Voluntad, deseo, amor, aceptación: todo eso en una misma palabra y en un mismo libro. Significados que se dispersan a lo largo de las páginas y los poemas, y que el corazón reúne bajo el pulso. Connotaciones que conviven en el tono y en la apelación a lo otro que late en el afuera, eso hacia lo que la voz va. Música polivalente que emerge del cuerpo atravesado por la radiación del mundo que habita la prosodia de la lengua. Esas son las sensaciones que se disparan cuando el lector ingresa a la clave de este canto, porque cada poema convive en la urdimbre de una sonoridad mayor a la suya y conforma una tela en la que las fibras suenan siempre en coro, por más que tomen la posta a su turno.
Desde siempre la poética de Alejandro Crotto encontró en la mística –principalmente la española– una de sus fuentes, pero en Francisco–un monólogo dramático– la llevó a un primer plano. Dentro de Quiero, esa influencia continúa, aunque bajo la forma de un lirismo suelto de cuerpo y palpitante en el presente. Más allá de las evocaciones directas (como en los cuatro brindis de santos y profetas) o indirectas (“El sol me seca la muerte” o “Verdades del panal”), la voz no acude al drama mediante el soliloquio o el monólogo, sino que habla desde su contacto con el mundo, como si al estrecharse con el suelo los pies tuviesen la oportunidad de sentir “esto en mí que soy yo y que no es mío, / esto en mí como el agua y el río”.
Conjuntamente, la música se aligera y se afina al punto de brillar de sutileza. Ese despojo y esa asunción liberada del yo convocan una claridad intensa en los versos, que, sin importar su carácter (de arte menor o mayor), suenan siempre con la limpidez y la dulzura del cancionero atesorado de la lengua. Se escucha en ellos la profunda diafanidad machadiana (“la voz donde ríen / las palabras que dicen la verdad” o “llenate de sol, que las palabras / también están queriendo que las abras”) y el gozo físico y espiritual de San Juan, Sor Juana, Lorca y Hernández (“es ver y oír mezclado, es viento dibujado” y “esto en mí, una sed que despacio / va creciendo a la vez que la sacio”).
Así, la sólida composición métrica que prima en Abejas, Chesterton, Once personas y algunos pasajes de Francisco, se transforma y se expande en delicadas piezas de cámara, con la diferencia de que, en vez de destinarse a un espacio reducido, son tocadas a cielo abierto, bajo el sol, al pie de los arroyos, entre montañas. Ese movimiento de gracilidad pule lo dicho hasta colocarlo en la corriente de otra gravitación (“Yo simplemente soy el lápiz / con el que a veces Él dibuja justo al borde / de unos labios tirantes un principio / de sonrisa. Eso basta”) y el poeta, en tanto sujeto, va diluyéndose hasta casi perder corporalidad, hasta lograr dejar a descubierto su soplo de entrega, su lance hacia lo abierto (“A veces una hormiga / se asoma por mi boca / y mira sin apuro las estrellas”).
Desde un paisaje in illo tempore (un érase una vez mítico y bíblico), se ejerce esa voluntad y ese deseo por ir al más allá que está en las cosas (“Este viento me cruza y me enamora / y lo que dice en mí lo dice ahora”). Es la naturaleza desnuda y el cuerpo desplumado en ella: “El cielo, sí, y el sol, pero no el sol / que ciega nuestros pobres ojos, / sino el cielo y el sol cuando tocan la piel. Eso hacia afuera, en un placer de hojas”. Ahí ocurre el amor y se formula la aceptación (“Mientras iba trepando / recordé una cuestión: la del tesoro // que es a la vez un mapa. Y entendí”) y solo en el recorrido infernal que la voz emprende dentro de sí misma existen dudas, rechazos y negaciones (“Cuatro visiones frías”). El descenso dantesco se transforma entonces en el espejo de los propios miedos, y de modo goyesco, el condenado condena a su juez preguntándole: ¿qué son los monstruos sino aquello que no podemos reconocer? Las tinieblas no están en lo distinto, sino en el juicio: esa es la lección del poema. Para salir de ellas basta alzar los ojos hacia lo otro, “desde el sol íntimo hacia el sol de afuera”.
“Fueron carozos estas ramas, / estas flores haciéndose ciruelas / con carozos adentro de un latido / que es además el sol quemándose”, reza una de las “Verdades del panal”. Con esto se cierra la grieta entre lo externo y lo interno; la rugosidad y la fealdad del carozo resultan la llave vital del tronco, de las ramas y la flor, y en ellas se transforma en tersura el erróneo desprecio ante su monstruosidad. “Quiero escuchar sin entender mil veces”, nos confiesa la voz, “al principio quizá resulte vago, / pero dejen que el pulso los alcance”. Confiar en la música que se asoma a nuestra boca “como una hormiga que sonríe y menea la cabeza”, entregarse al “corazón que nace si me quito”, sería otra forma de decirlo.
7 de febrero, 2024
Quiero
Alejandro Crotto
Audisea, 2023
72 págs.