Este ensayo fue publicado originalmente en The Yale Review, volumen 83, número 3 (1995).
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El sapo de terracota en el jardín; las uvas de cera en el escaparate de un negocio; la espada de Napoleón, sus pantalones, su escritorio y su montura en una película épica; el abedul artificial cuidadosamente descortezado en una maqueta del museo de historia natural; los caimanes robotizados del paseo de la jungla en Disneylandia; la mujer severamente hermosa con anteojos de sol y vestido de lana negra que está parada cerca del local de ropa interior como una musa melancólica y que resulta estar hecha de fibra de vidrio; el papel amarronado y quebradizo de la Declaración de la Independencia en la tienda de regalos del museo; el pato mecánico de Vaucanson (1742), que tomaba agua por el pico y ejecutaba movimientos precisos con su cabeza y su cuello; la reproducción de la taberna de P. C. Clarke's en el sótano de Macy's; la figura de cera de Madame Tussaud que miraba de pie en una exhibición de Madame Tussaud mientras la verdadera Madame Tussaud se sentaba en un sillón a la entrada del museo a cobrar los chelines de la admisión; las cabezas guillotinadas de Luis XVI y María Antonieta en el local de Wanamaker durante la exposición sobre la Revolución Francesa que se llevó a cabo en 1906; todas las Venus de Milo, todos los Apolo de Belvedere y todos los David de Miguel Ángel en todos los talleres de arte, parques públicos, cementerios con paisaje, museos de pueblo y mansiones de los Estados Unidos; las aldeas samoanas, javanesas y alpinas en las ferias mundiales de finales del siglo XIX ─todos ellos pertenecen al mundo juguetón e inquietante de la réplica, ese mundo secundario de objetos cuyo único propósito es parecerse con exactitud a otros objetos. Según cómo se las mire, las réplicas ni siquiera existen, ya que su ser deviene entero de otros objetos, o tienen una vida aumentada y hasta doble, que no sólo las incluye a ellas, sino también a aquello que imitan. Todo puede ser replicado: una mariposa, un castillo, un cuadro, un hombre. Pero qué son en definitiva estos objetos secundarios que invaden nuestro mundo en números cada vez mayores, para entretenernos y, a la vez, quizás, secretamente, para cuestionar nuestro mundo. ¿Cómo respondemos a ellos? ¿Cuál es la estética de la replicación?
Para empezar, una réplica es un objeto embrujado. Lo persigue la idea de un segundo objeto, el original, al que refiere sin pausa. En este sentido, debería distinguirse a la réplica de objetos meramente múltiples como las latas de sopa y las cajas de cereal, y también de la falsificación, que pretende sustituir al objeto original, adjudicarse un estado ilegítimo. Una falsificación se vuelve réplica al instante de ser expuesta, y entonces sólo se diferencia de la réplica auténtica gracias a nuestro conocimiento de las intenciones de su creador.
Como por naturaleza busca parecerse a otro objeto, la réplica suele caracterizarse por su meticulosidad en el detalle, por una precisión erudita o fanática. En la medida en que esa precisión se aleje del original, el nuevo objeto fracasará como réplica. En un objeto original ─un laúd, digamos, o una catedral─, los detalles más diminutos son parte de lo que lo distingue de los demás objetos de su clase. Son parte de su singularidad. En la réplica, sin embargo, la atención al detalle sirve a un propósito que de original no tiene nada. Por lo tanto, puede pensarse a la réplica como un acto de radical falta de originalidad: una falta de originalidad refinada a partir de un método y presentada como un triunfo. El arte de la replicación subvierte la idea romántica de la originalidad al insistir en la imitación total; el más mínimo desvío hacia la originalidad es una señal de fracaso.
Pero si una réplica no existe por derecho propio, sino sólo en relación con otro objeto, y si se prohíbe a sí misma cualquier gesto que no sea la mímesis, ¿cuál es nuestra respuesta a ella en tanto objeto? ¿No debería ser la misma que destinamos al original, con la única diferencia de que en este caso sabemos que se trata de una réplica?
