La editorial Gog & Magog acaba de publicar Apuntes para un panfleto, el nuevo libro de Sergio Chejfec que retoma el personaje de una de sus primeras novelas, en una serie de apuntes numerados que dilatan o contraen sus postulados de acuerdo a lo que refiere el relato. Lo que sigue es el intercambio que mantuvimos con el autor de Mis dos mundos.
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El año pasado publicaste 5 en Entropía, la reescritura de Cinco (Simurg, 1998), en donde el pasaje de la letra al número parecía anticipar una mayor propensión a lo abstracto. En el reciente Apuntes para un panfleto también hay una visitación a un libro pretérito, en este caso, Moral (Puntosur, 1990). Aunque ambas acercamientos parten de un material previo, no se trata de un retorno melancólico y, si bien hablé de reescritura, tampoco presentan una tendencia a la corrección. Parecen, en todo caso, exploraciones oblicuas de una misma historia. ¿Tal vez habría que hablar de irradiación?
Hay un libro de Mirtha Dermisache, de los chicos, que en 2019 se reeditó con un texto mío [Libro N° 8: 1970. El mes de las moscas, N Direcciones]. Tomé las 14 páginas de Dermisache y di una especie de versión legible de sus grafismos. No lo pensé como traducción, sería una violencia. Apuntaba más a la idea de vestido, vestir esa escritura ilegible. La vestimenta es transitoria, te la podés poner y sacar, etc. Depende de elementos relacionados con tu circunstancia, más o aparte de la condición del objeto. El vestido envuelve el cuerpo pero lo muestra en otro sentido, ornamental o no. Lo que hice con Cinco / 5, también fue un poco eso. Tomé la Nota sobre Cinco como si con ella fuera a vestir el antiguo relato. Y después, instalado en esa actitud, hice algo parecido con Moral. Para mí no es precisamente una reescritura ni una reelaboración, aunque puede tener de ambas. Quizá tampoco sea efecto de una irradiación. Si fuera que asignar un papel a esos materiales medio dormidos durante años, diría que se trató de una emanación. En cierto momento, de esos dos textos emanó una intriga vinculada con el sentido, traducida luego en un deseo por distinguirlos, en cierto modo, pero al mismo tiempo envolverlos.
¿A qué se debió que en su momento no se reeditara Moral, siendo que sí se lo hizo con el resto de tu obra anterior?
Me parece que no hubo razones fuertes. Fue algo que me pareció natural. Moral apareció en 1990, el libro resultó un poco accidentado, la edición casi no circuló. La novela había sido escrita como un exabrupto. Coincidió con que me compré una máquina electrónica, esas que hubo antes de las computadoras de escritorio, cuya escritura volaba, el teclado era muy suave y las letras apenas tocaban el papel producían un golpe que sonaba suave, no era drástico como el de las máquinas mecánicas o las eléctricas, cuyo ruido era más industrial. Por lo tanto, en mi recuerdo, la escritura de Moral derivó del entusiasmo con esa máquina, cuya velocidad me arrastraba y me hacía pensar que yo podía escribir ligero, cuando en realidad es todo lo contrario, siempre termino escribiendo más despacio y pesado que la velocidad mínima que puede desarrollar cualquier instrumento. Por otra parte, en Lenta biografía mi padre había sido un protagonista sin contenido. Luego quise ser leal a esa idea, un sujeto un poco vaciado, con escasa capacidad para controlar las fuerzas que lo atraviesan. Creo que un artista es un poco eso. No se distingue tanto por tener un don, sino por no poder dominarlo. Así el don pasa a segundo plano, se desdibuja y hasta se extingue. También puede ocurrir con artistas muy cerebrales. Esa novela, Moral, describía algo así como caricatura, una refutación pero a la vez homenaje a cierta ideología de artista, ya entonces u hoy un poco antigua y hasta residual, pero absolutamente vigente porque pertenece a nuestro sustrato cultural. El sujeto desde cuyo interior emana una composición única del mundo, irremplazable, siempre a punto de florecer; pero un virtuoso inhábil que se pierde en aprontes. El personaje, Samich, era algo por el estilo. Una persona inepta en términos intelectuales pero fascinada por las posibilidades imaginarias o simbólicas de la creación, que se aprovecha o enfrenta al hecho de que, pese a las contradictorias señales, él mismo se erige en institución. Para quien no pertenece a ese mundo, las instituciones del arte meten miedo; entonces el consuelo pasa, a veces, en levantar y mimetizarse en algo parecido a ellas.
