En su traducción al portugués brasileño de 2007 del segundo álbum de Tintín y la Luna, “On a marché sur la lune”, el traductor, Eduardo Brandão nos muestra una intuición notable. El Capitán Haddock, borracho, decide volverse a casa y para ello sale del cohete y flota en el espacio exterior. Tintin sale a buscarlo y cuando lo encuentra lo escucha cantar una canción tradicional, popular, un samba que luego devendría un canto de capoeira y sería grabado por, entre muchos otros, Caetano Veloso, “Marinheiro só”. En francés, Haddock cantaba “Hardi Les Gars Vire Au Guindeau (nous Irons À Valparaiso)”, canción de marineros de alta mar de principios del siglo pasado. Eduardo Brandão no se limita a traducir textual la historieta, traduce el carácter del personaje, haciendo de Haddock un marinero del norte de Brasil, acercándolo al oído del lector. El I Ching aireano, Continuación de ideas diversas, aprobaría esa flexión.
Algunas “sacadas” similares aparecen comentadas en Se vive y se traduce, de Laura Wittner, editado recientemente por Entropía. La traducción y la vida ─y no la traducción, la vida ni la traducción o la vida─ aparecen entrelazadas, tanto es así que el libro está dedicado al padre, a quien seguiremos en sus últimos días, cuando sus estados de salud son mencionados durante las tareas de la traducción. La traducción ─como ya dijo uno de los editores de esta revista, Tomás Villegas─ ayuda en los trabajos del duelo. Porque si en la vida campea la muerte, en la traducción habrá un refugio. Y, como lo anuncia el pórtico del texto, su epígrafe de Lydia Davis, se prestará atención a las palabras pequeñitas, lo infraordinario, que sostiene la llama de la traducción, sus desvelos. Aquí la traducción no aparecerá teorizada sino en acto (y del acto se desprende la teoría, es la teoría, como anticipa Zaidenwerg en la contratapa), tal y como se presenta en la primera escena del texto, cuando el profesor Costa Picazo realiza en vivo la traducción de “In a Station of the Metro”, de Ezra Pound, poema que, como un ritornello, asomará a lo largo de los distintos fragmentos. De carácter fragmentario, recogiendo estas escenas, citas, posteos de las redes sociales, conversaciones, frases sueltas o afirmaciones, el texto se va acercando a la traducción desde la vida y a la vida desde la traducción, como Benjamin rodeó sus preocupaciones parisinas en El libro de los pasajes. Y si en su andar recoge las voces ajenas, devuelve consejos, máximas, anotaciones, modos-de-hacer e incertidumbres para no convertirse en un manual, todo lo contrario [“La vida de una traductora también está cruzada por todas esas autoras y todos esos autores que estuvo a punto de traducir, leyó, investigó, subrayó y al final dejó tranquilos en su idioma”], para conservar el estado de alerta que el momento de la traducción precisa y exige, muchas veces sanado por el milagro del azar, la “magia de la traducción”, para no perder el deseo, empuje de la tarea, “la ola que me eleva y me adelanta”. Se vive y se traduce muestra cómo se vive con la traducción, en la cabeza, en el día a día ─que, en tanto “mecanismo”, como lo denomina Laura Wittner al comienzo, es un acercamiento al mundo─ menos que cómo se vive de la traducción, porque no es un libro de emprendedorismo ni de autoayuda. El dinero y lo laboral, el magro valor dado al oficio ocupan un breve espacio en las entradas.
Asoman los problemas de la traducción, sobre todo en poesía y desde el inglés, pero no sólo: la preposición, la posesión de la palabra justa o apenas aproximada, la indecisión entre el vos y el tú, el riesgo de malinterpretar... Problemas que repercuten en la caja sonora que se sitúa en el medio de dos idiomas: el cuerpo. Se vive y se traduce visibiliza una persona que parecería ser una instancia transparente (y ese es la demanda editorial muchas veces y hasta el parámetro de una “buena traducción” otras tantas) y le devuelve el traje de piel humana, sus humores y dolores: “Quienes traducimos tenemos una casa, un cuerpo, una voz; y es desde ahí que producimos, en nuestro idioma, la nueva versión de un libro”. Porque si “la traducción es siempre el nudo de un problema”, esos nudos se desatan en y con el cuerpo primero y en la pantalla después. La pantalla acaba siendo el espejo del cuerpo y el fluir de la traducción que después se leerá, sepámoslo o no, depende de cómo se desataron esos nudos.
Algo muy bello de este libro de por sí bello es la comunidad de personas que se deja ver y que hacen una traducción: la comunidad de traductores, “un coro de ventrílocuxs amigxs”, al decir de Zaidenwerg, gente intrínsecamente meticulosa, empecinada y obsesiva que, ante el duro trance de no dar con la palabra problemática, con la expresión escuchada en el interior, con el ritmo preciso, se consulta y se ayuda mutuamente y extiende en varios rumbos las búsquedas posibles para encontrar cosas debajo de las palabras. Contra todo pronóstico anacrónico, traducir no es una tarea solitaria, sino conjunta, en diálogo permanente con los otros, poetas y traductores, “una gimnasia colectiva”, como la humildad de Wittner nos permite entrever.
El mar, las metáforas acuáticas, el mundo anfibio son el ruido de fondo de muchas de estas anotaciones, ya sea porque el libro a traducir versa sobre el mar, sea porque el deseo de traducir se asemeja a la violencia de la ola que arrastra al cuerpo, sea porque nadar se hace urgente, sea porque una traducción olvidada se desgastó por la erosión. Acompañando ese sentimiento, muy cerca, aparece otro: “los traductores deberíamos viajar antes al lugar-escenario de lo que nos toque traducir”. Esa certidumbre sobre el traslado fundamenta otra: la traducción es una forma de conocimiento, del otro lugar, la otra persona, del lenguaje, de un estar-en-el-mundo. Una forma de perderse, de deslizarse, de trasladarse, de también traducirse. Es una forma de hermenéutica, sí, pero también y además, como aparece en uno de los fragmentos de Marcelo Cohen recogidos, la ejecución de una pieza que el cuerpo siente, desea, ansía, exige.
Por todo lo anterior, tal vez, dirá: “la traducción es mi novela” y más tarde copiará una definición de Suzanne Jill Levine: “Traducimos para ser traducidos”. A la que acotará, cerrando el texto: “Tal vez sea eso: traduzco porque nadie me entiende del todo”. En ese tono dubitativo, en esa certeza que se afirma débil no sólo está el tono del libro, hay una ética de la traducción.
16 de febrero, 2022
Se vive y se traduce
Laura Wittner
Entropía, 2021
90 págs.