Imaginemos que Juan admira una determinada pintura en un museo. Visita el museo año tras año, estudia esta pintura y disfruta de ella, se familiariza con todos sus detalles. Un día el curador le informa que la pintura es una falsificación ─la obra original está en una colección privada en Nantes. La evidencia académica, basada en un análisis químico, es concluyente; Juan no la discute. Mi pregunta es: cuando Juan ve ahora la réplica, ¿su experiencia estética es de algún modo distinta a la que tenía antes de que se enterara del secreto de la pintura? ¿O es algo más lo que cambia debido a esta nueva información ─por ejemplo: la respuesta moral de Juan al cuadro?
Todo hace pensar, al principio, que su reacción ─su reacción estética─ debe mantenerse intacta. Al fin y al cabo, la pintura se mantiene intacta. Sigue conteniendo las mismas formas y los mismos colores, sigue imprimiendo en la retina de Juan una imagen invariable que a su vez evoca en el cerebro de Juan un patrón invariable de impulsos eléctricos. Puede que a Juan lo enfurezca el engaño, hasta puede que la pintura ya no le guste, que ella ahora esté contaminada por la idea de su falsedad, pero estos sentimientos son un anexo a su percepción de la pintura y constituyen una respuesta moral que no accede al reino de las consideraciones rigurosamente estéticas. Es más: la pintura replicada ha sido hecha con tanta habilidad que, si Juan viera la original, no podría distinguirla de su copia. La pincelada más microscópica ha sido emulada con fidelidad; sólo el análisis químico muestra las discrepancias. ¿La respuesta estética de Juan no debería conservarse tal como era al inicio?
Quiero postular que no, que de hecho no puede conservarse como era. Es verdad que las sensaciones puramente físicas de Juan con respecto al cuadro se mantienen iguales. Y es verdad que, en cierto sentido, su respuesta estética ─su evaluación de esas sensaciones con respecto a cierto criterio de belleza, armonía de partes y unidad de diseño─ necesariamente se mantendrá también. Pero en otro y mucho más crucial sentido, la respuesta estética de Juan se alterará cuando sepa que ese cuadro es una copia. Más allá de cualquier sentimiento de traición, decepción o enojo, ahora Juan tiene que evaluar el cuadro de una manera decididamente diferente. Las formas y los colores permanecen, pero ahora está obligado a considerar cuán exitosamente esas formas y esos colores imitan las formas y los colores originales. Un nuevo criterio ha nacido ─uno que estaba ausente cuando la presunción de originalidad aún no había sido desafiada. Puede que Juan odie la idea misma de la copia, pero debe reconocer, e incluso admirar, la habilidad con la que se ha imitado el original. Es la incorporación del original, de la idea de un original, lo que ha cambiado definitivamente el modo en que Juan mira el cuadro. El cuadro ha sido embrujado; ya sólo puede ser considerado en relación con otro objeto.
Este ejemplo lleva a una contemplación más profunda. Aunque la respuesta estética de Juan al cuadro cambia cuando se entera de que es una copia, el cuadro siempre ha sido una copia. Pero no ha sido revelado como copia desde el principio; al principio pretendía ser un original. Mientras esa pretensión fue exitosa, Juan apreció el cuadro como si fuera un original, no como si fuera una réplica ─la apreciación de la réplica siempre incluye el conocimiento de que el original ha sido replicado. Una réplica puede ser apreciada sólo si se presenta a sí misma como tal; caso contrario, estimula una respuesta diferente, la que suscita un objeto que no es una réplica.
En suma, se pueden afirmar tres cosas sobre todas las réplicas:
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Una réplica necesariamente existe en relación con otro objeto. No puede ser pensada con independencia de esta relación.
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Una réplica es exitosa en la medida en que imita al objeto original. Todo lo que no sea una imitación exacta es un fracaso; cuando se alcanza cierto grado de fracaso, el objeto deja de ser una réplica.
- Como una réplica existe sólo en relación con el objeto que imita, no puede presentarse a sí misma como un objeto original. Por lo tanto, tiene que encontrar la manera de revelar que es una réplica.
