[...] la escritura es un capítulo de la Física
cuántica pero también lo es de la Anatomía y casi,
diría hoy, una verdadera catástrofe psíquica.
Nicolás Rosa, Los fulgores del simulacro
A mediados de 2022, publiqué un libro llamado Laiseca (Editorial Entre Ríos). Ahí digo que Sindicalia (la fuente de la eterna anti-juventud), la primera obra de Alberto Laiseca, es un eterno inédito sobre el cual apenas podemos atrevernos a especular. Y agrego: “Si Sindicalia es una novela autónoma o una descartada forma de Ur-Sorias, es algo que quizás sepamos algún día”. Bueno, como para profeta me faltan varias materias, el algún día llegó un par de meses después, cuando se anunció que Random iba a publicarla junto con una reedición de La puerta del viento y la última obra de Laiseca, también inédita hasta ahora: Camilo Aldao. Alfa y omega. O más bien, emulando ese gesto retroversivo de Saer en sus Cuentos completos, de omega a alfa. Y más allá de malabarear acerca del papel extraño que una editorial como Random puede hacer jugar a un autor como Laiseca (creo que los debates babélicos a fines de los ochenta en torno a la publicabilidad de Lamborghini en España agotaron un poco esa línea de discusión) y más allá también de juzgar los criterios de la edición, podemos finalmente apagar el fuego de la curiosidad morbosa. Leer a ese Laiseca de juventud, caoísta, manijeado con la idea fija de no publicar por razones de anti-sindicalismo.
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Uno puede apegarse al texto por medio de muchas filiaciones: cómo un producto de los años sesenta, una suerte de coda o epílogo de la experiencia opiúfica (aun cuando Laiseca no participó estrictamente de Opium): una novela-artefacto, anti-novela para armar post-cortazariana, enhebrada de fragmentos espantaburgueses donde campea una imaginación surrealista, una ideología anómala y conspirativa, un desborde de humor negro y verde, una jactanciosa declaración de juventud outsider... una obra asociable a obras fraguadas durante esos mismos años: Invitación a la masacre y Señal de fuego de Marcelo Fox, Siete historias bochornosas de Reynaldo Mariani, Tiro de gracia de Sergio Mulet e incluso, saliendo del circuito opiúfico, el “remolino textual” de El amhor, los orsinis y la muerte de Néstor Sánchez y esa generacionalmente sobrecodificada patafísica modernosa que es la novela tipográfica A bailar esta ranchera de Horacio “Pepe” Romeu, suerte de clausura de los años sesenta y apertura de los setenta... por no invocar ya El Fiord y El frasquito. Sindicalia entonces, puede leerse como parte de esa “nueva escritura en Latinoamérica” que, menos de una década después, Libertella definirá por su tendencia a funcionar más por desplazamiento que por creación.
Por una manía contextualizadora (no necesariamente errónea) uno podría decir que Sindicalia y, por extensión, una novela-mundo como Los sorias, que hace de la exuberancia irracional del poder una vía para la purificación ontológica, sólo es posible en un orden sociopolítico en constante fragmentación y simulacro, como lo era la Argentina de los años sesenta y setenta, entre la necrofilia de un peronismo fantasma, los golpes cíclicos, los gobiernos títere y el juego de tronos sindicalista: un mundo donde la administración del poder se encuentra en permanente diferencial entre lo continuo y discontinuo, una coyuntura donde la red política como referente real y su caricatura como signo cultural se superponen hasta volverse indistinguibles. Por ejemplo, la historia del sindicalismo argentino durante esas décadas es verdaderamente insatirizable en la medida en que sus razones se ramifican laberínticamente hasta volverse intrigas novelescas y sus resoluciones adquieren cotas desmesuradas de violencia tribal. Insatirizable, la realidad se vuelve la propia sátira de sí misma. Sólo en un marco semejante pueden engendrarse escrituras en constante amplificación exponencial de simbolización, contraépicas donde el problema del poder se expresa en una semiosis infinita hacia su propia saturación surrealista. Caricatura que escala sobre sí y se torna autosofisticante para sobrepasar la constante esperpéntica de la realidad: hay veces que toda la naturaleza adopta una actitud goyesca.
