Como pocos, sobre todo en tiempo de correcciones en compulsa, Ariel Luppino asume la violencia en todos sus matices, y tal como hacia su antecedente insoslayable, Osvaldo Lamborghini, la coloca en el centro de su escena literaria, otorgándole un protagonismo casi absoluto. En un mismo movimiento y adoptándola sin tapujos, la expone, la cuestiona y la ejerce, capitalizando su potencia disruptiva. Para Luppino escribir es exhibir la violencia implícita en la lengua, en particular la que el uso corriente se obstina en ocultar, pero a la vez y sobre todo es violentar a esa lengua para que se suelte, de tal modo que sea capaz de decir otra cosa. Por esa razón es que dice que “leer y escribir es entender que las palabras no son inofensivas en absoluto”, a la vez que dice que “la novela es un género que hay que violentar porque si no el resultado termina siendo complaciente, inofensivo e inmediatamente asimilable”. Y antes que decirlo, y esto es lo realmente importante, materializa estos postulados de manera contundente en sus novelas –Las brigadas (2004), Las máquinas orientales (2019) y ¡Paraguayo! (2020)–, a las que ahora se suma Serbia o no Serbia. En conjunto, siguiendo cada cual a su manera el programa implícito en esta apuesta extrema, componen un universo variado pero complementario, en el que se hace visible la articulación de una política y una ética en relación a la escritura. Porque, más allá de ocasionales referencias (históricas, territoriales, de género o de lo que sea), Luppino tiene siempre presente, y se encarga de recordárselo al lector (en este caso en el apóstrofe a la dedicatoria a Bellatin) que en última instancia, si de literatura se trata, “solo hay escritura”. Todo se juega ahí y por esa razón, siempre en sus novelas, y particularmente en esta última, su apuesta más fuerte es en relación a la voz narrativa, encarnada en este caso por un inmigrante Serbio algo desquiciado que, anclado en una Argentina inhóspita, repasa de manera dispersa algunos fragmentos de su vida y la de los suyos. Dando cuenta de una asimilación incompleta y deficiente, habla un castellano rengo, en el que falta algún que otro pronombre o artículo, los adjetivos devienen en sustantivos y los tiempos verbales se manifiestan erráticos, entre otros tropiezos gramaticales. En esta novela entonces quien se pronuncia es el extranjero, aquel que con lo poco que sabe, sabiendo incluso que no sabe, tiene que hacerse entender. Y en el intento, aun sin proponérselo de manera explícita, produce un desfase que torna impropia a nuestra lengua, haciéndola sonar con la elocuencia expresiva de la novedad.
Lo que importa en esta instancia (lo que le importa a Luppino y al lector) es que, desarticulada por la articulación extranjera, la lengua nacional se abre, dejando expuesto su espectro silenciado. En este esquema, antes que un como tema o tópico relevante, la extranjería funciona como catalizadora de esa lengua abierta. Por eso es que la adopta Luppino, del mismo modo y por las mismas razones que adopta otras circunstancias sociales, como la guerra o las enfermedades, que en esta novela tienen una presencia recurrente y gravitante. El primer capítulo, por ejemplo, se centra en la internación de Abuelo Lobinowicz, al que lo aquejan de manera permanente infinidad de dolencias: “Tenía lipotoma o quiste sebáceo y pata mal por caída estrepitoso, además de fallas hepáticas y malformación congénita en la cavidad pleural”. Como es evidente en esta cita, el narrador se revela como todo un experto en enfermedades y tratamientos, y tiene además un dominio absoluto del argot médico, lo que resulta llamativo y cómico en el contexto de su castellano trunco. También a él lo aquejan de manera permanente tantas o más dolencias que a su abuelo, y cuando habla de su Tío, su retrato incluye un recuento pormenorizado de sus múltiples enfermedades: “Pero un día Tío también empezó a sangrar por la nariz y tuvo una adenopatía tuberculosa... Hizo neumotórax y sufría de diaforesis... Hicieron placas y encontraron problema: tumor en el lóbulo derecho del cerebro”. La guerra, por otra parte, es un telón de fondo siempre presente, que atraviesa toda la historia de los Lobinowicz, comenzando por la de “Abuelo”, que peleó contra los nazis y que luego sobrevivió a la guerra de los Balcanes, en la que también participó “Tío”, responsable directo de múltiples atrocidades: “Tío que estuvo en la guerra lloraba mucho. Había obligado a cavar propia tumba a bosniacos y degollado por la nuca para ahorrar balas”, cuenta el narrador; y en el párrafo siguiente, agrega: “Tío decía a prisionera bosniaca: 'No voy a hacerte nada feo: solo voy a violarte”.
La literatura de Luppino precisa de la guerra y de las enfermedades porque en sus circunstancias extremas queda expuesta la falla generalizada y la violencia oculta detrás de la pátina amable que recubre a lo habitual. A través de ellas, conduce a sus historias de manera sostenida hacia ese umbral en el que todo acaba revelando su cara oculta. Aun aquellas que en principio tienen una apariencia ingenua, como por ejemplo la que da cuenta de las peripecias de un niño para llenar su álbum de figuritas, acaban desembocando en una monstruosidad. En cuanto a los personajes, ocurre algo parecido: se cuente lo que cuente acerca de ellos, tarde o temprano sale a la superficie su lado animal, ese lobo-hombre cuya presencia acaso se insinúe en el apellido de la prole serbia a la que se refiere esta novela: los Lobinowicz.
Consciente de que en ese apellido se cifra su pertenencia, antes que como individuo el narrador se configura como parte de esa prole. Contar su vida para él equivale a contar la historia de los suyos (de la rama masculina de suyos), y eso precisamente es lo que hace a través de evocaciones aleatorias y algo alucinadas en las que los tiempos se superponen, rehusándose a ordenarse en una progresión lineal.
Aunque disgregadas en secuencias inestables, hay historias, y muchas en esta novela, pero principalmente hay el emplazamiento de una voz, la de ese inmigrante serbio que las articula de manera incontinente en su castellano desviado. Y lo que pasa entonces, digamos “el quid de la cuestión”, radica en ese desvío a través del cual finalmente es posible avistar al monstruo. Eso al menos es lo que le ocurre al descendiente argentino del narrador, “Hijo”, que sobre el final, en un pequeño capítulo, tiene su lugar en esta historia. Al igual que sus ancestros, este argentino tiene su guerra, la de Malvinas, en el contexto de la cual, adentrándose en la cueva profunda del lenguaje, encuentra a un monstruo, tan improbable y absurdo como la guerra en medio de la cual se encuentra.
11 de mayo, 2022
Serbia o no serbia
Ariel Luppino
Club Hem, 2021
84 págs.