Vale la pena avanzar sobre este último punto. Si una réplica es tan exitosa que nos induce a pensar que es el objeto original, entonces ya no respondemos a ella como si se tratara de una réplica, sino de un original. No es más una réplica, sino más bien un falso original. Sin embargo, si la razón de ser de una réplica depende enteramente del grado de éxito que tiene al imitar un objeto, ¿cómo puede dejar de engañarnos? O, para decirlo de otra manera, ¿cómo puede una réplica evitar el desafío de la imitación exacta sin dejar de ser una réplica? Creo que la respuesta es la siguiente: la réplica no puede quedarse corta al imitar un objeto, pero al mismo tiempo debe contener, dentro o alrededor de sí misma, una pista acerca de su naturaleza. Un método común es la falsedad del material. Nos acercamos a un bol de frutas y estiramos una mano, pero incluso antes de alzar la manzana nos damos cuenta de un disturbio leve y tenemos la sensación de que algo no está del todo bien; un instante después la manzana les informa a nuestros dedos que está hecha de cera. Un segundo método es la incongruencia geográfica. En 1893, durante la Exposición Colombina de Chicago, las réplicas de mezquitas y pagodas, de aldeas samoanas y argelinas, estaban dispuestas sobre la kilométrica Midway, entre restaurantes, negocios y teatros, y a plena vista de la imponente vuelta al mundo de George F. W. Ferris. Así y todo, una incongruencia demasiado obvia impedirá que la ilusión funcione. Por este motivo Disney rodeó Disneylandia con un banco de tierra de cincuenta pies de alto: para que a los visitantes no los trastornaran las imágenes del mundo exterior.
La réplica puede, entonces, engañarnos por un tiempo, pero también debe desengañarnos. Idealmente, se alcanzará un momento en el que el espectador, al enfrentarse al objeto ambiguo, experimentará una vacilación: atrapado entre la fe en el objeto y una duda secreta, se adueñará de él una incertidumbre casi metafísica. El verdadero arte de la replicación reside en imitar un original tan bien que la réplica pueda ser confundida con él, mientras que al mismo tiempo se revele su falsedad.
Aunque la naturaleza general de las réplicas ya ha sido aclarada, algunos casos siguen siendo elusivos y merecen ser examinados brevemente.
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El modelo a escala. Un modelo a escala es una réplica en tanto imita con precisión cada partícula de un original. No es una réplica en tanto su tamaño es una distorsión del original. Un modelo a escala es, mejor dicho, un ejemplo de miniatura.
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El trompe l'oeil. El trompe l'oeil de un nicho sombrío con su estatua, de una alacena medio abierta que revela estantes llenos de frascos y botellas, de un portacartas que muestra notas arrugadas y cartas atadas con cintas de tela contra un granoso panel de madera, no es una réplica. Engaña y finalmente desengaña a la manera de una réplica, y en ese sentido produce un efecto estético que es característico de la replicación, pero a último término no se revela como algo distinto al objeto original, sino como un espejismo o una ilusión del objeto. Un caso todavía más elusivo es el trompe l'oeil de un cuadro, en el que un elemento del cuadro simula pertenecer al mundo del observador ─por ejemplo: la falsa cortina pintada, suspendida de argollas pintadas que aparecen dispuestas a lo largo de una vara pintada que cubre parte de un cuadro holandés del siglo XVII, o el falso cristal rajado que cubre una pintura. En un cuadro de estas características, el elemento que hace las veces de trompe l'oeil (la cortina, el cristal rajado) no es una réplica porque no es un objeto, pero el cuadro detrás de la cortina o bajo el cristal es un problema aparte: no pide ser asimilado como un cuadro, sino como el cuadro de un cuadro, y por lo tanto imita el procedimiento de una réplica sin dejar de ser un original.
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La manzana de cera. He usado a la manzana de cera como un ejemplo de replicación, pero hay ambigüedad en ella. ¿Qué es lo que imita una manzana de cera? ¿Una manzana particular que existe en el mundo? ¿Una manzana genérica, una manzana que nunca existió? Si no imita a ninguna manzana en específico, ¿es una réplica? En sentido estricto, una réplica es la imitación precisa de un objeto en particular; por lo tanto, una manzana genérica no puede ser una réplica. Pero en la práctica no importa si la manzana de cera es o no es una manzana genérica; importa sólo que la confundamos con una manzana real. Esta confusión es posible en parte porque el rango de variación entre las especies de manzanas es relativamente pequeño. Si el grado de generalización de un objeto se hace demasiado grande, el objeto dejará de parecerse al objeto real y ya no será una réplica. Por ejemplo, la pistola de agua de un niño es un arma en sentido general, pero no es una réplica.