Página corregida de Moral (1990). Imagen cedida por el autor.
Esta vuelta a un texto propio como si en cierto modo fuera ajeno remite a la figura del visitante (o del asomado, como dijiste en otra oportunidad). ¿Coincidís?
En cierto modo toda apropiación es un subrayado ambivalente: distorsiona pero enaltece. Creo que sólo el texto propio permite un acercamiento como si fuera ajeno, debido a que lo realmente ajeno nunca resultaría creíble como propio. Pongo el acento en el “como” porque alrededor de esa simulación claudica cualquier juego o ilusión que remita a la apropiación o al replanteo. (Eso fue lo que me entusiasmó de Dermisache: su intrigante silencio que permite una apropiación sin estridencia.) En cuanto a la propia escritura, prefiero verlo en términos de desapego versus adherencia. No me siento demasiado adherido a mis textos. Sé que los escribí, sin embargo no veo que establezcan con mi manera de pensar una relación orgánica, digamos, de adherencia recíproca. Los veo como desinencias más o menos momentáneas y bastante autónomas. Ese desapego, encima flotante, a la vez implica una relación de ajenidad un poco abstracta porque sé que un vínculo autoral me une a ellos, pero sobre todo están vinculados a momentos del pasado, cuando esa subjetividad pasaba por otra circunstancia. A lo mejor el desapego hacia lo escrito es un último recurso antes de caer en el monotematismo. El caso de Borges es el más obvio. Fue cada vez más celoso en la administración de sus temas; un ejemplo extremo de adherencia. Por eso a veces me gusta tomarlo por el lugar común, Borges como un oráculo de frases hechas.
La idea de panfleto remite inevitablemente a un espíritu apologético y a cierta urgencia en la intervención Sin embargo, el título antepone la idea de apunte que deja en suspenso todo posible fin práctico. “Las esperas, mi eje de gravedad”, dice el narrador. La aporía pareciera una constante en tu obra...
Yo reivindicaría el apunte y todo género de escritura medio suspendida, según decís, como vehículo insidioso de tramas y modos de la urgencia y la inmediatez. La idea de apunte bordea la de borrador. Si uno se pone a ver, allí hay una potencialidad un poco ubicua. En un momento me puse a pensar: me han encargado escribir un panfleto. O sea, un texto que aluda o vocee una intervención explícita, reconocible. Fue encargo de una editorial independiente llamada Ugly Duckling, querían reunir veinte “panfletos” o textos, con la idea de rescatar un espíritu de fuerte intervención discursiva sobre alguna faceta o rincón de la realidad. Me pareció raro, porque mi forma de escribir está en las antípodas de una voluntad de incidencia directa sobre los hechos y, por supuesto, sobre las palabras. Si quiero ser asertivo no me sale. Encima, cuando lo comentaba con amigos me daban la razón, les parecía imposible. Me dije entonces que, si pese a esos obstáculos me lo pedían, acaso era porque esperaban de mí algo irregular respecto de la consigna, o quizás sencillamente esperaban ver un resultado. Entonces eso se conjugó con el espíritu en el que estaba yo, que describí recién, la onda de la envoltura. Libros del pasado que habían empezado a rebotar en mi mente; lo sentía como un llamado a un tipo de acción literaria, como si la narrativa pudiera permitirse recreos o pausas instalativas; a lo mejor era un deseo de supervivencia por parte de esos textos, la emanación de la que hablaba antes. Y junto con ello advertí que ese personaje de Moral, el poeta Samich, por otra parte el primer Samich de mis relatos, en este caso encarnadura de una poética en esencia muda o inexpresable, podía ser figura virtuosa para imaginar la dimensión aporética y circunscripta, hiper provisional, o la obscena e innombrable veracidad a la que parece estar condenado cualquier panfleto hoy.
Siguiendo con el tema, la introducción apela al poeta Samich ─“prócer indiscutible de la presencia difusa y de la ausencia virtual”─ como herramienta para incidir en el presente. ¿Podés ampliar este punto?
