Alguna vez Eduardo Pavlovsky señaló que Daniel Veronese transforma en su teatro la violencia de las relaciones humanas en una poesía de la violencia. No es casualidad que una de las grandes y recordadas obras de Veronese sea Espía a una mujer que se mata, una peculiar versión de Tío Vania, de Chéjov, que el mismo adaptador y director ha estrenado con mucho éxito no sólo en Argentina sino también en España, y que en este momento tiene una valiosa puesta oriunda de La Pampa bajo la aguda mirada de Adrián Canale. No cabe duda que la potencia del teatro de Chéjov ha calado hondo en la escena nacional y la reedición de sus obras dramáticas completas por parte de Adriana Hidalgo, lo confirma.
Se trata de una edición muy cuidada, con las notas precisas y necesarias –en general aquellas que aportan la referencia literaria o musical que Chéjov está poniendo a funcionar en determinados momentos y que sería muy difícil de reconocer–, y que incorpora además dos prólogos. El primero, de Galina Tolmacheva –reconocida actriz, traductora y directora rusa, que supo ser discípula pero también crítica de Stanislavski, naturalizada argentina, creadora del primer teatro universitario del país en Cuyo–, escrito para la edición de 1950 del Teatro Completo publicado por Sudamericana; y otro, de Jorge Dubatti, que nos aclara que esta reciente edición incorpora la primera obra teatral de Chéjov, Platónov, producida cuando tenía tan sólo 20 años de edad. Se trata de una extensa pieza, que retoma el mito de un Don Juan típicamente ruso, que permaneció inédita y se estrenó de manera póstuma. Dubatti ofrece, además, un derrotero crítico por las versiones en español del teatro chejoviano, para entender cómo este autor ingresó en nuestro país. Aquella versión de 1950, tampoco incluía El espíritu del bosque.
Esta nueva edición incluye, entonces, un total de quince obras que van desde 1878 hasta 1904. Más de un siglo después y pergeñadas en una geografía completamente distante de la nuestra, su teatro sigue, sin embargo, movilizando emociones humanas. Parece sencillo pero no lo es. Parece que no pasa nada pero Chéjov logra sólo con palabras, música y silencios una tensión en el aire que corta la respiración. Es la fuerza de lo no dicho que está siempre a punto de estallar. Es mucho más fuerte lo que se genera por el riesgo de que todo explote, que la explosión en sí misma. Chéjov logra combinar de manera magistral lo coloquial con lo poético; lo cotidiano con lo simbólico; lo trágico con lo cómico. Por eso, leer su teatro es degustar buena literatura mientras sonreímos y sufrimos al unísono, al percibir el impacto ineludible que produce reconocer que la ficción nos enfrenta cara a cara con nuestra propia –¿y miserable?– condición humana.
Chéjov, quizás sin saberlo, transformó el teatro. Su obsesión por la búsqueda de la verdad escénica concentra el foco en el mundo interior del individuo y en la vida tal cual es: sin grandes sobresaltos ni catástrofes sino en la monotonía del hablar, comer, entrar, salir y, un día, morir: “Ayer hablamos largo rato, pero no llegamos a nada”, dice un personaje de Tío Vania. Mientras se desarrollan todas estas acciones intrascendentes, banales y cotidianas, el ser humano atraviesa su vida. Esta concepción de su dramaturgia modificó, entre otras cosas, el modo de actuación, no sin antes padecer una gran resistencia por su incomprensión –fue tan estrepitoso el fracaso de la primera versión de La Gaviota en San Petersburgo que estaba dispuesto a abandonar la escritura teatral–. Varios fragmentos de sus textos son autorreferenciales en este sentido. En El jardín de los cerezos, por ejemplo, uno de los personajes dice concretamente: “Pero, a veces, cuando se pone a hablar, no se entiende nada. Habla bien y en una forma conmovedora, sólo que es incomprensible”. O en La gaviota, donde la representación dentro de la representación pone en abismo el propio argumento que se despliega, alguien afirma: “No sé. A lo mejor yo no entiendo nada o estoy loco, pero la obra me gustó. Tiene algo”. Por suerte, hubo revancha para La Gaviota. Llegó el Teatro de Arte de Moscú, la fusión con Stanislavski, y ya no hubo vuelta atrás. “No se puede vivir sin teatro”, afirma Sorin en esta misma pieza, pero Tréplev le responde: “Hacen falta formas nuevas. Hacen falta formas nuevas, y si no las hay, más vale que no haya nada”.
Dentro de las quince obras que incluye este tomo, vale destacar, por un lado, las clásicas Tío Vania, Las tres hermanas, La Gaviota y El jardín de los cerezos. Y, por otro, las piezas breves, muchas de ellas denominadas por el propio Chéjov como “humoradas”, que recuerdan las hilarantes páginas de sus comienzos en la narrativa y que son quizás las menos recuperadas y, por ellas, vale tanto la pena esta edición. Desde el monólogo Sobre el daño que causa el tabaco pasando por El canto del cisne, El oso, El pedido de mano, El casamiento, El aniversario, Un trágico a pesar suyo, son todas obras que despiertan carcajadas no sin dejar como consecuencia un lastre de amargura. Hay dos aspectos que se repiten: las demandas insoportables que revelan la existencia de hombres míseros e infelices; y la teatralidad en lo cotidiano, como modo –infructuoso– de sobrellevar el cansancio vital que esas demandas exigen. El hombre sufre, ante todo, porque es un ser incomprendido. Está solo, aunque rodeado de gente. Cuanto más desopilante es la trama que se propone, más profunda es la herida que provoca en el lector/espectador. Una conferencia contra el tabaco por un fumador empedernido perseguido por su mujer; amores que inician como una guerra desalmada y ridícula, pero culminan con besos apasionados entre crueles insultos; discusiones por tierras que terminan en casamientos en los que la dicha conyugal promete, por lo menos, un futuro extravagante; teatralización ridícula de los rituales sociales; locuacidad insoportable como lucha desenfrenada ante el silencio atroz; hombres aplastados, esclavizados y odiados por la rutina, que no soportan la existencia humana y sólo tienen “¡(...) sed de sangre! ¡Sangre! ¡Sangre!”, como un deseo de venganza que nunca se concreta.
