Nunca viajó a Italia ni conoció a un gran personaje... O del mismo modo: nunca escaló el Everest ni probó la carne de langosta... Entre estas dos frases apuntadas al azar, entre estas dos trayectorias o hechos posibles, caben quizás todos los enunciados de una vida, todas las variaciones y las ramificaciones, todos los actos y los entreactos, todos los semblantes y los espejismos. Lo que no pudimos hacer, aquello que no fuimos, al final, es lo único que en verdad cuenta; a este fondo difuso, este algo sin hacer, sin decir, que queda braceando en nuestra existencia como una última partícula de aliento, una molécula de nada, un fondo de significación potencial; a esto podríamos llamar, quizás, con evidente grandilocuencia, “destino”, y podríamos llamarlo, igualmente, con la misma grandilocuencia, “poesía”, entendiendo por ello no tanto un destino exclusivo o personal, sino la condición misma, la perspectiva metafísica que vendría a definir aquello que señala dicho concepto; una idea o intuición ésta, un definitivo estado de cosas para el cual los griegos tenían, al parecer, una sola palabra: ananké, nombre de una antigua deidad venerada en los misterios órficos, cuya sola alusión invocaba el fatum, la severidad del destino, así como la displicencia de la baraja mezclada en manos de los dioses. Por esta razón, porque ya estaría de algún modo inscrito en el juego inmanente y azaroso de la ananké, se podría pensar que el destino de todo poeta, al margen de escribir buenos o malos versos, al margen incluso de escribir cualquier cosa, conllevaría esa única responsabilidad u ocupación, la de acatar su suerte, vale decir, ser derrotado por la poesía.
En la película de Abel Ferrara (2014), que transcurre durante las últimas veinticuatro horas fatales que desembocarían en aquel sangriento vertedero de Ostia, Pasolini está soñando todo el tiempo con una cinta que nunca llegará a rodar, por las razones previsibles, pero también porque ese trozo de film onírico, indescifrable, es el frágil hilo de la vida misma, refractario a cualquier mesa de montaje, por más que allí esté sentado Pier Paolo, aunque más no sea como un relamido títere de Hollywood... Paréntesis: habría que preguntarse por la doctrina cinematográfica oculta, la extraña semiología lombrosiana según la cual el rostro vampírico de Willem Dafoe se haya podido alojar en máscaras poéticas tan disímiles, como lo son la de T. S. Eliot y la del autor de Las cenizas de Gramsci (y nadie sabe cuántas otras podrán sobrevenir)... Sin duda, ya se aplicase al cine, al teatro, a la narrativa o al ensayo, Pasolini era ante todo poeta, y un poeta con todas las letras, que no solo escribió una de las obras en verso más consistentes que pueden encontrarse hacia la segunda mitad del siglo XX, sino que además fue una figura en cuya personalidad polisémica se encarnó, como en ninguna otra (a excepción quizás de Mayakovski, en otra escala y en otro mundo) esa fuerza centrípeta de la poesía como un destino que se traspapela en el anonimato, la fisonomía colectiva de un lugar y una época. Con esa misma clave, por lo tanto, habría que leer, obviamente, toda su obra en verso, pero también habría que pensar sus películas; su perfil escandaloso de artista desenfrenado de vanguardia, a la vez que tímido ragazzino de provincias; su marxismo ingenuo y su no menos infantil catolicismo; su carácter corsario, cismático; su particular –y asombrosamente impopular– populismo; el planteamiento de su deseo y de su sentimentalidad, enmarañados con las premisas de la ideología; su narcisismo explícito, edipidizante; sus intervenciones críticas en el campo cultural tan caldeado en la Italia de los años sesenta y setenta; su actividad pública en general, tan intensa y polémica, con aquel oscuro y atroz desenlace, de sobra conocido –¿aquel cuerpo desfigurado a baquetazos, aparentemente por un taxiboy, tumbado en un baldío de Ostia, admitiría “ser leído” en clave de ananké?–.
Es sabido que Pasolini llegó al cine siendo un lego total en cuestión de planos y lentes de cámara, pero, en cambio, poseía una sólida educación literaria y pictórica, como queda bastante claro en todas sus películas. Antes, incluso, que se despertara su vocación poética, había estudiado, en la primera adolescencia, dibujo y pintura. Por lo demás, como también se conoce, el autor fue un discípulo aventajado de Roberto Longhi, el gran crítico de arte que en los años cincuenta hizo resurgir a Caravaggio de las cenizas, el cual llevaba al menos un siglo desterrado del canon, aunque hoy nos parezca algo inverosímil. Si bien descubrió para la modernidad la importancia histórica del mítico pintor barroco, la prosa de Longhi no destaca tanto por el vuelo teórico, como por el preciso y precioso acercamiento sensorial a la materia pictórica; refiriéndose a un extraordinario cuadro, de una gran complejidad escénica (Sette opere di Misericordia), escribe por ejemplo: “la habitación oscura se muestra al anochecer en un cruce de calles napolitano, en medio del goteo de las sábanas lavadas de cualquier manera”. Es el arte de la écfrasis perfecta, el arte de describir aquello que no se ve, aquello que solo puede ver/leer entrelíneas un gran especialista o un poeta.