El crítico se tienta en decir que, al leer Sindicalia, uno no ha entendido X (el polvorín de conflictos internos del sindicalismo, de intereses creados, presiones ideológicas y atentados sangrientos; la atomización y balcanización de la CGT en el período que va de la Revolución Libertadora al asesinato de Rucci, pasando por el clima de tensión del Onganiato y el pico de terror político emblematizado en el asesinato de Vandor) entonces no ha entendido nada. Naturalmente, el riesgo de sobrecontextualización puede arrojarnos al dominio árido de un contexto insuficiente, de atributos casi negativos para definir la obra y que, al fin y al cabo, someten las virtudes pulsionales de una ética de la lectura, signadas por la inutilidad inactual e individual, a las supersticiones de una moral de la crítica, capada por el imperativo de la utilidad actual y colectiva. Recordemos que este clima también ¿habilitó?, ¿engendró?, ¿enmarcó? una poética como la de El Fiord, donde una pornopolítica de sustancia surrealista –puntualmente batailleana y artaudeana– se convierte en el utensilio tecnológico privilegiado para figurar y onirizar la violencia coyuntural.
El estado de Sindicalia es esbozo de la geopolítica imaginaria de Laiseca en Los sorias: puntualmente el estado de Soria, que es la potencia donde se concentra esa dispersión de sectas irracionales –“los sindicalistas recalcitrantes [...], los sinarquistas, los intemacionalistas del tipo que fuese y, a medida que pasaba el tiempo, los exateístas, icosaedristas, orejanos, naricerarios, cularios, etc., en una cantidad cada vez mayor. Eran cientos de miles”–, y es el estado enemigo de Tecnocracia, cuyo régimen consiste en “gobernar sin Sindicatos” (Id.). Según el orden tecnócrata,
los sindicalistas están más interesados en el Sindicato, en que éste crezca, sea próspero y estable, que en los afiliados mismos. La lucha que llevan a cabo por los asalariados, es, en realidad, la excusa que les permite mandar.
Decían los tecnócratas: «Si los Sindicatos hubiesen permanecido en la Tecnocracia, aunque sea dependientemente, se la habrían tragado, como hicieron con la Revolución rusa. La fuerza de los sindicalistas no está tanto en el Sindicato, como en su fe en él y en ellos como casta. Tales personas son inasimilables a una idea política cualquiera, aunque digan compartirla y hasta aunque lo crean».
Ahora bien, esta misma lógica sindical, que Laiseca conoció más bien empírica antes que teóricamente, debido a sus sucesivos trabajos como peón de cosecha, ordenanza y empleado de telefónica, fue la que encontró al comenzar a nuclearse en el milieu artístico-literario de la bohemia porteña de los años sesenta, especialmente de ese bestiario de animales mágicos y energúmenos de la novedad que asediaba el Di Tella. La homología entre ambos mundos y sus vasos comunicantes, por influencia vertical, resultó ostensible para Laiseca, acostumbrado obsesivamente a detectar el “signo Anti” en todo fenómeno humano. No sólo los sindicalismos de la política y del campo literario, sino también los “sindicalismos del alma”, es decir, todas las fuerzas interiores que propenden a la anulación masoquista de la propia soberanía psíquica y la libertad de acto.