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La fotografía. La fotografía de una manzana no es una réplica de una manzana, ya que sólo representa en dos dimensiones un objeto tridimensional, y tampoco es una réplica de un negativo bidimensional, al que invierte. Las copias de una foto son objetos múltiples. La fotografía como réplica se hace posible sólo cuando la misma fotografía es fotografiada: entonces se puede decir que la nueva fotografía replica a la fotografía original. La fotografía de una fotografía de una manzana es, por lo tanto, una réplica, aunque lo que replica no es una manzana.
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El objeto platónico. En el sistema platónico, un objeto del mundo ─un objeto natural, una manzana, o un objeto manufacturado, una cama─ es una copia o una imitación de una Idea o una Forma. La Idea es eterna, inmutable, inaprensible al nivel de los sentidos, conocible sólo a través de la mente. La manzana común, aunque se diga que es una copia de la Idea de la manzana, no es una réplica en el sentido que yo le doy, ya que se relaciona con la Idea de la manzana del mismo modo que lo particular se relaciona con lo universal. Tampoco es una réplica la pintura de una manzana, que Platón llama la copia de la copia, ya que en ese caso sería una representación bidimensional de un objeto en tres dimensiones. En ninguna parte Platón considera apropiada a la réplica: es decir, la manzana tridimensional creada a imagen y semejanza de una manzana tridimensional.
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El estudio de filmación. El caso de la manzana de cera es relevante aquí, ya que hay dos tipos de estudios de filmación: los que imitan lugares reales (el Lower East Side, los Champs Elysées) y los que, como los clásicos decorados exteriores de Hollywood, aluden a un sitio genérico mientras imitan elementos específicos asociados con ese lugar (el pueblo de frontera con su taberna y su oficina del alguacil, las calles principales de principios del siglo XX con sus olmos y sus frentes balaustrados). En sentido estricto, sólo el primer tipo es una réplica, pero, como ocurre con la fruta de cera, tendemos a borrar las distinciones entre los dos. (La misma situación se produce con los dioramas de museo cuando presentan una tundra genérica, una selva, una sabana sudafricana.) Pero incluso en el primer caso la naturaleza de la replicación es compleja. Debido a que un estudio de filmación está compuesto en mayor medida, aunque no totalmente, por fachadas, se puede argumentar que es una réplica parcial; hasta se podría decir que crea la ilusión de una réplica completa. Pero esta ilusión sólo se concreta cuando se la mira desde ciertos ángulos; en el mismo momento en que uno se da cuenta de la chatura de la fachada, de los soportes que están detrás, la ilusión se destruye con una potencia tal que el influjo de la réplica se pierde por completo.
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El pueblo históricamente reconstruido. El decorado exterior de Hollywood erigido enteramente en tres dimensiones. Lo más interesante aquí es el modo en que una aldea reconstruida con esmero revela su falta de autenticidad. Históricamente, estas reconstrucciones vienen de las ferias mundiales de finales del siglo XIX (las aldeas africanas y asiáticas de la Exposición de París de 1889 influyeron en las reconstrucciones etnológicas de la Exposición Colombina de Chicago de 1893, que a su vez dio comienzo a una manía por estos simulacros) y de los parques de diversiones de principios del siglo XX, donde la aldea replicada, por más cuidadosa que fuera la reproducción, revelaba su verdadera naturaleza gracias a la incongruencia del contexto.
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El animal de museo. El animal exhibido en el escaparate de un museo es un caso interesante por su composición, que pertenece en parte a su original. La piel de un león se monta sobre una estructura de yeso blanco armada a partir de un modelo de arcilla; el plumaje de un pájaro se monta sobre un esqueleto de madera balsa. Por consiguiente, el animal de museo es en parte réplica y en parte original, y se lo puede pensar como un ejemplo especial de réplica, en el que el original es devorado por el objeto que lo imita.
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El maniquí. Aunque es una réplica en tanto imita a un ser humano, el maniquí de vidriera moderno (compuesto por fibra de vidrio, pero esculpido en primera instancia a partir de un modelo vivo, y complementado con peluca, ojos de vidrio y pelo en las axilas) deja de serlo al ser incapaz de moverse y de imitar, por ende, una característica crucial de los seres humanos. Es posible, sin embargo, considerar la rigidez de un maniquí como su pista secreta, en cuyo caso el maniquí inmóvil sí puede ser contemplado como una réplica. El maniquí inmóvil en una actitud de reposo ─digamos, un maniquí durmiente─ no se revelaría a sí mismo tan rápido. El maniquí automatizado es un desarrollo reciente que busca acercarse a la imitación total. Es fácil imaginar el paso siguiente e invocar un falso ser humano: una criatura como la Falsa Florimel en La Reina Hada, el poema épico de Spenser. La Falsa Florimel es creada por una bruja a partir de una mezcla de nieve, mercurio, cera y bermellón, y animada por un espíritu malvado; puede hablar y moverse, y se parece en todos sus detalles físicos a la Florimel real, de quien se puede distinguir solamente por sus actos, que son inmorales.
