En una época de efervescencias feministas la apuesta inicial del incipiente sello Hiperbórea no deja de ser, por lo menos, sugestiva. Se trata de Sueño de un cuarto de hora, del celebérrimo Giacomo Casanova (1725, Italia-1798, República Checa), libro que, de cualquier forma, abreva menos en el aspecto narrativo y amatorio que en los diálogos de materia metafísica.
Inmerso en un profundo sueño Casanova distingue “una luz inmensa poblada por globos, ojos, orejas, bocas, narices, pies, manos, órganos genitales de uno y otro sexo y otros cuerpos, algunos regulares, otros informes, que circulaban en aquella masa fascinante con un movimiento continuo pero desigual, ya que, golpeándose a menudo entre ellos, se impulsaban y cambiaban de dirección con velocidades y aceleraciones proporcionales a sus masas”. El movimiento del conjunto, si bien multiforme, es de una armonía gozosa que conduce al soñador al éxtasis. Es que se trata –ni más ni menos– de Dios. Y es con él con quien nuestro caballero dialogará por quince minutos.
Filosófico antes que amatorio, decíamos, aunque tal vez haya un amor aquí, entendido como búsqueda y como brusco encuentro onírico: un amor por el conocimiento o, para ser más solemnes –el tema, probablemente, lo amerite–, por la sabiduría. Un amor dialéctico, proferido en la apacible planicie de un sueño de quince minutos. Casanova, se sabe, no era afecto a las medias tintas ni a la falsa modestia. Dios le habla a él, y no a otro. Su aventura intelectual así lo amerita: “En lo que respecta a ti –le afirma Dios– no es la piedad lo que me ha impulsado a enviarte este sueño, sino mi providencia, que sin embargo no habría actuado si tú, irresistiblemente, no la hubieras excitado con tus continuas reflexiones sobre las verdades inescrutables”.
La naciente revolución iluminista, con la divulgación racional de la Enciclopedia diderotiana como libro de cabecera, le resulta esquiva a nuestro caballero. “Su escepticismo y su gusto por la clandestinidad –escribe en el prólogo el traductor Guillermo Piro– están asociados en él a la idea de que los intelectuales no tienen ningún deber hacia las masas”. Y, en efecto, Dios lo conmina al comienzo del sueño a guardar para sí el contenido de la conversación: el género humano no es capaz de abrazar la nueva palabra, las disputas la mancharían de ultrajes y las injurias opacarían el corazón de Casanova, otrora iluminado por el saber.
¿Cuál es el objeto, al fin y al cabo, de los diálogos? ¿De qué hablan estos dos, en la celosa intimidad del sueño? El libro es una suerte de interrogatorio permisivo, en el que el poder (es decir, el saber) está del lado de quien responde las preguntas. Casanova inquiere sobre varios tópicos metafísicos: ¿cuál es la materia (o la esencia) de Dios? ¿Hay una causa primera, un primer motor que haya dado origen al universo? ¿Existe el libro albedrío? ¿Cuál es la longevidad del mundo del hombre? ¿Se puede hablar de tal cosa como el Mal físico? ¿Cómo es posible que la conversación misma esté enmarcada por el sueño? Para comprender cómo es el Dios que interpela a Casanova, cuál es su esencia (o su materia), sus definiciones, y, sobre todo, para conocer las respuestas a las preguntas metafísicas de este interrogador nebuloso hay que leer, claro, Sueño de un cuarto de hora. Como un tesoro privado que se vigila de a ratos, que se saborea en la intimidad, el galán ostenta en estas líneas la exclusividad de un saber destinado solo a elegidos. De hecho, junto a otros, el manuscrito de Sueño... permaneció inédito hasta 1910 y, de acuerdo con Piro, tuvo una acotada circulación en vida de Casanova.
Dios opera sobre la racionalidad humana –le confiesa al autor– como una perfecta esfera se desliza por un plano llano. Los recurrentes obstáculos en la mente del hombre resultan estorbos que dificultan ese avance límpido, contaminando una verdad que solo puede estar destinada, así, a un puñado de seres. “La bebida celeste que estoy por darte es clara, pura y potable, y tú debes cuidarte de no distribuirla entre aquellos a quienes los prejuicios la volverían fangosa –le asegura Dios al soñador–. La verdad es un néctar tan diáfano como el aire luminoso que percibes en este momento; si estás seguro de que aquellos a quienes comunicarás las verdades que estás por aprender las escucharán como los escolares absolutamente privados de prejuicios escuchan a su maestro, puedes comunicárselas”. Sólo unos pocos hombres intelectuales, entonces, serán lo suficientemente sensibles para soñar el sueño de los justos porque –lo sabía Casanova y lo escribió casi doscientos años después Umberto Eco– no todas las verdades son para todos los oídos.
15 de marzo, 2023
Sueño de un cuarto de hora
Giacomo Casanova
Traducción y prólogo de Guillermo Piro
Hiperbórea, 2022
148 págs.