Apenas al traspasar el umbral del libro de Nicolás Hochman, Toda la felicidad de la que somos capaces –una suerte de diario desprovisto de las convencionales referencias cronológicas; un cuaderno solamente, como nos informa y nos recordará varias veces el narrador, tal vez para que consideremos sin severidad esa escritura que se practica en el límite entre la revelación y la imprudencia, signada por la espontaneidad y el apuro por retener y anotar las vivencias e impresiones antes de que se desvanezcan–, por la naturaleza salvaje y la condición de fugitivo del protagonista, recordé La invención de Morel, la novela “perfecta”, a juicio de J. L. Borges, que su amigo Adolfo Bioy Casares publicó hace más de ochenta años.
La asociación se disipó tras las primeras páginas, cuando las entradas sucesivas en ese diario-cuaderno alejaron del agreste escenario del delta al personaje, un hombre que huye de la ciudad, de Buenos Aires, de Argentina; de una sociedad que, a la vez que ha instaurado la felicidad como política de Estado, garantizándola mediante la venta libre de blithemina –droga diseñada para provocar esa sensación–; ha puesto fecha de caducidad a los habitantes, obligándolos a morir al alcanzar cierta edad que no se especifica. Por esa razón, quien escribe es un prófugo que, ya “viejo”, solo busca salvarse, sobrevivir, y que ha tenido que abandonar a su alienada esposa y a su pequeño hijo sin nombre, –como innominado es él, el protagonista–, el futuro e improbable destinatario de ese registro autobiográfico y la aparente motivación para sostener la escritura: “De algún modo todo esto no es otra cosa que una manera de paliar la soledad. De pensarme menos solo en el universo. De hacer que una parte de mi vida no parezca tan innecesaria como todo lo demás”.
El encuentro fortuito con dos mujeres jóvenes en las playas de Uruguay, unas vagas indicaciones y su indeclinable deseo de vivir lo conducen a Segovia: “una aldea medieval, pero moderna. Con olor a pastelitos, a facturas, a pan casero, a pescado frito. Una muralla larga, alta, que va y viene, para nada simétrica. Contra la muralla, edificios bajos, con techos cubiertos por pasto y plantas”. Como un falansterio a cielo abierto, aquel proyectado por Charles Fourier, Segovia está habitada por alrededor de mil doscientas personas que, ya sea por “viejas” o por rebeldes, han decidido separarse y renunciar al mundo, –y entregar todas sus posesiones materiales a Ruben, el amo y creador de esa ciudad amurallada– con la condición de no volver a salir de allí, como se exige cuando se ingresa a una secta o a una banda mafiosa. Entonces, entre los huéspedes o refugiados o prisioneros de Segovia, como ocurría en La aldea (The Village), la película de M. Nigth Shyamalan, de 2004, surgen y se propagan temores, rumores escabrosos, la desesperación que conduce a decisiones extremas y, también, la complicidad y el pasivo conformismo. Entre ellos, y a pesar de las conveniencias, el diarista-narrador busca la verdad o, en su paranoia, se resiste a aceptar esa forma de felicidad que con un oficio liviano, una pipa, amigos y la disposición de una mujer atractiva, está servida en sus manos.
Posiblemente, la novela-diario de Hochman contenga, en un segundo plano, la voluntad de invitar al lector a interrogarse sobre las posibilidades de ser libre en una sociedad de aparente bienestar en la que todas las necesidades materiales, incluso las superfluas, los “vicios”, para decirlo en términos moralistas, están garantizadas y al alcance de todos pero que, a cambio, exige la sumisión, la obediencia y el encierro. O también, al mismo tiempo, y como preanuncia el título del libro, a indagar sobre la definición y el sentido que le otorgamos a la felicidad: “Es algo raro la felicidad. En exceso es peligrosa. Cualquier cosa en exceso es peligrosa. Pero la felicidad tiene un plus: nadie dice que eso puede estar mal. Al contrario: nos enseñan a buscarla desde chicos. Como si fuera la olla de oro que está al final del arcoíris”, instaurando una dicotomía entre ambos términos, libertad y felicidad, o aspirando a hallar un punto de equilibrio que permita la armónica convivencia de ambos, si es que esto puede lograrse.
Es una hipótesis, un borrador de hipótesis que no tengo deseos de demostrar, que la pandemia y la alteración de las rutinas –sociales, laborales y demás– que impuso, entre otras fatalidades, la reclusión hogareña, trajo como correlato un incremento de narraciones y guiones de corte distópico en las que el perverso control del Estado, el aislamiento, la desconfianza, la incomunicación, entre otros factores, profundizan la soledad y la angustia de los humanos. Si esta presunción fuera cierta, Toda la felicidad de la que somos capaces, además de ser una intensa novela de aventuras en el plano semántico del que hablaba Umberto Eco, se integraría a una probable serie de narraciones políticas, sociológicas y hasta filosóficas que transfiguran literariamente y proyectan al incierto futuro, sociedades en las que el hombre es un ser cada vez más miserable y sometido.
31 de enero, 2024
Toda la felicidad de la que somos capaces
Nicolás Hochman
Letras del Sur, 2023
108 págs.
Crédito de fotografía: Magdalena Siedlecki.