"Ahora bien, todos nosotros, que pasamos por la calle, somos ejemplares de humanidad más o menos fallida. Miren al señor T., que está cruzando la calzada: las irregularidades de su superficie y las anomalías de su mecanismo íntimo nos impiden hacerlo coincidir con el Molde humano preestablecido. Pues hay moldes y moldes." El fragmento previo resume de manera esquemática la filosofía de vida del moralista experto, articulista extremo, humorista sensible, matemático sui generis, observador empedernido y por último 'suicida-suizo' Henri Roorda van Eysinga (Bruselas 1870-Lausana, 1925).
En Roorda conviven, por partida doble, un pesimismo residual del periodo de entreguerras y un optimismo luminoso frente a la especie humana. Porque Roorda, ante todo, es un humanista que está atravesado a su vez por ese Zeitgeist que compartieron los futuristas, el de un ronroneo sensible generado por las máquinas. Así lo hace notar en Mi suicidio: "Soy un egoísta que ha amado mucho. [...] En mi motor térmico debía haber un vicio de construcción, dado que había un constante escape de calor que se perdía en el inmenso vacío", y unas páginas más atrás confiesa "He llegado a creer que en mi pequeña máquina interior existe una correa de transmisión que se encuentra rota desde hace bastante tiempo; es la que originalmente transmitía la tracción del engranaje sentimiento al engranaje voluntad". Por supuesto, esto no abarca todo su programa y en esta edición de Paradiso conocemos en acción ampliada gran parte de su repertorio; este se compone de Tómelo o déjelo (73 de las más de 100 crónicas que escribió para la revista satírica l'Arbalète), La risa y los que ríen (suerte de puesta en escena y cuestionamiento de posturas filosóficas ante la idea que se tiene de la risa) y Mi suicidio (prolongada nota en la cual figura el malestar que lo persigue en sus últimos días).
Es cierto lo que afirma Ariel Dilon (traductor a quien debemos este descubrimiento oportuno, casi necesario) en torno al Roorda pedagogo, ya que este profesor "escribe contra la escuela de la docilidad, que fuerza a los niños a resignar de antemano la soberanía sobre sus cuerpos y su tiempo"; y lo hace de la manera más clara posible, es decir, bajo la facultad del ejemplo: "Necesito que las verdades que enseño me conmuevan". Es principalmente en Tómelo o déjelo en donde se nos revela a un personaje ficcional (Balthasar) en su rol más reflexivo, sus recuentos despiertan casi siempre el asombro propio del experimentado meditador, "Lo superfluo es enseñar a los hombres el pesimismo: de eso se encarga la vida"; una sonrisa ante la ocurrencia metafísica, "El otro día, en la calle, como no tenía apuro, me puse a mirar a la humanidad" y la identificación total al acaecer la hora íntima de la especie, "Cuando estoy solo, no intento hacerme creer a mí mismo que soy un hombre muy bien informado. Sé muy bien que no es verdad. Sí, me gusta esa hora melancólica y dulce en que todas las obligaciones del día han terminado, en que ya no necesito tener una 'actitud' y vuelvo a tener consciencia de mi fragilidad. Entonces pienso, con un poco de vergüenza, en el tupé con el que he pronunciado proposiciones inverosímilmente idiotas."
La singular visión de este pesimista alegre se apaga en las últimas líneas de Mi suicidio, insuflando emoción a la lectura y dejando una huella imborrable tras su adiós: "Tendré que tomar precauciones para que la detonación no resuene con demasiada fuerza en el corazón de un ser sensible". Toda una (no tan) secreta despedida nostálgica.
15 de enero, 2020
Tómelo o déjelo, seguido de La risa y los que ríen y Mi suicidio
Henri Roorda
Traducción de Ariel Dilon
Paradiso, 2019
308 págs.