En un análisis de la literatura argentina de los noventa y comienzos de este siglo, Francine Masiello ofrece una serie de rasgos y de tópicos que le permiten abordar y leer críticamente el conjunto de obras y de autores que considera representativos de ese periodo. El artículo al que me refiero se titula "En los bordes del cráter" y puede encontrarse sin dificultades en Internet. En él, Masiello desarrolla puntos de contacto entre novelas y libros de poesías publicados "entre los esplendores de lo posmoderno y las miserias de la globalización". Entre los aspectos que resalta en estas escrituras están: la soledad, la ausencia de sentido, "la paradoja de un cuerpo que siente pero que no puede recuperar el contacto necesario para tocar la experiencia de lo vivido", el tedio, la incapacidad de actuar en el mundo real, y afirma: "Estamos ante una literatura que trabaja con las sobras, con la basura de la metrópoli y los desgastes de una civilización en ruinas, donde casi siempre se enfatiza la repetición de lo inconsecuente" y por eso circula "tanta literatura sobre la adicción, el vaciamiento de los valores, la negación a tomar una posición ética, la falta de responsabilidad". De alguna manera y aunque sea la obra de un escritor uruguayo, el libro de Daniel Mallea (1976) publicado por Añosluz Editora, responde en gran parte a esta lúcida caracterización con la que Masiello da cuenta de un clima de época.
Si bien, como su nombre lo sugiere, Trilogía del dolor conforma un tríptico que se despliega en tres novelas breves escritas (y publicadas originalmente) entre 1997 y 2000 ─Pogo, Derretimiento y Noviembre─, sin dudas esta última se destaca en el terceto por su madurez, su intensidad y la angustia y el agobio que consiguen provocar en el lector. Al menos en un lector como yo, que disfruta o padece con los relatos que se proponen contar una historia, un argumento despejado de intrincados símbolos. Y que, en el caso de Noviembre, nos expone a la fragilidad de enfrentarnos al peor temor (o a uno de los peores) que puede sucederle a un padre. Guzmán está separado de Ana y lleva con él a la hija que tienen en común a pasar unos días en la casa que fue de la pareja. De pronto, entre la moderada narración de acciones que realizan padre e hija, inexplicablemente y sin advertencias, ocurre lo peor. La tensión asciende con la llegada de Ana, de sus padres y de su hermana, que parecen poner en riesgo la impasibilidad de Guzmán frente a lo irreversible. Una cadena de decisiones desacertadas, de escenas y flashback absurdos, de mentiras, sugieren una reconciliación de la pareja que se va hundiendo en la resignación de quienes ya no tienen nada que perder porque, definitivamente, todo está perdido. Salvo algún que otro recuerdo.
El texto que inaugura el volumen, Pogo, recrea unos días de transitoria orfandad en la vida de un joven docente y estudiante universitario, desde la partida de su padre hasta los instantes previos a su regreso. Entre viajes que recopilan postales urbanas y encuentros con amigos, y el caos que se va adueñando del hogar familiar, un narrador anestesiado o insensible relata con el mismo tono desaprensivo una charla banal junto al mar y la muerte de personas queridas. La ausencia del padre, ¿de la ley?, autoriza una sucesión de alteraciones y transgresiones que afectan el sueño, la dieta, las rutinas, la sexualidad, llegando al incesto y la necrofilia, bajo la censuradora mirada de la empleada doméstica. En el relato se despliegan enumeraciones, listas de objetos, referencias a marcas y lugares, y en ese pogo en el que hasta el tiempo se confunde, pareciera que es la angustia el resorte que impulsa cada salto que, en lugar de integrarnos al caos, nos expulsa, nos rechaza.
El segundo, Derretimiento, nos propone otro tríptico que despliega tres momentos en la vida del narrador. Desde el umbral, el comienzo nos recibe con una sacudida. Una infancia marcada por la postración, por un cuerpo inerme que demanda la asistencia de su entorno para existir y que, por esas circunstancias, se vuelve una carga que concentra el odio y el desprecio de su familia. La lenta recuperación marca la transición al segundo cuadro, que representa la madurez del narrador y, transformándolo de víctima en victimario, habilita la consecución de una serie de crímenes y matanzas salvajes que proseguirán en la tercera etapa: la vejez. Como en un film de Tarantino, la violencia explícita e infundada tiñe de sangre, jugos intestinales y bilis los pasajes de esa vida errante que parece avanzar en busca de una venganza contra el mundo o de encontrar una respuesta a través del asesinato. La búsqueda de una verdad que aparezca revelándose en la visión de la muerte, de las muertes que provoca. En uno de esos pasajes, quizás el más logrado de la nouvelle, mientras el narrador asiste a la descomposición progresiva del cadáver de una mujer que mató de inanición, podemos recordar la descripción que Barón Biza compone de las mutaciones que el ácido provoca en el rostro de su madre en El desierto y su semilla. Pero tampoco aquí, salvo que militemos el vicio de la sobreinterpretación, emerge otra certeza diferente de que Mella escribe repugnantemente bien y que sabe construir un personaje aborrecible. Brutal pero hipnotizadora, esa escritura no da tregua ni respiro en Derretimiento, imponiendo una lectura dosificada, con pausas que permitan sacar la cabeza en busca de oxígeno o de algunas páginas limpias de ese aggiornado "malditismo".
La trilogía del dolor no es un libro que yo le regalaría a un/a lector/a sensible, salvo que quisiera asegurarme su enemistad eterna. Y en esta frase siento que se condensa el elogio al éxito de una apuesta, de la búsqueda literaria que emprendió Daniel Mella cuando era un pibe de entre 19 y 24 años, y que logró consumar con creces, con la maestría de un escritor fogueado, insisto, con apenas entre 19 y 24 años. Eso es extraordinario y genera, al menos en mí, una irrefrenable curiosidad por saber cuáles fueron sus siguientes pasos literarios. Si reincidió en explorar un camino en el que ya encontró un registro sólido y personalísimo o si se atrevió a dejar atrás la consumada senda de su formación como escritor y buscó otra voz, en otros sitios. Por eso, seguramente iré a leer los cuentos de Lava y la novela El hermano mayor, aunque deba cruzarme a Uruguay para conseguirlos.
17 de marzo, 2021
Trilogía del dolor
Daniel Mella
Alto Pogo, 2021
369 págs.