Laiseca ha mencionado a menudo, como parte de su mito biográfico, ese período de recienvenido a Buenos Aires, época en la que, enredado en la manija purista de mantenerse inédito, vegetaba en la esterilidad de una prosa discontinua y hermética a la que denominaba caoísmo. Sindicalia sería el producto más acabado de esa fórmula trunca. Es probable (siempre en pos de reforzar el mito) que la muerte de Marcelo Fox en 1972, pero incluso antes, haya marcado una cisura en la identidad artística del Monstruo: si Fox proclamaba su infame “antes suicidarse que pactar”, en ese punto, comprendiendo el riesgo de hundirse en el mismo barro, Laiseca decide “pactar”. En un plano de superficie, cede a publicar como medio para comunicar y exorcizar ese miedo que recorre Sindicalia: no poder compartir lo suyo, que nadie lo comprenda y autocondenarse a delirarla solo. Ahora bien, en un plano de profundidad, el vínculo de maestro-discípulo que lo une a Ithacar Jalí le permite purificar sus núcleos obsesivos. Si una obra trascendente sólo puede ocuparse del mayor tema de todos –la guerra entre el Ser y el Anti-ser y, asimismo, cómo detectar al Anti-ser, tanto en las grandes manifestaciones del poder político como en las macroesferas astrales y en las minucias domésticas–, la potencia no sólo debe ubicarse en el polo expresivo, en la fotosíntesis autónoma de un autismo imperial, sino también en el polo comunicativo, en los puentes humanos capaces de transmitir, de transparentar la opacidad de un saber oculto. Este pacto Laiseca lo selló con “lo novelesco”, con el centro gravitatorio de la trama y la dignidad antropológica del relato, que es precisamente aquello que todavía no hace acto de presencia en Sindicalia, donde lo atramático adquiere el rango de un arma defensiva y un desafío de individualidad arrojado a la cara macilenta de la cultura petrificada. Cuando descubra la esterilidad que puede engendrar el gesto hermético, su volantazo lo conducirá a lo novelesco puro, táctica en cierto modo (aunque por razones hasta cierto punto opuestas) homologable a la que le permitirá a Aira pasar de Moreira a Ema, la cautiva. Una obra ocupada en el problema de cómo humanizar no puede desatender las formas del magisterio y la persuasión.
Ilustración de Marina Conde de Boeck
Es claramente la obra de un joven sublime cuya convicción de superioridad le lleva a sentir el vértigo de la invulnerabilidad. Cuando logre purgarse de esa manija, comenzará a convertirse en maestro. En este sentido, una obsesiva cruzada estética, de fuerte herencia distorsiva y onirizante, a la que bautiza como “realismo delirante”, se volverá el medio privilegiado para sistematizar una filosofía esotérica y total cuya finalidad ideal no estaría en la canonización literaria, sino en su aplicabilidad directa a “la vida misma”.
En Sindicalia, sin embargo, ya está todo, aunque comprimido hasta la ineficacia. Eso sí, a no confundirse, lleno de inesperadas eficacias e iluminaciones que nos llevan a recordar que no estamos leyendo, por ejemplo, a Romeu, sino a Laiseca. El druida supremo que concibió Los sorias. Están sus prototípicos materiales plebeyos, sus malas lecturas, las supersticiones privadas... lo wagneriano, el politeísmo, la magia, la malicia macabra, los edictos dictatoriales... El clima de los bares de la Manzana Loca, las referencias a Jalí y Mulet, la anticipación del motivo recurrente de los enemigos de pieza y las eternas batallas en el convivio pensioneril; los espacios domésticos como voyage autour de ma chambre amplificables a una topología geopolítica; el diccionario propio (blindaje, anti-Mozart, manija, soria, etc.); los zombies, las armas brujas y los esoteristas idólatras y castradores, la Tecnocracia y su cruz, el Monitor, la remisión a guerras mágicas y la invocación del nombre de Ayn Rand, la utopía de construir una guarida secreta o refugio anti-padre, el deseo gozoso de escalar una arquitectura antigua y de pasearse entre ruinas civilizatorias como un viajero astral por el desierto del tiempo curvo.
Una tirada grafómana de frases, escenas, diálogos, teorías raras, sueños... Un cuaderno fragmentario de apuntes que se amplifica hacia adentro por un brumoso sustrato narrativo (el periplo del personaje –boceto de Personaje Iseka– para alcanzar su salvación contra las ambiciones “anti” de las sindicalizaciones unificadoras). Para alguien que no venga del universo Laiseca, Sindicalia es un mamotreto casi incomprensible (en ese sentido, el volumen que la incluye comete la relativa prudencia de colocarla al final, para no expulsar). Pero es un mamotreto Mozart, sacrificial, que exige del lector idéntico sacrificio al que ofició el autor, como si le dijera al principiante: no todo es comprender y gustar en la vida, sino que uno debe pegarse a la escritura y dejar que penetren a goteo sus pasiones anómalas.