La impronta de Caravaggio, y de la pintura clásica en general, El Pontormo, Giotto, Brueghel, El Bosco, Masaccio, El Greco, etc., es evidente en la filmografía pasoliniana, sobre todo en la llamada “Trilogía de la vida” (El Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches), donde se condensan numerosas referencias visuales a la gran tradición renacentista y barroca. Pasolini mismo era un pintor muy entendido y nada desdeñable. No hace mucho se realizó una muestra, en una galería romana, que recogía buena parte de su producción conservada en algunos archivos privados y en fundaciones. El catálogo todavía se puede conseguir en internet, a un precio bastante asequible. Y allí puede advertirse, entre otras cosas, que el joven Pier Paolo estaba ya muy avanzado en lo que respecta a la técnica: era muy diestro en el retrato al carboncillo y con la pintura al pastel, y con las témperas, las tintas y el óleo; también se observa que su producción más abundante y lograda cristalizó entre la adolescencia y la juventud, durante la etapa lírica de Casarsa, cuando era un maestro rural –un raro híbrido entre Machado y Rimbaud– enamorado de la gente y del paisaje arcádico del Friuli, el cual iría descubriendo en veranos sucesivos, mientras la familia pasaba las vacaciones, hasta afincarse y trabajar allí, involucrándose incluso con la política local; vale decir que dicha obra pictórica se corresponde con los primeros poemas y con el descubrimiento del dialecto (el friulano materno) como una lengua poética en estado natural, una lengua-madre literalmente: adánica, silvestre, solo cumplida en boca de los paisanos; una lengua hecha de colores y sonidos puros, de palabras tersas, iniciales, nunca tocadas por el óxido libresco, ni por la jerga cultural pequeño-burguesa. La práctica y la teoría dialectal, y con ellas el sueño de la propia Arcadia proyectado en el Friuli, funcionará como un espejo utópico-ideológico, que impulsará todo sus posicionamientos y derroteros posteriores.
En traducción –y selección, cabe suponer– de Alessandro Ryker, Tabernáculo de las cosas mundanas recoge una breve y sustanciosa muestra de algunas intervenciones críticas de Pasolini en torno a la pintura, a excepción de unas páginas que abordan, exclusivamente, el tema de la traducción, las cuales parecen haberse escurrido por azar, o quizás a modo de un dripping en clave del traductor, replicando la fluida solidaridad entre las distintas praxis artísticas de Pier Paolo, tan abiertamente yuxtapuestas en la vida y en la obra. En su mayoría, los textos elegidos proceden de Saggi sulla letteratura e sull'arte, la edición en dos tomos que se hizo en Mondadori, que en total asciende a las casi tres mil quinientas páginas, lo cual puede dar un vislumbre de la vastísima actividad ensayística y articulística de Pasolini, solo en lo que hace a la crítica literaria y de arte. En el caso de estos escritos sobre pintura, no hay ninguno que alcance la calidad de ensayo, si por tal se entiende una obra de cierta amplitud, que supere el evento de ocasión y revele alguna dimensión crítica más consumada.
No obstante, las intervenciones de Pasolini, por más contextuales o episódicas que fueran, siempre dejaban vestigios brillantes, analogías imprevistas, formuladas desde un ángulo que puede concernir más a un lector-poeta, que a uno deseoso de rigor o de discreción académica. Como cuando compara las famosas serigrafías de Warhol con el arte bizantino, argumentando que son, a su manera, figuras que carecen de flexión lateral, totalmente frontales, icónicas, “isocéfalas” e idénticas entre sí salvo por el color, lo cual se corresponde –dice– con “la calidad de la vida americana, que parecería ser el equivalente a la sacralidad autoritaria de la pintura oficial cristiana de los orígenes: es decir, proporcionar el modelo metafísico de toda posible imagen viva”. O cuando sugiere que Caravaggio inventó el diafragma, y por tanto la fotografía y el cine, apuntalando en esto la hipótesis de su maestro Longhi, que aseveraba que el pintor reclutó todos sus modelos entre el populacho, pero que no los pintó directamente, sino a través de imágenes que ponía a reflejarse en un espejo. O cuando hace la presentación por escrito, alternando verso y prosa, de unos dibujos de Renato Gutusso, y para excusarse, quizás, por hacerlo de este modo, lanza la siguiente boutade: “el pintor es un poeta que nunca se ve obligado por las circunstancias a escribir en prosa...”
Por lo demás, desfilan por estas páginas algunos de los mejores pintores italianos de la época, aparte de Guttuso, Bruno Saetti, Carlo Levi, Giuseppe Zigaina et alii. Se incluye, también, un texto que ilustra el perfil más combativo o ideológico de Pasolini, en el cual arremete contra Gino De Dominicis, un controvertido artista del momento, una suerte de Dalí con aires de brujo babilónico que provocó un escándalo en la Bienal de Venecia del 72, al “exponer” a un hombre con síndrome de Down sentado en una sala, como si fuera parte de una instalación de arte que intentaba explorar... ¡los vínculos de la cultura sumeria con la fórmula de la inmortalidad! “El joven subnormal que expuso” –diagnosticaba Pasolini– “es viva demostración de la idea de arte que actualmente determina los juicios del mundo cultural (subcultural) italiano”. Y eso que el divino corsaro no llegó a conocer el arte digital, ni los actuales debates políticos, ni todo lo demás.
21 de agosto, 2024
Tabernáculo de las cosas mundanas
Pier Paolo Pasolini
Traducción de Alessandro Ryker
Altamarea, 2024
120 págs.