Desde hace por lo menos cuatro décadas, con la publicación de las primeras y más elaboradas obras de Stephen King, la literatura de terror ─y, en términos generales, la literatura "de masas"─ se ha ido encargando de impugnar el juicio de sus elevados detractores: que son textos que se agotan en sus efectos, que sus fórmulas aseguran la tranquilidad y la legibilidad del acto lector, que, por todo esto, la obra muere en el entretenimiento pasajero. Los grandes temas metafísicos, existenciales, políticos, religiosos, reservados antes al coto de la "alta literatura", han sabido ser, también, la materia de la que están hechos el terror y la ciencia ficción, por nombrar dos géneros característicos de la cultura de masas.
Mandíbula, la última novela de la ecuatoriana Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988), no escatima en sus intentos por criticar o, llanamente, derribar, algunos de los grandes mitos que constituyen, ni más ni menos, las estructuras de la sociedad occidental. Su trama podría sintetizarse en el acto que abre la novela. Fernanda, una adolescente de la high society ecuatoriana, despierta, confusa, en una habitación desconocida. Se siente dolorida, maniatada. Las sombras del cuarto dibujan la figura fantasmal de una mujer que limpia el piso. Se trata de miss Clara, su profesora de Lengua y Literatura, que la ha secuestrado. El zigzagueante desarrollo de la novela se encargará de postular varios aspectos, a saber: las personalidades truculentas de estos personajes; el vacío de sentido que aguijonea la existencia adolescente; las metáforas gastadas de las que se sirve el discurso cristiano; el maltrato de clase (en términos escolares y marxistas) que Fernanda y sus amigas del colegio elitista del Opus Dei imponen a la atormentada Clara; los vínculos enfermizos entre la madre fallecida de la profesora y su hija, que adopta la profesión, la mentalidad y el vestuario maternos para sustituirla, sustituyéndose, de este manera, a sí misma.
La mayoría de los personajes de la novela escenifican, en la constitución de su propio ser, una batalla desenfrenada entre lo simbólico y lo primitivo de un cuerpo que los retrotrae a un estadio arcaico. Durante la adolescencia ─y en esto hay un vínculo insoslayable con parte de la poética de Mariana Enríquez─ este conflicto pareciera activarse por primera vez, con una intensidad pasmosa. Annelise, la mejor amiga de Fernanda, escribe: "La infancia termina con la creación de un monstruo que se arrastra por las noches: un cuerpo desagradable que no puede ser educado. La pubertad nos hace hombres y mujeres lobo, o hiena, o reptil, y cuando hay luna llena, vemos cómo nos perdemos a nosotros mismos (sea lo que sea que seamos)".
La escritura de Ojeda reposa en largas parrafadas poéticas, en una sintaxis subordinada que puede pensarse como correlato de las rumias y las recursivas obsesiones de sus personajes. En el caso de Clara, la profesora que adopta la psiquis y la imagen de su propia madre, el narrador suele agujerear las proposiciones mayores incrustando cláusulas menores con guiones y/o paréntesis, en una analogía que remite a cómo la voz interior del personaje es, a su vez, perforada por la perturbadora voz de la madre muerta. Tal vez una cita aclare este embrollo. Cuando la profesora piensa en la relación y el coqueteo entre los chicos y las chicas de los cursos, el narrador se explaya así: "mientras más desafiantes y violentos eran ellos, más obedientes y responsables eran ellas ─o fingían serlo porque (en opinión de la madre muerta que habitaba en su mente) aquello era solo una máscara para atraer a sus presas─". Mónica Ojeda por Juan Carlos Comperatore
En un tono iconoclasta ─sobre todo, aunque no únicamente, a través de la experiencia de las adolescentes─ Ojeda repiensa y problematiza las concepciones tradicionales ─burguesas─ de maternidad, familia y educación formal. Y religión. Si Borges, desde su disruptiva forma de lectura, consideraba la metafísica como una rama de la literatura fantástica, de Mandíbula podría desprenderse la idea de la Biblia como un libro que pertenece a alguna de las ramas de la literatura de terror. El personaje de Annelise asegura que dicho texto sagrado es "el libro de los miedos", y el profesor míster Allan, retomando una tradición teológico-cristiana que se remonta, por lo menos, a la Edad Media, sostiene que "El temor a Dios es sabiduría". A diferencia del Dios cristiano-católico que rige la enseñanza en la escuela a la que asisten, las chicas han creado a su lovecraftiano "dios Blanco", con el que se conectan a través de ciertos rituales y en un edificio particular.
Desde su numerosos epígrafes, Mandíbula deja en claro su intención de entroncarse no sólo en una tradición literaria, con los nombres de Poe, Mary Shelley y Lovecraft a la cabeza, sino a una serie de pensadores (Lacan, Bataille, Kristeva), ligados a la crítica literaria, el ensayo y el psicoanálisis. Este entrecruzamiento de saberes propone una declaración: el terror (y concretamente Mandíbula, claro) contiene no sólo los acontecimientos de una historia tenebrosa sino el entramado de su propia reflexión. Se trata de la explicitación de la forma, a la que la propia autora alude en el agradecimiento a "los que escriben buenas creepypastas" [historias de terror narradas en la web por un sinfín de usuarios amantes del gótico, el horror y el gore], que recuerdan que "el miedo no es el qué sino el cómo".
Un verdadero libro terrorífico, parece decir Ojeda, asusta ─como un organismo inteligente y letal, siempre al acecho; como un cocodrilo racional que cobija en su propia mandíbula a sus crías─ al mostrar las espeluznantes marcas de su consciencia. No es poca cosa, podría decirse, para una novelita de terror.
15 de julio, 2020
Mandíbula
Mónica Ojeda
Candaya, 2019
288 págs.