En esta primera novela, que Jennifer Croft (Oklahoma, 1981) escribió originalmente en español, la lectura abandona los parámetros lingüísticos tradicionales para entrelazarse con la imagen, puntualmente, con la fotografía, gracias a un procedimiento de exaltación semiótica que invita a una aventura híbrida y, por momentos, rupturista. En este sentido, la novela habilita, al menos, dos tipos de lectura: la lingüística y la pictórica.
La lectura lingüística refiere sobre las complejas relaciones que Amy entabla con su entorno en Oklahoma: en primer lugar, con su hermana menor Zoe, quien padece una serie de complicaciones patológicas; en segundo lugar, con sus padres y, por último, con su círculo íntimo extrafamiliar. La relación entre hermanas constituye la centralidad de la historia y focaliza en las desigualdades cognitivas entre ambas: la voz narrativa autobiográfica presenta a una Amy ávida de conocimientos, llena de indagaciones y con una potencialidad latente por saltar los lindes de su entorno familiar; Amy como una auténtica joven prodigio que accede a la universidad a los quince años; Amy que se enamora, que sufre por amor, que se apoya en amistades universitarias, que se divierte en los previos momentos de profunda melancolía, que busca en el conocimiento del idioma ruso una excusa para socializar, para crecer, para dejar atrás la idiosincrasia familiar que se le representa como un lastre para sus anhelos, tal como experimenta María Micaela Stradolini, la protagonista de Nosotros, los Caserta, de Aurora Venturini (1992) o bien para explicitar las huellas de una familia disruptiva, tal como aparece en las novelas de Ariana Harwicz.
En esta maraña de idas y vueltas, de encuentros y huidas, de risas y llantos, Amy y Zoe se transforman en las fichas del juego hindú que da título a la novela: dos subjetividades conflictivas y en plena ebullición ─a su modo─ que buscan su destino o, al menos, un punto de llegada existencial más que lúdico, aunque, en la consecución del mismo, habrá repulsiones y anhelos en el trazado de los distintos casilleros.
La composición de la novela apela a una fragmentariedad sostenida desde diversas aristas, entre las cuales sobresale la naturaleza intersticial de su realismo: cada capítulo propone un recorte vivencial, ciertamente arbitrario, que se configura como instantáneas fotográficas con pretensiones de detener el tiempo pretérito para indagarlo, para deconstruirlo, para acecharlo desde la memoria, desde las imágenes, desde lo visceral. Cada capítulo es una suspensión en la vida de Amy y, por transitividad, en la de Zoe; una suspensión que implica la alteración de un orden débil y laxo donde, en la mirada retrospectiva, se ha salido de los casilleros asignados; paradójicamente, esta misma suspensión es la que habilita una nueva interpretación del pasado, un pasado poblado de sensaciones familiares, de amores frustrados, de flagelos íntimos, de amistades cómplices, de viajes y de nostalgias. Otra de las aristas aludidas apunta a la estructura interna de los breves capítulos distribuidos en dos partes: “Amy extraña” y “Amy traduce”, pero también la lectura puede entenderse desde la idea de apartados diseminados en estos dos capítulos, ya que las frases que representarían los respectivos títulos se alinean a la izquierda y están en cursiva, y aquí también se aplica lo intersticial. Más allá de esta cuestión, cada apartado/capítulo posee un encabezamiento de una a cuatro líneas que, a modo de breve párrafo, anticipa la lectura del cuerpo del texto; estas frases realizan la apertura de cada apartado/capítulo apelando al intersticio como recurso estilístico y adquieren valor no solo con el texto que se presenta debajo, sino también en su vinculación con las otras frases de los demás apartados/capítulos, por lo que ─en una lectura cortazariana─ es válida la continuación y el entrelazamiento de todos estos encabezados (¡queda hecha la invitación!); como última acotación, no debe omitirse su densidad intersticial dentro del universo narrativo de la novela, a tal extremo que en la página 54 únicamente se presenta el encabezamiento sin texto debajo, por lo que le otorga una pauta de valor en este sentido.
En una lectura pictórica, la novela ofrece veintiuna fotografías esparcidas a través de sus páginas y subyace en ellas un sentido intersticial: breves retazos del más puro realismo que, lejos de pretender una mirada panorámica, se detiene en el ínfimo detalle para exaltar la incompletitud del entorno, de la escena, de la situación planteada. Sosteniendo, quizás, la misma funcionalidad de los distintos encabezamientos, las imágenes expuestas posibilitan, en primer lugar, una lectura autónoma per se; en segundo lugar, una lectura intertextual con dichos encabezamientos y, en tercer lugar, una lectura integral con el espacio lingüístico. Como Amy es una amante de la fotografía y la concibe desde la conjunción de lo comunicativo y lo estético, las fotos generan un espacio de metacognición entre la protagonista y la autora, una referencialidad que indaga el mundo exterior para la reflexión narrativa. Asimismo, las imágenes permiten trazar ─tanto a nivel narrativo como pictórico─ un puente entre las hermanas cuando lo verbal se diluye o se quiebra: “Y ahora, al mirar las fotos ─cada una tan equilibrada y tan perfecta─, se da cuenta de que cada foto que sacó en su vida fue, en realidad, un retrato. Y que cada retrato es un retrato de Zoe”.
Serpientes y escaleras hace explotar un realismo crudo, íntimo, confesional y fragmentado en múltiples percepciones, donde lo sensorial cobra una fuerza decisiva para erigirse como andamiaje narrativo. Esta misma naturaleza íntima y fragmentada de la superficie textual es la que se corresponde, como un diálogo silencioso y cómplice, con las fotografías en esas dos claves de lectura mencionadas anteriormente. La escritura de Croft, por último, delinea un realismo de escorzo: como técnica pictórica, propone, en su fragmentariedad, una mirada de considerable profundidad sobre los hechos, sobre los detalles y sobre las tensas relaciones humanas; una mirada siempre incompleta, soslayada, intersticial, que apela a la superación de los casilleros para la obtención del sentido, de la(s) meta(s); como término fenomenológico (Edmund Husserl), habilita una exégesis sobre las relaciones existenciales entre dos hermanas y la búsqueda constante de un destino en construcción, un destino permeable y movedizo donde cada instantánea cuenta: “Cuando te ponés a pensar en todo lo que le puede pasar a alguien a cada instante [...] te das cuenta de que es un verdadero milagro que cualquier persona viva siquiera un minuto”. Una mirada escorzada, intersticial e inferencial para leer a Croft.
13 de octubre, 2021
Serpientes y escaleras
Jennifer Croft
Entropía, 2021
188 págs.