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En Sindicalia, Laiseca se manifiesta contra el monólogo, contra la monologación manijeada y la impurificación monologante de proyectar el Yo en todos los personajes. Se debe formular un diálogo genuino, una dialéctica, y respetar la sangre de los personajes. Esta misma ambición –que una obra movilice ideas a partir de una dinámica polémica de agonistas, a fin de escenificar un aprendizaje, un crecimiento– volverá, refinada y sofisticada, en Los sorias, cuando el Kratos de las Lenguas, Enrique Katel, le escriba a Personaje Iseka una carta que se ubica en el núcleo astral de toda la escritura laisequiana.
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Si hay una energía opositora en Laiseca, ésta se dirige contra el vacío y la mala fe de su propia generación, una era de artistones modernosos, gremios de prestidigitadores, militantes del capricho y filósofos a la violeta. Contra los intelectuales, contra sus poses, sus desgates, sus sindicalizaciones, sus gravitaciones fetichizadas, sus poliglotismos cipayos mezclados a sus exigencias de autofagia argentinizante, sus jergas castradas, sus autoengaños éticos, sus progresismos hipócritas, sus demenciaciones estéticas, sus conservadurismos monológicos y toda la panoplia de ideologías chascas y oportunistas que exhiben para evitar enfrentarse a la terrible realidad de sus condiciones estériles. El intelectual no percibe el signo Anti en las cosas, no comprende la realidad concreta del Anti-Ser y la guerra cósmica en la cual toda persona que quiera salvarse debe participar. Esa es la gran energía que potencia su escritura. Leer “Escritor fracasado” de Arlt como antesala a Laiseca emite un fortísimo quantum de coherencia. “Escritor fracasado”: cuento mil veces leído por la generación de Piglia, pero, a la vez, cuento jamás realmente leído.
Laiseca comprende que salvarse no es una tarea fácil. Como dice en uno de sus relatos tempranos: “Hay poderosas fuerzas mágicas adversas que luchan para que no pueda hacerte crecer”. Es, de hecho, casi imposible. Estando en guerra paranoica, continua y discontinua con el Anti-Ser, se requiere construir una fortaleza blindada, sin fisuras ni grietas. El Anti-Ser aprovecha cualquier descuido. Por ejemplo, un intelectual con una sistemática formación político-ideológica tiene un altísimo muro de defensa (jamás será, en principio, un idiota político), pero... al faltarle los otros tres muros y el techo (digamos, una formación metafísica, ética, artística, científica, etc.), el Anti-Ser lo ataca por otros flancos... y lo derrota. El intelectual del ejemplo, con el tiempo y sin tener la menor idea, camina en cuatro patas y se comporta como una piltrafa pateable. El Anti-Ser tiene piedra libre para manijearlo las veinticuatro horas de los siete días de la semana. De día y de noche, despierto y dormido, el Anti-Mozart le susurra juicios rancios y chascos al oído. Entonces, ¿cómo erigir una fortaleza digna de los héroes? A través de un sistema macro, de una summa universal y ambiciosa. No importa que los materiales de la construcción sean crotos o precarios: lo que importa es el principio voluntarista de erigir una totalidad. La obra de Laiseca constituye en sí misma una arquitectura defensiva, perfectamente equilibrada, una catedral con dos torres (Los sorias y El jardín de las máquinas parlantes), habitada por un rango amplísimo de fuerzas: todas las emociones (risa, terror, aburrimiento, diversión, profundidad, superficialidad, sacrificio, galardón), todas las épocas (tecno-futuro, presente, guerras mundiales, Renacimiento, Antigüedad, prehistoria, hasta el precámbrico y su fauna vermiforme), todas las naciones (las remotas, las reales y las apócrifas, las imaginarias, las posibles, las imposibles), todas las palabras del diccionario (español castizo, arcaico y caballeresco, hippie, lunfardo, gauchesco, provinciano, etc.). Usar lo falso y lo falseado, el conocimiento plebeyo, para que el error trabaje para uno y no a la inversa: “todas esas imágenes desprovistas de proyección son falsas desde el punto de vista continuo pero resultan discontinuamente verdaderas”.
