“Los libros más hermosos están escritos en una especie de lengua extrajera”, dijo alguna vez Marcel Proust, quien en el posfacio del libro que nos convoca oficia como ambiguo facilitador en el ingreso de Paul Morand (París, 1888-1976) a los palcos de la gran literatura. Aunque siendo honestos, el autor de Tendres stocks (Brotes tiernos en castellano) no precisó realmente de la ayuda de su amigo y maestro para procurarse un lugar privilegiado: resta dejarse llevar por el influjo de su escritura para entender que ese sitio fue suyo desde un comienzo.
Decíamos con Proust que los libros más hermosos parecen estar labrados en una lengua que escapa a nuestro entendimiento, una que pertenece al más allá de lo conocido, un más allá de lo que podemos asimilar de buenas a primeras y que desde el púlpito de lo foráneo despierta sensibilidades que ni siquiera sabíamos que llegaríamos a tener. Este es el caso del tríptico que tiene en cada una de sus aristas a Clarisse, Delphine y Aurore, tiernos brotes que van a servirle a Morand para ensayar un arte de la brevedad que cultivó como pocos, uno al que la Bibliothèque de la Pléiade le dedicó dos volúmenes y que es precisamente el arte de la nouvelle.
Paul Morand por Juan Carlos Comperatore
En las tres historias se prueban casi todas las variantes de lo escritural, desde las epístolas al fluir de la conciencia, y en todas, eso sí, aparece un común denominador: la pérdida. La imposibilidad de la voz (suponemos que siempre corresponde a la misma persona) para dar con el enclave que permita descubrir a la persona amada deviene motor para la narración. Las muchachas operan, a su turno, como objeto de deseo inalcanzable, un deseo de núcleo teóricamente vacío que necesita ser llenado con palabras, juego en el que Morand se mueve como pez en el agua: sus frases vibran en la hoja, se engarzan como joyas que otrora engalanaban a manos de la alta alcurnia, cosechan suspiros caros a lo poético, al lenguaje hablado por pocos, o por nadie; por momentos estos pensamientos o evocaciones despuntan una colorimetría diversa, rara en su facetado perfecto y en lo sinestésico de su propósito. Cada tanto nos encontramos frases como “me llegaba de Londres ese curioso sabor de la rebeldía tan propio de los franceses, algo puntilloso y premeditado a la vez en su audacia y que se conoce como politesse, es decir la urbanidad del exceso, la cortesía del desenfreno”, o como “Delphine sólo vivía poéticamente a través de sus sueños” o como “Ven, Aurore, voy a hacer para ti una alfombra de flores, una alfombra de perlas, una alfombra en honor a tu belleza, a tu gracia”; la verdad que resulta difícil escoger una sola frase que dé con el espíritu de un texto tan complejo en la variedad de su hechura.
Hay que decir que la intención de volcar tan delicadamente esa “lengua extranjera” (en su doble acepción) a la nuestra merece una mención aparte. Christian Kupchik, hacedor de milagros editoriales y rescatista de las esquirlas doradas que la literatura dejó caer alguna vez (Queneau, Cocteau, ahora Morand), trabaja en este libro con la misma dedicación que los maestros impresionistas: cada partícula encuentra su lugar perfecto en el fresco total que representa el texto, cada fragmento refleja la transparencia de su idioma original y cada página que pasamos de este maravilloso libro se vuelve un gozo entero de los sentidos, prodigio que escasea en los tiempos que nos tocan.
29 de septiembre, 2021
Tendres stocks (Brotes tiernos)
Paul Morand
Postfacio de Marcel Proust. Traducción, introducción y notas de Christian Kupchik.
Leteo, 2021
160 págs.