La idea de incidir en el presente es una premisa fuerte de la literatura. Después la discusión va a lo que significa “incidir”, “presente” o hasta “literatura”. Pero es una fuerza contenida en la práctica, que actúa hasta en los casos en que ello no integra las preocupaciones de una obra en particular. Una vez hablaba con Saer y salió el tema de la experiencia y los libros. Si hay libros cuya lectura puede cambiar la experiencia de alguien. En términos generales te la cambian siempre. Pero Saer se refería a cambios drásticos: ser otro y actuar distinto después de haber leído un libro en particular. Yo decía que no creía en eso, que uno puede encontrar personajes cuya experiencia se modifica después de haberse deslumbrado con una historia, pero que el conocimiento que produce la literatura es indirecto. Paradójicamente, los casos en los que Saer podía apoyarse para sostener su argumento eran clásicos realistas u obras del siglo xx, de las que podía sentirse distante. A lo mejor tenía muy presente a Pavese. Creo que Pavese fue una figura con la que dialogó siempre. Y Pavese, como Saer, le asignó ese poder a la literatura. Pavese cambia según la literatura que lo comueve o que admira. Pero una cosa son los casos particulares y otra es asignar a la literatura una aptitud general. La literatura, como todo arte, precisa envolverse de ilusiones que a veces son promesas. Entonces, Samich sería una especie de entidad no vitalista. Y por otra parte, en un momento como el actual (aunque no sólo el actual) en que la discursividad de lo público circula fragmentada y multiplicada de tal modo, una negatividad inscripta en el silencio, incluso la agrafía, puede parecer una sensible impugnación y a la vez una gran tontería. Muy probablemente las dos cosas al mismo tiempo. Nada puede dejar de ser varias cosas, aun cuando buena parte de la literatura trate de que sea una sola.
Más que un personaje, Samich parece un recipiente vacío, sus acólitos le atribuyen las ideas más peregrinas. Por otro lado, hay una distancia (irónica) entre la moral poética que se desprende de su figura y lo que el libro acaso propone...
Por lo general no es fácil saber lo que un libro propone. Puedo hablar de las preguntas que, me parece, este libro trata de formular. ¿Qué se hace cuando el arte parece una práctica bastante sofisticada, al que buscan incorporarse numerosos contingentes de creadores que ven en ese mundo, el del arte en general, un espacio hermético, complejo, regido por usos y prácticas insondables? ¿Cómo se decreta el valor, o cómo se lo administra? ¿Cómo procede la porosidad, siendo que el arte se conjuga con su exterior? ¿Cómo los artistas conviven con otros niveles del arte, que ellos, sin embargo, no consideran artístico? ¿Qué tipo de sensibilidad se precisa para seguir abierto a una idea de belleza? Hoy continúa instalado un elogio del virtuosismo o el genio artístico que permite no someter a crítica la propia práctica escritural.
Si bien en tus distintos libros puede rastrearse la inquietud por encarar nuevas formas, luego de La experiencia dramática ─la que podríamos llamar tu última “novela”─ parece haber otro tipo de aproximaciones. Asimismo, en varias oportunidades te referiste a cierto agotamiento respecto a la ficción. ¿El diálogo con la escritura asémica de Mirta Dermisache, y últimamente, la visitación de tus propios libros, apuntan en esa dirección?
Puede ser. El sentimiento es que, en mi caso, la ficción no puede dar sentido a un libro. Me refiero a la ficción como historia, el argumento central que dirige la narración. Incluso creo que siempre mis ficciones descansaron poco en la idea de ficción como armazón del relato. Y lo que me ocurre es que tampoco con esas prevenciones o debilidades la idea de ficción me entusiasma. Me entusiasma más la idea de ficción fragmentaria, situaciones medio moleculares que pueden ser narrativas pero que están sostenidas en un argumento más relacionado con el desarrollo de un pensamiento o circusntancia que con el relato de una anécdota. Incluso diría que eso es, para mí, el significado de la idea de ficción. Algo que te lleva a una hesitación, a una cierta interrogación alrededor de las circunstancias ciertas. Porque lo concreto es que las cosas no terminan nunca, la ficción propone un recorte en el que las cosas acaban, aun si se trata de historias no conclusivas. Entonces habría que plantear una ficción a la Macedonio, en la que el contrato realista se subvierte desde la misma deriva del discurso. Pero en tal caso el problema puede ser un exagerado solipsismo. Por eso mi confianza está puesta en las escenas casi en su sentido teatral, como si la fuerza nuclear de lo mínimo / inmediato pudiera redimir el espíritu amenazado de la ficción como totalidad y vehículo de sentido.
