Cuando el éxito sorpresivo de Las guerras de las galaxias: Una nueva esperanza (1977) alcanzó a George Lucas y las luces de la celebridad y la fama comenzaron a encandilarlo, entre reportajes y apariciones públicas de otro orden, el joven guionista, productor y director repetía una y otra vez: "Hice la película que pude, con los recursos que tuve a mano". Un considerable segmento tanto de aficionados como de críticos ha sostenido que esa carencia de recursos económicos y materiales forzó a Lucas a expandir su creatividad. La corroboración de esta idea se demostraría con el fiasco (al menos para aquellos que sostienen la radicalidad de la hipótesis) de los Episodios I, II y III: la precuela de la trilogía original en la que, efectivamente, el director contó con un arsenal inagotable de recursos (uno no deja de preguntarse, sólo a los efectos de mantener la discusión abierta, si la continuación de la primera película, El imperio contraataca, de 1980, en la que Lucas tenía ya un apoyo irrestricto de la Fox, no es acaso la mejor película de la saga).
Si es cierto que el universo cinematográfico de Star Wars fue contaminándose de efectos especiales, de imponentes contextos naturales generados por computadora que no están al servicio de la narrativa y de los personajes, los productores de The Mandalorian pretenden invertir la ecuación: el centro de la serie es uno de los personajes laterales menos explorados, hasta aquí, de La guerra de las galaxias, y el resto ─si bien no es silencio─ debe subordinarse a su desarrollo.
Mando es un cazarrecompensas que vive en función de su trabajo, una peligrosa forma de vida que lo lleva de pesquisa en pesquisa por diferentes planetas y territorios, a la caza de fugitivos o seres que, por la razón que sea, se esconden en alguno de los infinitos puntos del universo. Criado por la tribu mandaloriana, asume sus costumbres, sus códigos de batalla y su vestimenta: de hecho, su signo distintivo en el mundo Star wars es su armadura y, en particular, su casco con víscera en forma de T, que, siguiendo la tradición, únicamente puede quitarse a solas.
Llegará el momento en que un trabajo en concreto, la caza de un ser especial (que ni por la recompensa más estimulante me atrevería a spoilear aquí) le presentará una encrucijada moral. La reunión a la que acude Mando para ajustar las condiciones de este trabajo, y que implicará el giro narrativo que pone en funcionamiento la trama, reúne los aspectos más logrados de la serie. El encuentro se da en una casucha perdida; lo esperan unos stormtroopers ajados y sucios, que rodean a un diabólico jerarca, interpretado magistralmente por Werner Herzog. Son los restos del malvado Imperio Galáctico ─puesto que la Nueva República gobierna el mundo ─, los que solicitan sus servicios. La escena condensa la peligrosidad y la esencia maléfica del Imperio, en una atmósfera lograda con un escenario pedestre identificable, a su vez, como una locación específica del mundo Star Wars.
David Fincher suele afirmar que le gustan los personajes que no cambian. Los guiones hollywoodenses, y en definitiva las narraciones cinematográficas fuertemente estructuradas por géneros, proponen lo contrario: que los protagonistas aprendan algo de sus peripecias (internas o externas), que obtengan algún plus que, en mayor o menor medida, los transformen. Uno de los grandes obstáculos a sortear por parte de los productores es no convertir al personaje ─un tuff guy que transita los valores y reglas de la cultura bélica mandaloreana─ en una edulcorada personalidad de Disney (Lucas, recordemos, le había vendido su franquicia en 2012 a la empresa del ratón). Es que allí se cifra uno de los costados más valiosos de la serie: en la rispidez y la parquedad del personaje, que se mueve sin un gramo de culpa por liquidar a quien se le cruce en el camino, abriendo la boca sólo cuando es indispensable. Si hay matones y escoria que sobreviven a los enfrentamientos o a los duelos con este cowboy espacial se debe antes al target adolescente y familiar al que aspira la serie que a una debilidad en la construcción psicológica del protagonista. Es un hombre de honor: pero del honor bélico mandaloreano. Que esa belicosidad no se torne políticamente correcta tal vez sea el más arduo de los caminos a seguir para el creador de la serie, Jon Favreau.
La textura sonora que envuelve a los capítulos invita a pensar en el mundo más o menos sórdido de The Mandalorian como un lejano oeste, en el que cada uno debe valerse por sí mismo. Y no obstante allí subsiste otro mérito de la serie. A diferencia de tantos protagonistas hollywoodenses que luchan contra un sistema de códigos culturales, de grupos de pertenencia en los que no se hallan cobijados ni respetados en su sacrosanta e irreductible individualidad (norteamericana), nuestro héroe encuentra en su cultura uno de los dos pilares que lo mantienen en vilo y en vida, a la espera del próximo trabajo, siempre con su mano preparada sobre la funda del bláster. Veremos qué es lo queda en pie en la segunda temporada.
7 de octubre, 2020
The Mandalorian
Creada por Jon Favreau
Disney+, 2019
Primera temporada: 8 episodios