Todos hablamos de Quino. Esa característica devoción por las necrológicas, que nos alivia a veces de la aspereza del debate, inundó las redes, los periódicos, la tele y las conversaciones cotidianas. Como ingrediente apetecible están los recuerdos de niñez y adolescencia, una excusa que nos ubica cómodamente lejos de hoy, tan útiles para escondernos o esquivar las acusaciones y estigmatizaciones virulentas a las que estamos acostumbrados frente a hechos coyunturales (aunque parecieran querer convertirse en imperecederos).
Pero Quino ha circulado siempre por otro carril más ligado a lo perdurable. ¿Una forma de evitar definiciones sobre la actualidad? Podríamos reflexionar entonces sobre el tan cacareado compromiso de los artistas. ¿Debe el escritor/pintor/músico saltar al barro de la lucha y enlodarse o puede preservarse y encerrar sus miedos al compromiso en la torre de cristal? ¿Son las dos únicas actitudes? Estas preguntas admiten también peleas en las respuestas. Parece que no tenemos otro procedimiento de argumentación.
Quino, claramente, fue un artista, no un chistoso. En todo caso un dibujante del humor (esa cara amable de la desesperación). Y como tal, tuvo una mirada que no fue vuelo bajo de gallina, limitada en el tiempo y el espacio, sino de recorrido histórico y percepción social y psicológica de pueblos y etapas. Un artista, sensible a los aires de los momentos que iban y vendrían, que vivió su período natural de mayor capacidad creativa en un país sometido a los sucesivos terremotos de mayor y menor destrucción institucional que fueron los golpes militares, los desmoronamientos democráticos, la incertidumbre fangosa.
No es necesario caer en el extremo de suscribir tanto al determinismo mesológico a la manera sarmientina, ni a su coetáneo el determinismo histórico, para buscar una explicación a lo que sucedió con la mayoría de quienes crecieron en nuestro país en el siglo pasado, en especial con aquellos pájaros que usaban los mineros o los primitivos submarinistas para que registraran antes la falta de oxígeno (con ellos comparaba el sospechoso Virgil Gheorghiu a los artistas). El caso de Joaquín Salvado es evidente: fue hijo de españoles republicanos que vinieron en 1919 y sufrieron día a día la guerra civil ("cada ciudad que caía en manos de los franquistas era una llorera para todos"), pasó su niñez en una casa donde reinaban las banderas de la república y tejían ropa para los refugiados, fue testigo de golpes militares intermitentes, que no dieron tregua a una democracia previsible y estable, de enfrentamientos que no llegaron a la guerra civil porque la población no se sumó a los azules y colorados de turno, hasta llegar a la culminación del horror instalado en el poder nacional (y latinoamericano) cuando Quino tenía entre cuarenta y cincuenta años.
Se opuso al fascismo en todos sus formatos visibles o disimulados, e hizo de la libertad algo más que un personaje simpático, y del rechazo de la sopa, una metáfora de las órdenes ridículas y consuetudinarias. Son destacables la síntesis y la palabra justa, su mirada cervantina, esa manera de tratar de entender a los demás, tal vez porque observaba el devenir histórico social más que la noticia de la hora, y comprendía que los problemas importantes son universales y eternos: el consumismo, la opresión, la violencia. Aunque se definía socialista, nunca fue orgánico ni fanático, sino simplemente democrático, pacifista, una especie de coautor de Imagine; ni siquiera ateo, se decía agnóstico porque para ser ateo hay que demostrar la inexistencia de un Dios (que con magnífica ironía le dio a la vez los dibujos y la noche). Solitario y tímido, podía ser amigo, maestro o discípulo de quien mereciera esos afectos variados, independientemente de la filiación político partidaria.
Rara avis dentro del estrellato de soberbios, acomodaticios o mediocres.
7 de octubre, 2020