Se necesita entonces un sistema, una cosmovisión, una ontología, como insistía siempre Laiseca. Una fortaleza que atienda a los vientos de los cuatro puntos cardinales. Para que no se le vuele el techo al rancho, se necesita ser un croto-mago que se rodee de escudos y talismanes, capaz de reconocer que el sentido último de la literatura es su instrumentalidad mágico-civilizatoria, no su fetichización como moneda de cambio para librecircular por los corredores estériles de los sindicatos. ¿Cómo convertirse en el ejército de un solo hombre, en constante vigilancia de la purificación artística de sus actos? Por empezar, entendiendo que ser un solitario no significa estar solo, pero que comunicar no implica perder la trascendencia de la orgullosa individualidad, la mística individual. Y, luego, comenzando la laboriosa construcción de un monumento esotérico cuya arquitectura requiere tiempo, sacrificio (“tengo que seguir el camino tortuoso”), reclusión, alianzas, dolor, deshinibición y canalizaciones de las fuerzas profundas. “Se necesita una profunda purificación, mucho dolor y obsesión”.
Pasó el tiempo y ciertos entusiasmo experimentales de los sesenta quedaron autocaricaturizados, degradados a espectro. Hoy estarán quienes lean Sindicalia y piensen: “qué tipo intenso y exagerado que era el joven Laiseca”, y con una media sonrisa, como hipnotizados, se van a comprar la próxima novedad editorial que el templo de los mercaderes esté dispuesto a enchufarles en el lóbulo temporal. Pero hay que ver que “todo lo importante resulta exagerado”. Se necesitó de este caos de ira y obsesión que es Sindicalia para llegar a Los sorias. No miramos esta obra desde arriba, como un fósil. La miramos desde abajo, como miramos las primeras pinturas todavía eyckeanas de El Bosco. Sus vías intuitivas no dejan de ser misteriosas. Todavía hoy nuestro mundillo literario es un Sindicato Único adorador de Baal, paralizado por la lógica infantil de un oportunismo infame que no se detendrá hasta tenernos en cuatro patas pidiendo las sobras del plato del precario aspiracionismo cultural. Sindicalia no es un perimido proyecto de época rescatado para nuestro deleite morboso, una juvenilia que podemos meter en una pecera de cristal para mirotear con aires de superioridad, un boceto precoz de alguien que busca llegar a “buen escritor” y a una modesta celebridad local. Es el tanteo salvaje de un filósofo salvaje, de un gigante atado y amordazado que está aprendiendo a desgastar las correas que lo sujetan y que reclama: “Yo quiero ir a la fuente del Mal. Aunque deba destruirme”. No busca fama, sino merecer los salones del Valhalla después de la muerte. Alguien que entiende: “Un hombre incapaz de hacerse odiar por los anti-Mozart o por lo menos la crema de ellos es el hombre no virtuoso”. Entender a Laiseca en la literalidad de la instancia referencial a la que apunta. “Sólo un folklore interno tiendo yo a tomar en serio”, “Creo en la iluminación a través del sacrificio personal”, “La letra sólo entra con la sangre del que la escribió”. La literatura no como el bien intercambiable de un colectivo de cortesanos, sino como un instrumento para saber cómo vivir y cómo ubicar los ejes centrales del Mal y cómo actuar contra ellos. Convertirse en un individuo digno de tener sensaciones importantes.