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El actor que imita a un maniquí. El actor parado en una vidriera junto al maniquí al que está imitando es un caso complejo de replicación, en el que el objeto replicado puede ser visto como una réplica. Aquí el actor no está haciendo una réplica de sí mismo, sino una réplica de una réplica. Y si el actor estuviera parado solo en la vidriera, el caso se volvería todavía más complejo, ya que se podría decir que el actor está replicando a una réplica que es, de hecho, un original (el actor).
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El imitador. Puede entenderse al imitador como una réplica viviente, pero ¿qué es lo que estaría replicando? Hemos comprobado que una réplica debe imitar con precisión al objeto original. Cuando un imitador hace de Elvis, puede decirse que es una réplica sólo mientras su voz y sus gestos imiten exactamente las palabras conocidas y la gestualización del Elvis Presley histórico, en su orden exacto, como ha sido documentado por las cámaras; cualquier desvío de la imitación rigurosa será un fracaso de la replicación, aunque no de la personificación. Si el imitador se da libertad para inventar diálogos, la discrepancia entre la replicación y la personificación se ampliará. La personificación puede incluir a la replicación, pero no está limitada por ella; a la personificación le gusta inventar, lo que siempre es destructivo para la replicación.
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El tableau vivant. En un tableau vivant (o cuadro viviente), actores disfrazados posan en un escenario como las figuras de cuadros famosos. La relación entre este pasatiempo curioso y el arte de la replicación es tramposa. En un sentido, el tableau vivant es lo contrario de una fotografía, ya que aquí un objeto bidimensional (el cuadro) es imitado en tres dimensiones. En otro sentido, el tableau vivant es lo contrario de una miniatura: es una imitación agrandada, un caso de gigantismo. Incluso, en un tercer sentido, puede ser pensado como lo opuesto de un maniquí, ya que en él un ser viviente aparece imitando a un ser artificial ─aunque ese ser artificial (la figura pintada) puede haber sido copiado en primer término de un ser viviente (en La casa de la alegría, novela de Edith Wharton, Lily Bart posa como la señora Lloyd en el Retrato de la señora Lloyd, cuadro de Joshua Reynolds). Podría aventurar que, a diferencia de la réplica propiamente dicha, entre los efectos intencionales del tableau vivant se encuentra el estallido súbito de la ilusión: el momento en el que el cuadro cobra vida abruptamente. Y sin embargo el tableau vivant mantiene un parentesco profundo con la réplica, ya que por naturaleza es una imitación que evoca continuamente a un original. Quizás el tableau vivant sea menos un ejemplo de replicación que una forma que alude a la replicación, o que se desplaza dentro y fuera de ella, mientras persigue sus propias y enigmáticas investigaciones sobre las relaciones juguetonas y siniestras que se dan entre las pinturas y las estatuas y los seres humanos.
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El clon. Los clones son genéticamente idénticos y devienen de una célula u organismo individual. Los clones son réplicas, ya que copian un original; pero las copias difieren una de otra y todas del original en pequeñas y distintivas formas. Entre las ranas o las manzanas clonadas y sus originales hay diferencias microscópicas; los clones pueden ser considerados como réplicas imperfectas.
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Los ídolos de Epicuro. De acuerdo con Epicuro (véase la carta a Heródoto), todos los objetos emiten continuamente capas o emanaciones compuestas por átomos de muy fina textura. Estas capas tienen la misma forma y el mismo color que el objeto del cual fluyen de manera ininterrumpida; el sentido de la vista se activa por el impacto continuo de ídolos en el ojo. De este modo se argumenta que en realidad no vemos objetos, sino imitaciones atenuadas de ellos. Los objetos liberan una corriente de réplicas espectrales; el mundo es una multitud de réplicas que copian originales invisibles que no pueden ser atrapados por los sentidos.
