Con la aparición de los cuentos inéditos de Arlt publicados por Simurg y con la evidencia de su título ─El bandido en el bosque de ladrillo─ se galvanizan dos aspectos ─aunque ni oxidados ni muertos─ caros a la poética de Roberto Arlt. Una clase de personaje y de psicología, por un lado, y un espacio narrativo que funde naturaleza y cultura, por otro. A diferencia de los suburbios recorridos al amanecer o al atardecer por el filosófico y contemplativo flaneur borgeano, inmune al ajetreo multicultural del centro, en “el bosque de ladrillo” las fieras arltianas deambulan, acechan, aguardan y se aburren, encandilados por la tecnología y acorralados por la angustia y el abarrotamiento de una ciudad céntrica que los aprisiona y que se presenta, al mismo tiempo, como el botín por excelencia a conseguir. Así lo expresa el protagonista de Los siete locos, ante la posibilidad de una revolución estrafalaria: “[Erdosain] ferozmente alegre como un tigrecito suelto en un bosque de ladrillo, escupió la fachada de una casa de modas, diciendo: ─Serás nuestra, ciudad”.
Por los variados géneros que Arlt profesó circulan una gama, también variada, de bandidos. Harto sabido, su literatura es profusa en personajes ligados al juego, al oficio, a la violencia, a la angustia, a la ontología, del crimen y el delito. En este sentido, el tono y la temática del relato varían en razón del tipo de matiz que cobra la delincuencia. De la misma manera, sus personajes se acercarán más a la fiereza de la brutalidad y de la irracionalidad (encerrados en una ciudad cuyo peso específico parece otorgado por la tabla periódica) cuanto más próximo el delito esté de la ontología; y más lúdicos y planos se tornarán cuando el delito destile costumbrismo, entretenimiento, periodismo. A diferente profundidad psicológica del bandido, entonces, diferente tipo de relato o, mejor, diferente tono o densidad con la que es trabajado y moldeado el texto. Así, “bandido” sería una especie de hiperónimo que engloba, en el diccionario arltiano, acepciones, atributos y semas distintos en un abanico que incluye en un extremo al “ladrón” y en su opuesto, al “canalla”.
En las Aguafuertes porteñas, con las que Arlt grabó la “humanidad indescriptible” de una ciudad tan geométrica como “tortuosa y endiablada” (semejante a la mujer dejada pero que nunca se termina de olvidar, como escribe en “Vuelta al pago”); y particularmente en la aguafuerte “Conversaciones de ladrones”, podría plantearse un primer caso: el del bandido en tanto que ladrón, y el de la delincuencia entendida como oficio. Al igual que muchos de sus personajes, el cronista Arlt se aburre. Una buena dosis de historias servirá para combatir el desgano y, a su vez, para ganarse “el puchero”. En una mesa del bar, cual rapsodas alrededor del fuego del delito narrado, los ladrones cuentan hazañas, se informan sobre un nuevo colega detenido, discuten el carácter de otro. “Lo que es ahora ─le confiesa un ladrón al narrador─ el oficio está arruinado. Se ha llenado de mocosos batidores. Cualquier gil quiere ser ladrón”. Como ofrenda y demostración de su propio saber, el anónimo ladrón le explica al cronista la manera en que podría robarle al cajero del bar. Los ladrones funcionan así como elemento narrativo (y dialógico: ellos hablan, Arlt escucha) para llenar la columna diaria de El mundo y ofrecerle a los lectores la agradable intimidad de una cofradía que fascina porque, se supone, debe permanecer inexpugnable. “Son las tres de la madrugada. Son las cuatro. Un círculo de cabezas…un narrador. Dígase lo que se quiera, las historias de ladrones son magníficas”.
Ilustración de Juan Carlos Comperatore
Historias dignas, por otra parte, del periodismo que surge con la primera Guerra Mundial, de acento callejero y sensacionalista, encabezado por empresarios como Natalio Botana, creador de Crítica, e hipotético protagonista de una novela que Arlt nunca escribió ─según cuenta Raúl Larra en su biografía─, titulada, curiosamente, El bandido en el bosque de ladrillos. En contradicción con la aseveración del biógrafo, en junio de 1930 Arlt anuncia que publicará ─cosa que nunca hizo─ un ciclo narrativo con el mismo nombre y que comprende a “las gentes del hampa en tres aspectos de su vida: el ladrón en el café, el ladrón en el hospital y, finalmente, el ladrón en la agonía”.
