Siempre que los lectores voraces se las ven por primera vez con un autor consagrado emerge ese terrible interrogante: ¿por qué libro empezar? Si ese autor es Thomas Bernhard (1931-1989), a la duda previa (¿ir con el más célebre, El sobrino de Wittgenstein? ¿o tal vez con Sí, de extensión más manejable?) se agrega un temor específico, a equivocarse feo y lamentar la compra, alimentado por la fama que se le endilga tanto al autor –la de ser atormentado y deprimente– como a su escritura –monótona y farragosa, cuando no inextricable–.
Para su fortuna, aquellos lectores que se topen con los Relatos autobiográficos (Anagrama, 2023), compendio de cinco textos aparecidos en forma independiente en castellano a lo largo de la década de los ochenta, obtendrán una pista inequívoca de su prologuista y traductor, el celebérrimo Miguel Sáenz, quien los considera “la mejor introducción posible (e indispensable) para conocer a Thomas Bernhard”. Y en efecto, en esas más de cuatrocientas páginas repletas de tinta, donde no hay otro reposo visual que el que toleran el interlineado y los márgenes reglamentarios, se congregan las bases de un sistema de pensamiento –la Weltanschauung bernhardiana– y el cultivo infatigable de una forma para la escritura, que constituye un “sello de autor” y una ética literaria: yuxtaponer escenas o fragmentos de recuerdos, intercalarlos con opiniones y reflexiones críticas, pero sobre todo escribir sin parar, en exceso, repitiendo lo ya escrito o exagerando el uso de las bastardillas, desterrar de la grafía al punto y aparte, como quien arma un rompecabezas sin interrupciones, encastrando una pieza con otra hasta acabar con la imagen buscada, o como quien improvisa sobre un motivo musical que fuera infinito.
“El origen”, “El sótano”, “El aliento”, “El frío” y “Un niño” se presentan en este volumen en el orden en que fueron publicados inicialmente, pero los episodios allí narrados sólo respetan la cronología hasta el último relato, cuyos hechos históricos preceden, paradójicamente, al primero. Ahora bien, en relación con lo autobiográfico, conviene ya mismo aclarar que quien habla, en el texto, es Bernhard, pero un Bernhard entre comillas. Es decir: no hay ningún elemento que haga suponer que los lugares y personas allí referidos no sean verídicos; a la manera del memorialista, el yo jamás es abandonado por el autor austríaco. Sin embargo, ese yo-narrador reconoce sus propias limitaciones (los sucesos se anotan con el deseo de ser “verídico y claro”, mediante “indicaciones de pensamientos y sensaciones” que se enuncian en el presente pero remiten al pasado, y en cuanto tales, “se componen de miles y miles de jirones de posibilidades de recuerdo”), y por lo tanto se concede una licencia para la inventiva, a punto tal que Bernhard dirá que ha llevado siempre dos existencias, una “próxima a la verdad” y otra “fingida”.
Sea como fuere, en “El origen”, por ejemplo, se reconstruyen las vivencias (verdaderas y/o fingidas) de Bernhard como estudiante secundario en Salzburgo, ciudad que para 1975 –según se nos informa en el epígrafe– ostentaba la tasa de suicidios más alta de Europa, un récord funesto que en parte se justificaría por los estragos sufridos por su población durante la segunda guerra mundial (blanco de los bombardeos aéreos de las potencias vencedoras) como consecuencia de la anexión de Austria a la Alemania nazi. Es en aquella Salzburgo devastada material y moralmente, y en la atmósfera opresiva de la “catastrófica máquina mutiladora del espíritu” que fue una educación impartida, primero, por los funcionarios del nacionalsocialismo, y más tarde, por unos igualmente severos sacerdotes católicos, que Bernhard reconoce el origen de un estado espiritual y anímico que jamás lo ha abandonado. ¿Cuáles serían las características de ese estado? Por empezar, la disyuntiva vida/muerte aparece como un factor de tensión que condiciona la existencia. En pocas palabras, para Bernhard, vivir equivale a cumplir una pena, y en ese establecimiento penitenciario que es el mundo, donde la condición natural del ser humano es el sufrimiento, las posibilidades de libertad son tan irrisorias que a veces se reducen a suicidarse o dejarse morir. Así como suena. Son esas las alternativas barajadas por Bernhard cuando decide abandonar el instituto escolar a los quince años para ingresar como aprendiz en una tienda de comestibles en un subsuelo de Scherzhauserfeld, poblado salzburgués “de presidiarios y de alcohólicos y, realmente, de presidiarios alcohólicos”, abordado en “El sótano”. Pero es precisamente la elección de ese trabajo en aquel “gueto criminal” –hay ahí un empecinamiento por parte de Bernhard, de ir en la dirección opuesta a la que el mundo le deparaba– el primer gran acto de libertad, un acto que representará un “giro radical” en su existencia.