En relación a esto último, en determinado momento se dice que el escritor debe “ser capaz de enhebrar discursividades no textuales”. ¿A qué autores ubicas en esa línea?
Muchísimas autoras o autores, porque es una línea que no opera por un principio sino por un sentido; es como un tono que uno puede reconstruir hacia un pasado en el que, en apariencia, ese color no estaba presente. Aparte de Samich, puede mencionarse a Lorenzo García Vega, Alberto Greco, la misma Mirtha Dermisache. Pero también es posible una mirada más amplia, y considerar que, desde el momento en que un autor o autora hace de su vida una dimensión relevante de su creación, ya está enhebrando una discursividad no textual. Esto no sólo en el campo de lo conceptual. Pensemos en la habitual figura del mentor, la historia de la literatura está llena de mentores. El mentor no se expresa sólo a través de lo textual, sino sobre todo por fuera. Se expresa a través de una franja muy amplia de discursividad, donde interviene lo físico y corporal, lo político y lo imaginario. Se trataría de una forma de proyección que no se asienta sólo en lo textual, algo coloreado fundamentalmente por la vida en un sentido amplio. Un ejemplo más o menos reciente, y muy apasionante, es El libro de Tamar, de Kamenszain Tamara. Allí uno puede ver cómo se va hilvanando un juego recíproco entre dos mentores, Héctor Libertella y ella. Pero también es notable cómo Tamara escribe su vida a partir de la reconstrucción de un archivo que sólo el relato convoca. A este tipo de experiencias me refiero cuando hablo de discursividad no necesariamente textual: cuando el texto produce una desinencia que hace hablar de otro modo a la figura que viene a ser su soporte.
Sergio Chejfec por Juan Carlos Comperatore
La idea del apunte permite evitar, por un lado, la progresión narrativa, y por el otro, el uso del narrador. ¿Fue algo buscado el hecho de quitarle protagonismo a ese personaje preponderante en la mayoría de tus libros?
A lo mejor sí, pero yo lo viví de otro modo. El apunte, realzado en cierto modo por la organización en incisos numerados, me permitió, al contrario, desarrollar el texto de una forma explícitamente digresiva. La digresión se asocia en general con un desarrollo lateral y algo medio proliferante, que se traduce en un continuo textual. La digresión es apasionante. ¿Pero cómo hacer que una digresión no sea igual a sí misma? El apunte numerado fue una forma de apelar a una jerarquía ausente en la mera textualidad digresiva. Esa jerarquía prestada, otorgada por los números, creo que actúa en el inconciente del texto. Se va imponiendo a medida que se escribe: la digresión obedece así a un mandato menos deambulatorio. Es probable que al leer las páginas esos números sean pasados por alto. Pero aún en ese caso podrían seguir operando como marcas gráficas que pese a resultar invisibles enmarcan un virtual parlamento.
En cierto momento se lee: “Más que una escritura, el escritor debía atribuirse una forma”.
Quiero decir que, en casos como los de Samich, la forma debe regir la escritura. No me refiero a las características formales de una textualidad, sino a la vida individual como forma orgánica en la que escritura y experiencia convergen. Son cosas que acaso sólo puedan describirse de modo aproximativo. Gracias a la forma es que Samich reúne a su grupo de seguidores. En su forma confluyen varias cosas, textuales y no textuales. Y en un punto, su textualidad traduce una forma o estilo muy adherido a su manera de ser como persona y a su identidad social. En cierto modo, cuando alguien se constituye como autor convierte su escritura en una forma. Hay autores que poseen escritura, pero carecen de forma. Ese es uno de los grandes misterios de la literatura. Escrituras inobjetables, cargadas de complejidad, belleza, efectos y resonancias, que no alcanzan a irradiar de manera orgánica esa forma del autor o autora. ¿Hay que llamar “estilo” aquello que falta o sobra? No estoy seguro, a lo mejor habría que revisar la noción de estilo, quitarle su halo de inefabilidad y vincularlo más a una especie de ideología autoral.
