas)– luego de una jornada laboral/intelectual sin ningún resultado concreto que exhibir? Y a sabiendas –a falta de males– de que el regreso por el mar de urbe desacralizado y deshumanizado, contaminado por los escombros del capitalismo, acarrea un castigo mitológico-existencialista: “Y aún falta volver. / Odisea sin dioses, sin cíclopes, / solamente olor a sudores y bufidos / de gente agotada por las leyes / del mercado. Todos tan apretados y desiertos / de ánimos que ni deseos de odiar conservan. / ¿Para qué tanta gana de volver, si lo mismo ocurrirá mañana?”
Goyeneche se mantiene ajeno a una idealización romántica o revolucionaria: el trabajo duele, pesa; el trabajo bruto –acarrear los materiales, bolsas de cal y cemento de cincuenta kilos– embrutece, estrecha la mirada y el pensamiento y pareciera ocuparlo todo. No hay descarga ni expiación de tentaciones; no hay catarsis, sino liso y llano agotamiento. El “heroísmo de albañil improvisado” zozobra y el puerto de llegada ni siquiera se divisa. “Está nadando en un mar sin horizonte, tragando agua, / braceando en la oscuridad del ahogo”. No obstante, es gracias a esa realidad concreta e indiscutible –al contacto bruto con los materiales–, que emergen a la superficie trazos, ideas, sentimientos, que servirán como basamento de la literatura. “Y sin embargo / entre golpe y golpe aflora alguna idea, un personaje, una emoción especial que escribirá luego”.
El prolongado viaje de Ulises y su insistente demora –necesaria para demostrar su espíritu aventurero y sus atributos (y trucos) humanos– tienen un arribo preciso, un final feliz: la llegada a Ítaca, la muerte a los pretendientes de Penélope, el reconocimiento de su mujer. El poeta-novelista-trabajador, muy por el contrario, se concibe como experimentación y construcción permanente, ése es su destino. Y con él deberá lidiar, porque es todo cuanto puede ofrecer a su familia. En suspenso queda el punto final de la construcción (“Ilusorio final de obra”) dado que no hay reposo para las fuerzas que, luchando entre sí, entremezclándose, motorizan este work in progress que es la vida de un poeta obrero.
2 de enero, 2019