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El proyecto laisequiano que inaugura Sindicalia abre con Personaje caminando, observando, recibiendo impresiones y, ante todo, declarando ese desmarcamiento total que será la piedra de toque de su escritura: “soy un ser de otro planeta”, “yo pertenezco a otra época. Que no es el pasado y desde luego tampoco el futuro”. Obsesionado con los sindicatos y las máquinas destructivas, consagrado a detectar el Signo Anti en todo. Atrapado en un bucle temporal donde el futuro devora al pasado y el pasado reemerge en constantes archifósiles, lógica de la ruina que justifica el propio caos fragmentario de la obra y que, ulteriormente, cuando Laiseca renuncie al caoísmo, sobrevivirá como obsesión archivística y arquitectónica. La ucronía como táctica para volver trascendente todo juicio: al magnificar macroscópicamente un terror político puntual y dispersarlo en una línea temporal de equivalencias, se descontingencializa la representación. Hablar del nazismo, de Babilonia, del antiguo imperio chino o del desfile de caudillos y militares argentinos termina disponiendo un mismo fresco. Los sorias será precisamente la potencia hecha acto de esa ucronía donde todo el poder convive superpuesto. Al aniquilar la separación entre pasado, presente y futuro, se obtiene un producto alquímico universal donde la dinámica real entre el Ser y el Anti-Ser se devela y se optimizan los modos de purificación en todos los niveles: el nazismo, así, pasa a ser uno de los tantos nombres del Anti-Ser, pasible de ser encontrado no sólo como fenómeno histórico particular, sino como atributo de la propia mente, compuesta de campos de concentración de masoquismo, SS de manijas y Gestapos de bloqueos castradores.
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Si Nicolás Rosa afirma que “Somos lectores de lo universal, pero sólo somos escritores de lo particular. En esta 'falsa' y cruda paralogía se asienta uno de nuestros conflictos mayores”, podría decirse que Laiseca hizo el esfuerzo sobrehumano, sacrificial, de invertir el orden natural y metabolizar esa universalidad de sus lecturas en una escritura que no aterrizara en lo particular, sino que mantuviera su nivel de flotación universalista. Sí, esto sólo puede ser producto de un razonamiento involuntariamente inválido, de un paralogismo, y, de hecho, todo el realismo delirante, todas sus tesis y ejemplos, sus simbolizaciones, son engendros del paralogismo. Pero paralogismos trascendentales. Laiseca lee mal y piensa mal. Esa es su potencia. Para leer bien y pensar bien tenemos a otros. Laiseca lee, piensa y escribe para metabolizar, no para formular concordancias entre mente y mundo. Y su sistemático pensamiento mágico, paranoico y apofénico, logra ser, paralógicamente, más isomórfico respecto de la realidad que todos los esfuerzos de su época por pensar adecuadamente. La mayor parte de la literatura ofrece una maroma de confusiones que, si intentamos aplicarlas a la vida, nos atropella el 159 en la esquina. Laiseca intentará siempre ser claro en sus oscuridades, de modo que uno pueda leer sus libros gordos y salir a vivir en un estado de aplicacionismo verticalista de grandes ambiciones filosóficas. Instrumentalizar la paranoia. Paranoico para ser feliz y blindar mente y casa de los flujos desontologizadores. Sindicalia todavía no es claro. Como dijimos, todavía no había muerto Marcelo Fox, entonces Laiseca no sabe las consecuencias físicas que tiene la manija (en ciertos casos extremos, la decapitación).
