Sufrir, sufrimos todos. Hacer algo productivo, valioso, con el malestar, la angustia, la depresión, es, claro está, asunto muy, muy distinto. En Poetas del dolor, la traductora y académica Renata Prati (Bs. As, 1989) compila poemas de cuatro mujeres de renombre –Emily Dickinson, Virginia Woolf, Sylvia Plath, Linda Pastan– que supieron hacer migas con el sufrimiento. Y que, al mismo tiempo, tenían en claro –muy en claro– que con sufrir no basta para hacer literatura.
Más allá de las versiones, reversiones y mitos oscuros alrededor de sus vidas, es el trabajo poético sobre el dolor lo que las nuclea en este libro, asegura Prati en la introducción. Y, por otra parte, si bien el dolor –el dolor llano, sin elaboración de ningún tipo– formó parte de sus vidas, no es, no puede ser, aquello que las singulariza ni las define.
De las cuatro poetas escogidas, dos de ellas (Woolf y Plath) son célebres suicidas. Esa celebridad, para Prati, comporta un empobrecimiento y una marca peyorativa que la historia pergeñada por el discurso patriarcal enrostró especialmente al género femenino. Mientras que en los poetas masculinos el dolor puede considerarse como atributo relativamente positivo, en las mujeres “la asociación trabaja más bien como un modo de reducirlas a síntoma, de quitarles méritos a sus obras y dimensiones a sus vidas, de encasillarlas y fijarlas, cuando no es directamente una forma morbosa de explotar su sufrimiento como espectáculo”. Hacia la reivindicación de la obra y de la vida –de la mano de Eleonora González Capria, Sara Ahmed y Audre Lorde– se dirige Prati, con un breve corpus poético de las autoras en cuestión y un ensayo final de Virginia Woolf: “La enfermedad como experiencia”.
Con la sintaxis enrarecida, atestada de guiones y mayúsculas, la brevedad de Dickinson dice lo suyo sobre lo colectivo del dolor: “Anotar –de la Cruz– las formas –/ Y cómo cada cual las porta– / Me sigue fascinando suponer / Que Algunas –se parecen a la mía–”. Por su parte, lejos de toda idealización de los años mozos y de los clichés que suelen aferrársele, la infancia es para Pastan la patria de la que emerge el infierno (la prisión) de la mirada ajena. Escribe en “Una vieja canción”: “Qué fieles son nuestros demonios de la infancia: / envejecen en casa a nuestro lado, / como sirvientes que sazonan la carne / con amargura, o carceleros / que agitan las llaves / de todas nuestras jaulas”.
Para el amor, la tragedia y las cavilaciones filosóficas, asegura Virginia Woolf, el idioma inglés tiene, cuanto menos, el registro y las palabras de Keats y de Shakespeare. Ahora bien, ¿cómo decir una fiebre alta, altísima? ¿Cómo nombrar un temblor, una migraña inescrutable? “No es solo un nuevo lenguaje lo que necesitamos –más primitivo, más sensual, más obsceno–, sino una nueva jerarquía de pasiones”, declara Woolf en el ensayo final. Elaborar este tipo de dolor –que perfora el cuerpo sólido y desemboca en el vacío de sentido–, demorarse en él, para transmutarlo en signo poético; quizá aprendamos así, más tarde, más temprano, algo de él. Sin olvidar, desde luego, que mirarse las cicatrices, como escribió Sylvia Plath, tiene un precio.
17 de abril, 2024
Poetas del dolor
Emily Dickinson, Virginia Woolf, Sylvia Plath, Linda Pastan
Selección, traducción y ensayos de Renata Prati
Omnívora, 2024
128 págs.