En un espacio abierto, rural aunque indeterminado –podría tratarse de México, de Colombia, de Perú– henchido de vida ancestral y precolombina, de ritos y ceremonias, una mujer, en un punto indistinto de la sierra, bebe un veneno porque, después de toda una vida supeditada a vejámenes y deseos de otros, probablemente sea la única decisión que quede por tomarle. Cuando los grandes relatos se han licuado por descrédito, nada queda por hacer, no por lo menos para una mujer vacía de horizontes posibles: “si este país ha dado un mesías, ya está muerto,/ si ha dado un hombre de paz al menos, una mujer libre,/ un genio sin avaricia,/ una verdad,/ ya están muertos./ Por qué sigo viva yo?”.
Clyo Mendoza (Oaxaca, 1993) indaga la respuesta a esa pregunta (que, como toda pregunta literaria, claro, carece de respuesta unívoca) en Silencio, libro que articula, en dirección narrativa, una prosa poética que pretende escapar del antropocentrismo para auscultar el mundo circundante y palpar, allí, un mundo invisible a los ojos aunque próximo a la percepción delicada. En capítulos que maridan el castellano con algunas efervescencias de zapoteco de Tehuantepec, la canción popular con líneas de manuales del Ejército Mexicano y crónicas policiales, Mendoza propone seguir, sin ninguna claridad lineal –antes bien, con la opacidad de la polivalencia poética– el camino de Águeda, la hija de la suicida, que busca el cuerpo desaparecido de su madre. En esa desaparición, afirma la autora, se cifra un crisol de desapariciones: las que ahogan la historia reciente de México y, al mismo tiempo, evocan las producidas por la conquista y la evangelización.
Encontrar a la madre tal vez sea, en otros términos, aguzar el oído, porque los muertos, como nos recordara el maestro Rulfo, tienen voz. Quien habla, aquí, es el yo poético de la muerta: “Escucho a sus animales/ llamarse con nombres propios./ No recuerdo mi nombre/ No importa mi nombre/ Podría llamarme tierra./ Podría llamarme tierra./ Podría llamarme florecida árbol leño orquídea/ los escucho/ tienen nombres endrinos y su voz/ es la de piedras/ rompiendo piedras”. En unos pocos destellos narrativos, Mendoza sugiere la violencia del padre de Águeda para con su madre; sugiere, incluso, que este último conoce el paradero del cuerpo materno. Cuerpo vejado y desaparecido que se articula con el de las minorías todas: mujeres, disidencias, culturas aborígenes, niños.
La concepción animal permite distanciarse de los núcleos de poder que ejercen dichas violencias patriarcales –Estado, Ejército, el narcotráfico–; del mismo modo, una forma territorial y posesiva se intrinca, parece decir la autora, con toda humanidad concebida desde los paradigmas occidentales. Así, “reflexiona” un caballo: “[Los] hombres sufren y gozan para hacer su historia. Necesitan decir: lo mío, lo otro, yo. Viven para contarse a sí mismos. (...) Su dolor es proporcional a la alegría que estuvo y se fue. Su alegría es proporcional al dolor de perder lo que todavía no se ha ido”.
Ganadora en 2017 del Premio Internacional de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz, Silencio modula la vivencia literaria con la personal. El caso de Águeda replica el de una amiga de la infancia de la escritora, que desapareció misteriosamente de su comunidad ni dejar rastro alguno. Los rumores circularon de inmediato: víctima de trata o secuestrada, tal vez, por el crimen organizado. Las hipótesis aún no se demuestran. Como fuere, Mendoza invoca al fuego poético con la esperanza de que las voces históricamente silenciadas sean, de una buena vez, escuchadas por ese resto de bondadosa humanidad que pervive, aún, en nosotros.
26 de febrero, 2025
Silencio
Clyo Mendoza
Almadía, 2023
184 págs.
Crédito de fotografía: Daniel Mordzinski.