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Su sátira al escritor de izquierda no alcanza. Izquierda y derecha aparecen como un maniqueísmo hueco purificable sólo con un sistema mágico-filosófico completo. En Laiseca el comunismo y el sindicalismo son sólo instancias, hipóstasis, de un mismo flujo de exterminio Anti de la potencia individual, manifestaciones contingentes de un mismo mal (la realidad inhibidora característica en los sistemas de control funciona a la manera de sindicatos únicos... y en a la manera de está la clave). Rotular a Laiseca de anticomunista es perder de vista que, en su cosmovisión, para combatir lo Anti hay que también ser Anti-Anti-Ser. Y en esta negación de la negación, la generalidad diluye las particularidades. El comunismo se vuelve una de las caras del Príncipe de las Tinieblas, pero sólo una, de modo que, habiendo juzgado su sustancia general, no se requieren más precisiones histórico-políticas. Es decir, no es necesario alcanzar el grado hermenéutico que habilita a alguien sintetizare en un anticomunismo. Leerlo en esa vertiente sería quizás encoger las circunferencias de la espiral progresiva de su escritura hasta volverla grotesca: una escritura que ancla sus libertades en el rótulo de una identificación colectiva (Laiseca como un anticomunista entre otros anticomunistas). Sería leerlo desde lo menor, cuando Laiseca opera exclusivamente desde lo macro. No sabe exactamente qué es el comunismo, porque lo sabe, en cambio, esencialmente. Necesita poder equivocarse en lo particular para acertar en lo general.
Toda esta fortaleza blindada, sin embargo, tan individuada en su ser ella misma, ¿dónde tiene sus agujeros, sus negaciones, sus vacíos? Precisamente, la obra-Laiseca no necesita de un blindaje epistémico, sino gestual. Es el gesto de blindarlo todo lo que blinda, no la operación minuciosa de tapar todos los agujeros. En ese sentido, Laiseca siempre ya ganó: nada puede objetarse a una obra.
Un riesgo constante al recepcionar la escritura de Laiseca es leer política en lo político. Buscar coyunturas contingentes detrás de universalismos salvajes, traducir X donde hay Y. Tomarse en serio lo que es en broma y en broma lo que es en serio. El lector argentino, ceñudo, leerá los derrapes laisequianos sobre los sindicatos como algo pasible de interpretarse a la luz del bostezante laberinto de las luchas sindicales de los años sesenta, y arrojará lazos hacia las dos CGT, el asesinato de Vandor, la cuestión obsesiva del pactar, etc., pero cualquier remisión laisequiana al Egipto de los faraones o al Súmer será apreciada con una mera sonrisa, como si fuera una extravagancia perdonable. Así, los nodos de comprensión quedan invertidos: allí donde había verdaderamente sistema, no se lee más que un exotismo ornamental; allí donde había una percepción pueril, asilvestrada y hasta desentendida de la política local, se lee toda clase de asociaciones de ideas y adscripciones.
En todo caso, si la política coyuntural es una condición de posibilidad de esta escritura, a su vez la escritura la hace pasar por una “trituradora de imaginarios”, como diría Nicolás Rosa. Ante Los sorias, con su conflagración vertebrada en todos los niveles de lo humano e inhumano, el efecto de sentido cardinal es el de no ser la historia la que habla a través de la escritura, sino que más bien la escritura violenta la historia para extirpar sus nutritivos jugos. Pecando de lacanianismo mal digerido (en general, de lacanianismo sólo se puede pecar), la obra de Laiseca parecería responder a la pregunta acerca de dónde se alojan los deseos políticos cuando son rechazados por lo Simbólico y negados por lo Real: se fantasmatiza en lo Imaginario. El realismo delirante escenifica precisamente ese resguardo: cuando la Ley no habilita esa hiperpolítica desmesurada y cuando lo Real no es capaz de contenerla, sólo queda la anarquitectura del edificio imaginario para albergar sus anomalías y excrecencias y zonas border, sus palabrerías arcaicas.
Cuando Los sorias abre con un epígrafe adjudicado al caudillo hispanoárabe Almanzor, la referencia a este personaje es lineal. Laiseca respeta la sangre de este agonista invocado y no lo rebaja a alegoría o decoración. Laiseca reenvía a entender quién fue este hombre. Cuál su destino atávico. No es una decoración exótica para abrir una alegoría de la dictadura. La dictadura es una alegoría de Los sorias, en todo caso, y está incluida dentro de su summa del poder y el saber.