En realidad, las cosas empeoran para el joven Bernhard a partir de allí. El contacto más estrecho con la muerte y la comunidad del sufrimiento se narra en “El aliento” y “El frío”, dos relatos que evocan la internación en Grafenhof, un establecimiento para pacientes con enfermedades neumológicas (secuelas naturales de las hambrunas de posguerra). Con dieciocho años de edad, en un estado crítico de salud –creado en buena medida por un tratamiento hecho sobre la base de un diagnóstico errado de tuberculosis que dará pie a una serie de anatemas contra el aparato médico: la conceptualización de las instituciones sanitarias como “centros de producción de muerte”, de los medicamentos como “medios de defunción”, entre otros–, Bernhard hablará del enfermo como un clarividente y de la enfermedad como el estado en el que es posible alcanzar el mayor grado de conciencia sobre sí y sobre todo lo que existe. Como vemos, otra vez de cara a la muerte, Bernhard elige vivir y, de hecho, desde el momento en que toma esa decisión, como por obra de un voluntarismo mágico, comienza a curarse.
A lo largo de todos los Relatos autobiográficos Bernhard se encontrará en esa encrucijada que tiene a la muerte de un lado y a la vida del otro. La tentación del suicidio, por ejemplo, es una constante;la idea se instala desde la infancia, de la mano de su abuelo materno, que dormía con una pistola debajo de la almohada, y amenazaba permanentemente con pasar al acto (“era la especulación a la que con más pasión se dedicaba, y yo la he asumido”). Pero como buen neurótico obsesivo que es, Bernhard nunca llega a darse muerte, sino que se aferra a la vida “aunque sea tan horrible y mediocre, tan repulsiva y vil, tan mezquina y abyecta”.
Son escasos los paliativos para el hastío y la melancolía que campean en los Relatos autobiográficos. En la época del internado, gracias a la influencia de su abuelo (que siempre incentivó su vocación artística), la música se le aparece a Bernhard como una forma de belleza, pero en tanto que alumno él se muestra remiso a la disciplina de su profesor de violín, y antes que una fuente de placer, aquélla se convertirá en la banda de sonido de las penas. En su etapa de convaleciente, de a ratos, la escritura de poesía será un refugio, pero falta mucho para que Bernhard se aboque de lleno a la literatura.
El retrato de familia que se bosqueja con trazo grueso en “El origen” termina de delinearse en “Un niño”, donde Bernhard recoge sus recuerdos más tempranos, hasta el inicio de la pubertad. En esa fotografía hay figuras laterales, como un tío comunista que, aunque se dedicaba a pintar cartelería para comerciantes, era reconocido como un artista, e incluso como el “genio de la familia”; un camarada suyo, que terminará siendo el tutor y padre de crianza de Bernhard; una abuela que trabajaba como comadrona... pero los personajes estelares, los más recurrentes, son la madre –por parte de quien Bernhard nunca se sintió amado, como quien era el fruto podrido del hombre que la abandonó– y el abuelo, el principal responsable de la formación intelectual del niño Thomas (“me salvó del embrutecimiento y del desolado hedor de la tragedia terrenal”), el sustituto de un padre con fama de maleante, a quien Bernhard nunca conoció, ni supo gran cosa más allá de que era hijo de agricultores, trabajaba como ebanista, y que había prendido fuego la casa de sus padres para luego huir de Austria. El abuelo fue entonces el modelo a seguir: escritor él mismo, será para Thomas un ejemplo de voluntad artística (se levantaba todos los días a las tres de la mañana para sentarse a trabajar) y, por esa misma causa, del más ilustre fracaso: jamás había ganado dinero, vivía a expensas de su esposa y sus hijos, y se había pasado treinta años escribiendo una novela por la cual recibió un premio, su primer y único éxito. Con el dinero de ese premio se pagaron las clases de violín del nieto.
El abuelo también solía decir que todo lo que se escribe es una insensatez, prédica que Thomas hará suya, al igual que su idea del fracaso como constante existencial. Y acaso en ese empecinamiento en seguir escribiendo en medio de una falta total de sentido (porque “incluso en el fracaso puede reconocerse la grandeza”) radica el genio de quien hoy es una de las personalidades literarias más reconocidas de la literatura europea del siglo XX.
11 de diciembre, 2024
Relatos autobiográficos
Thomas Bernhard
Traducción y prólogo de Miguel Sáez
Anagrama, 2023
432 págs.