- La memoria. Al surgir en la mente como una imagen, el recuerdo de un objeto es una réplica en el sentido de que se parece al original, pero al mismo tiempo no lo es, ya que no es un objeto real. Es mejor pensar en los objetos de la memoria como réplicas insustanciales.
Es posible que surja una pregunta acerca de si el objeto copiado existe o no existe, si está o no está presente en alguna parte del mundo. ¿Es posible replicar un objeto desaparecido? Si bien puedo hacer una réplica de la Catedral de Notre Dame, ¿podría hacer una de la Biblioteca de Alejandría? La respuesta, creo, es que el objeto original no tiene por qué existir, pero que debemos tener una razón para creer que el objeto presentado como réplica es, de hecho, una copia exacta del original. En el caso de los objetos desaparecidos, la evidencia varía ampliamente: hay desde planos detallados y fotografías hasta ambiguas descripciones en prosa. Las reconstrucciones de objetos desaparecidos siempre tienden a la fantasía, pero esas mismas reconstrucciones están animadas por un deseo genuino de replicación y siempre presentan evidencias para apuntalar sus diseños; deberían ser consideradas una clase separada de objetos, situada a medio camino entre la réplica y el sueño.
Al recurrir continuamente a otros objetos, al señalar otro mundo que está fuera de ellos y que por contraste se siente como genuino, las réplicas provocan en quien las mira una mezcla de intranquilidad y deseo. En el acto mismo de revelar su naturaleza, nos dejan insatisfechos. Y, sin embargo, al presentarse con franqueza como imitaciones, al ofrecerse como versiones juguetonas y quiméricas de objetos formales, las réplicas también nos seducen y nos tientan. Como no tenemos por qué tomarlas en serio, nos liberan de la opresión y la solemnidad de las cosas reales. Nos invitan a que les prestemos atención, a admirar su ingenuidad, a tomarlas en serio incluso cuando descartan toda pretensión de seriedad. Ahí reside la arrogancia secreta de las réplicas: al pararse alegremente frente al mundo, al postularse como rivales bromistas de las cosas reales, socavan al mundo de objetos primarios. Ya no aspiran sólo a igualarse con sus originales, sino que quieren prevalecer sobre ellos, declarar su superioridad en virtud de su alegría. Quizás haya un significado todavía más profundo dentro de estos objetos enigmáticos, que parecen ejercitar el poder del artificio incluso cuando se retiran de nuestra vida y nos piden que miremos más allá de ellos. Parecen susurrar que, si objetos como ellos pueden reemplazarlo, el mundo real en el fondo no vale tanto la pena. ¿Y no parecen preguntarnos, con tono provocador, si de verdad estamos seguros de que ese otro mundo, el mundo sólido y poblado por objetos reales de los que ellos obtienen su existencia, no es en sí mismo un engaño?
Cuanto más pensemos en estos objetos traviesos, ingeniosos y burlones, tanto más fascinantes se nos harán, al mismo tiempo que los sentiremos sonreír ante nuestros esfuerzos por entenderlos y profesar su bajeza, su inocencia. Pero lejos están de ser inocentes, ya que sabemos que nos engañan. El arte de la replicación, por más modestas que sean sus intenciones, es una rama del oscuro y multiforme arte del espejismo. Es el arte de crear un tipo específico de espejismo, simple en apariencia, pero realmente paradójico: la imitación exacta de otro objeto. El espejismo es paradójico porque tironea en dos direcciones. Efectivamente, el poder de las réplicas radica en el conflicto entre dos fuerzas: el despegarse de la imitación para acceder a un mundo superior, auténtico, y el mismo y contrario despegarse de ese mundo invocado sin cesar para acceder a otro de seductora artificialidad. Este conflicto, más amplio, se expresa en la ambición estética de las réplicas, ya que, mientras una réplica pugna por imitar a su original tan perfectamente como sea posible, a la vez debe separarse de él y presentarse a sí misma como una réplica y nada más que una réplica. Si fracasa al distinguirse de su modelo, si se apropia de singularidad, dejará de ser vista como una réplica. Pero, al mismo tiempo, si se distingue a sí misma de su original por una falla en la imitación, será entonces una réplica pobre, y hasta ni eso. La réplica flota entre dos mundos, el mundo de la autenticidad y el del artificio, y en su lealtad a ambos delata una incomodidad que es parte de la fascinación que genera.
Traducción de Manuel Crespo
9 de diciembre, 2020