Retomando el hilo argumentativo, “Los bandidos de Uad-Djuari” ─relato que pertenece a El criador de gorilas, fruto del viaje de Arlt a Marruecos en 1935─ encubre una duplicidad característica en la obra arltiana, una fachada que tergiversa u oculta las intenciones de fondo. Aquí, los “bandidos” no son más que entertainers disfrazados, y la delincuencia, una parodia a usufructuar (algo de eso, claro, esconden también Los siete locos, Los Lanzallamas y, a su manera, El amor brujo). El narrador y una amiga, turistas en Fez, se dejan conducir por un niño a “La casa de la Gran Serpiente”, un aparente atractivo turístico. Primera escenografía: no existe tal Casa, todo ha sido un engaño. A mitad de camino son interceptados por unos moros a caballo que los toman de rehén y los retienen en una confortable habitación. Segunda escenografía: el cuarto no es una prisión, los bandidos no son bandidos. El jefe secuestrador es, en verdad, un francés dedicado a “explotar la emoción del secuestro”, un proveedor de expectativas: ofrece a los occidentales esa ráfaga de adrenalina que sus prejuicios atribuyen al publicitado salvajismo oriental. El bandido se muestra aquí como entertainer turístico, que en lugar de robar, brinda un servicio por el cual pretende ser remunerado. Si el engaño cifra el malestar existencial de Los siete locos y Los lanzallamas (“la mentira es la base de la felicidad humana”, dice Erdosain, secundado por el Astrólogo), en “Los bandidos de Uad-Djuari” se propone como recurso (turístico, lúdico, textual) con el que se entretiene y se anima tanto a los personajes como a los lectores occidentales.
Para terminar, quedaría el extremo opuesto de este continuum: el canalla, el que roba y humilla la esperanza del otro ─en especial de un otro puro y joven─, y que, de esta manera, se roba y se humilla a sí mismo. Ante esa pasión inútil que es el hombre, ante la nada de sentido que lo constituye, y ante la experimentación de la monotonía existencial, el canalla, al sentirse como muerto en vida, se pregunta por su ser y sospecha que la única vía para afirmar su identidad es confrontarse a sí mismo en la acción del delito (puesto que en esta acepción el delito es eso: un modo de acción definitivo, en franca oposición a la desidia del vivir cotidiano burgués): “«Ser» a través de un crimen”, piensa Erdosain.
En “Ester Primavera” ─uno de los dos únicos cuentos que Onetti rescataba de Artl, segundo relato de la edición de Simurg─ ya no se narran historias alrededor del delito indulgente de ladrones amigables (como ocurría en la aguafuerte), sino de la tuberculosis y la agonía de cinco “canallas” internados en el Sanatorio de Santa Mónica, que “como fieras en el bosque” olfatean la distancia que los separa de Buenos Aires. El narrador, envuelto en un placer culposo, recuerda su amistad con una joven dama acomodada y su infame “experimento” (cuyo impulso le debe mucho al Imp of the perverse, de Poe): redactar y enviar una carta a la familia de la mujer, mintiendo, tergiversando hechos, insinuando acciones impropias, indecorosas, para humillarla y hacerle perder su honorabilidad frente a los suyos y a la sociedad: “abochornándola de tal forma por su generosidad que de pronto pensé que si ella pudiera leer esa carta se arrodillaría ante mí para suplicarme que no la enviara. Y, sin embargo, era inocente”. El narrador del cuento se asegura, así, el único lazo inquebrantable: “Ligada a mí por el ultraje (…) la imagen desgarrada de la criatura vendrá a acompañarme hasta que muera”.
Ya El juguete rabioso, primera novela de Arlt, expone en su primer capítulo (“Los ladrones”) la condición bandida: el joven Silvio Astier, influenciado por la literatura bandoleresca, aspira a ser bandido de “alta escuela”. En su extraordinaria lectura, Ricardo Piglia señala que el robo que el protagonista y sus amigos del Club de los Caballeros de Media Noche cometen en la biblioteca de una escuela denuncia la falsa accesibilidad a los bienes culturales. Pero tal vez (y sólo tal vez) el acto revolucionario por excelencia de los bandidos arltianos ─en sus variadas acepciones─ tenga que ver menos con el robo a la propiedad privada (que para Marx era, en sí misma, un robo) que con el uso no productivo del tiempo. Perder el tiempo, decidir aburrirse, “tirarse a la bartola”, holgazanear, vagabundear. Tal vez el “otro lado de la vida” ─la expresión es del Astrólogo─ tenga que ver no sólo con los actos perpetrados por los locos, monstruos, bandidos, asesinos, cafishos, prostitutas, sino también con la manera de experimentar un tiempo desvinculado de los modos de producción capitalista. Un tiempo simultáneamente peligroso, machista como el otro pero anárquico, alejado del contrato social y las convenciones burguesas. En el cuento “Las fieras”, incluido en El jorobadito, un ladrón le pregunta al “Relojero”, auténtico canalla, por qué golpea a su señora: “─Qué sé yo. ─responde la fiera─ Será porque estoy aburrido”. Qué hacer con el tiempo (en el que no se trabaja): otra inquietud arltiana.
19 de junio, 2019
El bandido en el bosque de ladrillo
Roberto Arlt
Simurg, 2018
224 págs.