Recuerdo cierta apreciación de Senkman y Sosnowski, un poco incómodos por las representaciones del nazismo en Laiseca, o la contratapa de la edición de Su turno por Mansalva, que quería leer una alegoría de los crímenes de la Triple A... Estará el crítico que acentúe el anti-comunismo de Laiseca. Yo me quedo en cambio con esa comparación pasajera que ofrece Lucas Ferrero cuando constantemente reenvía a cotejar el realismo delirante laisequiano con la obra de David Britton, autor del último libro prohibido en el Reino Unido: Lord Horror (1989), la épica revirada y distópica de un colaboracionista nazi erigido en antihéroe abyecto. El nazismo como una potencia desmesurada para exhibir, por medio de la explotación de sus posibles exuberancias estéticas, la pesadilla de la historia y el horror del poder, pero también para desatar y exorcizar el propio atavismo interior tendiente a la crueldad destructiva: el Anti-ser es el campo de concentración psíquico cuyo alambrado es común a toda experiencia humana; el Monitor de Laiseca es el gran nazi interior que todo humano lleva dentro, capaz de montar un imperio circense e inquisitorial de goce y tortura, un dominio autista donde el delirio de grandeza se funde con la fantasía compensatoria, al modo en que funciona el teatro mental del psicópata en The Cell (el reino imaginario de la omnipotencia homiciana) o el experimento infame con el límite que hace Borges en “Deutsches Requiem” o al humor renegrido de Felipe Polleri o el “otro mundo” lamborghineano, donde se puede re-fabricar la política con gloto-materiales ancestralmente villanos. En este sentido, Los sorias, Tadeys, ¡Alemania, Alemania! y Lord Horror son instancias de un mismo impulso estético-político.
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En nombre de exagerar solemnidades, montar simulacros de erudición e hiperbolizar pasiones anómalas, puede leerse el Corpus Laisecanum como un sistema de ideas y, en consecuencia, buscar en Sindicalia, no ya X, sino una suerte de protréptico de juventud, un Ur-Sorias y, a la vez, un inventario en bruto de todo el material que luego confluirá en la summa del realismus delirans. Como el primer arcano mayor del tarot, El Mago o El Malabarista (Le Bataleur), en Sindicalia el joven Laiseca es ya el Joven Viejo, con todos los instrumentos potenciales dispuestos sobre su mesa. Todo es una superfuerza potencial y pluricósmica donde se cruzan el puer aeternus (la puerilidad laisequiana, el niño obsedido por el “juego de las figuritas”, nunca será superada, sino convertida en vía) y el senex iratus (el viejo iracundo, la ira del sabio rodeado de enemigos, capaz de percibir el signo Anti en todos los pliegues de la realidad). En su cabeza, un sombrero con forma de infinito simboliza su iniciación en una sabiduría superior. En su mano izquierda, una vara que actúa como un puente entre lo astral y lo material: es la pluma con la cual ejerce la escritura sagrada que canaliza todo aquello que proviene del arcano mayor anterior, el Loco, hacia cuya posición en Grado Cero en el tarot el Mago tiene girada la cabeza. La mesa sobre la cual descansa todo su instrumental tiene solo tres patas visibles. La cuarta representa lo invisible, lo que circula sólo en un nivel astral.
Esta misma estructura teatramórfica está en el trasfondo invocativo de Los sorias:
»El mundo está sostenido solamente por cuatro cosas; la ciencia de los sabios, la justicia de los grandes la plegaria de los justos y el coraje de los valientes» Almanzor
Cuál de estas cuatro cosas corresponda al plano invisible, depende del grado de absorción del magisterio ontológico, en un movimiento de develamiento.
Así, la fortaleza que monta Laiseca se defiende por todos los flancos. Tiene una Lógica, una Filosofía Natural (Física y Psicología), una Metafísica con su Teología Final, una Ética, una Política, una Estética, una Retórica y una Poética, y remata con un bucle que ciñe pragmáticamente todo el sistema en una elaborada psicomagia paranoica y tecnomagia aplicada, capaces de cartografiar toda la vida cotidiana, proyectar hasta sus mínimas partes hacia el lugar supraceleste del movimiento astral y sumar al ars belli del cosmos un arsenal de técnicas y armas de sofisticación esotérica.
5 de abril, 2023