En tus escritos no sólo hay un tono y una frecuencia característicos; también hay un rango semántico reconocible: me refiero a términos como “vacilación”, “provisorio”, “incompleto”, por mencionar los más frecuentes. En cierto modo, la inclinación por la indeterminación parece sostenerse en un programa o postura, en una moral, por más fragmentarios y penumbrosos que sean sus efectos. ¿No consideras, entonces, que hay en tus obras una asertividad mayor a la enunciada?
Es probable, sería una asertividad no asertiva. Al igual que la medicina, la literatura propone un saber siempre aproximativo. Y de nuevo, la hebra de la ficción no se esconde tanto en el avatar de la anécdota o la peripecia, que es una dimensión importante, sino en el grado de incertidumbre que el relato propone en relación con el significado. La literatura sigue siendo un bastión de no literalidad sometido a tensiones. Es casi el único discurso que puede permitirse ese lujo, gracias a que la misma literatura lo consideró siempre como un derecho y a la vez un privilegio exclusivos.
Por último, muchas veces un escritor impone, incluso a su pesar, las condiciones en que luego será leído. (Pienso en Aira cuando habló de la “huida hacia adelante” y la crítica se acopló a la fórmula). Teniendo en cuenta que tus libros se caracterizan por una constante reflexión sobre sí misma, ¿te encontraste con alguna lectura sobre tu obra que te sorprendiera en el sentido de advertir algo nuevo?
Bueno, Aira es un autor conceptual. Cada una de sus historias es una propuesta que requiere de una exposición textual armoniosa y clara para poner en evidencia la paradoja o contradicción que anima al planteo. Y por lo mismo, la fuga hacia adelante es una manera de desbaratar esa transparencia que debió levantarse para formular el desarrollo. Es lógico que él lo haya expuesto y que la crítica lo recogiera; pero la crítica lo sabía de antes, aunque sin formularlo de esa manera tan plástica ─aparte, se lee más atentamente a Aira que a sus críticos─. Pero me interesa más la pregunta desde otro ángulo: ¿Cómo un autor se libera de lo que escribió? ¿Debe liberarse? Cada nuevo libro arma un “sistema” con lo escrito antes. Ese sistema no está únicamente llamado a ser descripto por la crítica, sino que opera hacia el futuro y también hacia el pasado en la conciencia de la escritora o escritor. Hace poco volví a leer algunos relatos de Silvina Ocampo. “El vidente” es póstumo, no sabemos el título que ella le habría puesto. El editor propone cuándo habría sido escrita la parte central del relato. Pero habiendo aparecido bastante después de su muerte, es prueba tangible de cómo con su aparición cambia la manera en que podemos leer varios de sus relatos más emblemáticos, como “Autobiografía de Irene” o “El impostor”. Es como si “El vidente” hubiese trastornado lo escrito y publicado por ella, porque les hace decir cosas que en apariencia no decían. Como si Jacinto Malvi escribiera su vida después desde la ultratumba del mismo modo como su escrito reescribe algunos textos previos de Ocampo. Entonces, para mí la pregunta no es cómo dialogan los libros o las propias ideas con las hipótesis o comentarios críticos, sino cómo cohabitan con sus pares, su textualidad colindante. No porque su existencia esté amenazada, sino porque resulta a la larga modificada por esa constante y probablemente fatal hermandad. Otro ejemplo a lo mejor más drástico es Sebald. Por efecto de su muerte temprana, Austerlitz terminó siendo el último libro. No sabemos qué habría escrito después. Pero la novela se desentiende bastante de los libros anteriores, que resultaban más incitantes en varios sentidos. Entonces, por efecto de la última obra el sistema Sebald se orienta en otra dirección, con independencia de que esos estupendos libros previos hayan permitido una gran floración crítica. En mi opinión, la pregunta no es tanto si la obra de alguien dialoga y de qué modo con la crítica, sino cómo termina tramando un solipsismo con la propia obra. Quizá de ahí ese interés que señalaba por el vestido.
7 de julio, 2021
Apuntes para un panfleto
Sergio Chejfec
Gog & Magog, 2021
80 págs.