Chéjov despliega una micropoética reconocible en ciertos motivos recurrentes, que reaparecen una y otra vez, a modo de obsesión. Las tramas acontecen siempre lejos de las grandes urbes. De hecho, el anhelo inconcluso de las Tres Hermanas es poder irse a Moscú, como si allí estuviera cifrada la única esperanza de felicidad. El actor y el apuntador de El canto del cisne trabajan en un teatro de segunda categoría, son ancianos y provincianos. La vejez y el paso del tiempo habilitan la permanente reflexión sobre el pasado, la inexorable añoranza de un mundo que se pierde y la inevitabilidad del olvido: “Imagínese, ya comienzo a olvidar su rostro. Así también se olvidarán de nosotros. Nos olvidarán”, afirma una apesadumbrada Masha, una de las Tres hermanas, pese a su elocuente juventud. Los seres humanos aparecen como bestias, por lo que no hay posibilidad para el amor verdadero. De esto último, El camino real resulta una muestra abrumadoramente cruel y dolorosa, en la que se exploran la violencia y los límites de la humillación humana cuando la desesperación es inmanejable. La incomprensión sólo se hace soportable con alcohol o con juegos superficiales, que ayuden a matar el tiempo. El cansancio oprime, se transmite. Los personajes no duermen y, aunque lo hagan, no logran descansar. Lo repiten ellos mismos en sus parlamentos (“¡Estoy tan cansada!... ¡Descansar... descansar!” –se queja Nina en La Gaviota), pero también lo remarcan las didascalias cuando indican una y otra vez que los personajes “bostezan”. Es el agobiante cansancio de estar vivos y, lo que peor, sin saber para qué.
Resulta peculiar la mirada crítica de Chéjov sobre los intelectuales. Los hombres comunes y corrientes son los que filosofan en forma permanente. El gran y admirado profesor de Tío Vania, por ejemplo, es una farsa: “El hombre hace justo veinticinco años que está leyendo y escribiendo sobre el arte, sin entender nada de arte. Hace veinticinco años que rumia ideas ajenas sobre el realismo, el naturalismo y toda clase de pavadas; veinticinco años que lee y escribe sobre cosas que la gente inteligente conoce ya hace rato y que para los tontos no tienen ningún interés, es decir que está, desde hace veinticinco años, pasando agua por un colador. Y, con todo eso, ¡qué engreimiento! ¡Qué pretensiones!”. Quien es pobre y sufre, es el único capaz de revelar, sumido en su supuesta rusticidad e ignorancia, las verdades más profundas. El juicio es incisivo, sin reparos y de una pasmosa actualidad: “La inmensa mayoría de los intelectuales que yo conozco no buscan nada, no hacen nada y hasta el momento son incapaces de actuar. Se llaman a sí mismo intelectuales pero tutean a la servidumbre, tratan a los campesinos como animales, estudian mal, no leen nada seriamente, no hacen absolutamente nada; de ciencias, sólo saben hablar; de arte, entienden poco. Todos son muy serios. Todos tienen rostros adustos, todos hablan solamente de las cosas de mayor importancia, filosofan, y mientras tanto, la inmensa mayoría de nuestro pueblo, noventa y nuevo por ciento, vive en el salvajismo, por cualquier cosa puñetazos, riñas; come horriblemente, duerme en medio de la suciedad, en una atmósfera sofocante, por todas partes, chinches, hedor, humedad, suciedad moral. Y, por lo visto, todas nuestras grandes discusiones sólo sirven para engañarnos y engañar a los demás”. La ceguera social y el autoengaño son otros dos motivos recurrentes que definen las características humanas; formas egoístas e ineficaces mediante las cuales el hombre procura tolerar la existencia.
Chéjov concibe el teatro como un modo de conocimiento humano. Es su espacio de reflexión, en el que llorar y reír, mientras se vive. No hay medias tintas en su exploración. No hay tabúes. Ingresar al universo Chéjov es sumergirse en la poesía de las profundidades del alma, con todo lo que de doloroso puede tener la identificación con las verdades que sus textos salpican. Las matrices de representatividad que subyacen en su escritura no sólo hacen un fuerte hincapié en los subtextos, en lo que no se dice como contrapartida de una profusa y aparente locuacidad, sino también en lo que sucede en la extraescena. Todo el universo de lo sonoro y lo que acontece por detrás abre un mundo acerca de aquello que no vemos pero que la condensación propia del teatro nos lleva a imaginar. El apasionante arte teatral tiene en Chéjov a uno de sus grandes maestros. Leer sus dramas es conocer una parte fundante de la historia del teatro occidental pero es, además, un modo incomparable de penetrar sin escapatoria en los desoladores abismos humanos.
16 de agosto, 2023
Teatro completo
Anton Chéjov
Traducción de Galina Tolmacheva, Mario Kaplún y Federico Höller
Prólogo de Galina Tolmacheva
Adriana Hidalgo, 2023
792 págs.