La correspondencia de Néstor Perlongher (toda: el continuum, sobre el que Osvaldo Baigorria tiene tanto que ver) es una cima de la narrativa argentina de la segunda mitad del siglo veinte –y un mojoncillo editorial, paulatino (uno más, cuerpo a tierra) de lo que llevamos de este–. Comparable en su género (el documento prodigioso, la ficción histérica) a la correspondencia de Pepe Bianco –la más gótica– por ejemplo, con Elena Garro. El guiño politeísta (volveremos, quizá más adelante, sobre la apología del paganismo) atañe a «Néstor la Oscura»: el neobarroso del autor de Cadáveres y la nitidez (sólita de sombras) del autor de Las ratas. También dos estilos, efectos, de ser lo que se es. El de Bianco, curiosamente, algo más confrontable al de Lezama Lima. El de Perlongher –doblemente curioso: estilos contrapuestos a la hora de calentar la mano con y sin la pluma– al de Virgilio Piñera. Vidas para leerlas (sin parentesito piola). Las de Caín: «Virgilio era pendenciero, Lezama sólido (...) adicto a los efebos demorados, lánguidos, intelectuales. Era amante de la forma. Virgilio prefería a los hombres raudos, rudos del pueblo (...) No había amores para Virgilio: sólo acción sexual». Espíritu de cuerpo de dos materias verbales. (Caín es –por imperio de la síncopa– Cabrera Infante). Pero Perlongher no. Perlongher más bien instiga –Néstor, Rosa, La Rosa, el autor, en suma, de Parque Lezama– a postular de su poesía y su wanderlust (sus cartas, desplazamientos de la primera en el hábito) una síntesis del amanecer en el trópico: un amante de la forma en el barro de la historia. En el caso de Perlongher, el del Río de la Plata. Es cierto que posiblemente, sino ya en el gravitante Sarduy (las locas epónimas de Austria-Hungría no sólo resuenan en las de Copi, sino que en todas resuenan Auxilio y Socorro, las travestís –con la tilde destapada que un joven Vila-Matas tradujo alguna vez a las viejas propiamente dichas de Copi– de De donde son los cantantes) sino ya, pues, intuirla en el autor de Ensayos generales sobre el barroco, Perlongher sí tal vez intuyera esta suerte de síntesis perlongheriana en Reinaldo Arenas.
«Te admiro, como un espejo que se unta», le escribe Perlongher a Arenas en una carta del '85. Lezamesco, lezámido. Coinciden –por cierto, también– en el set up de dos capolavori: Le monde hallucinant y Evita leaves. Traducidos (París, San Francisco) aún antes de ser publicados en lengua vernácula. Arenas en México (en la sandinoguevarocastrista editorial Diógenes, not so gay friendly, para hacerlo todo más complejo); Evita vive en Cerdos & Peces. (Baigorria recuerda también una publicación sueca, en español, un poco anterior, del mismo año que la carta a «Rutilante Reinaldo»). Cartas, asimismo –vale imaginarlas como una línea de puntos sobre un mapa en Casablanca– que para llegar a destino (nuestras manos) sobrevuelan, como sus figuras oblicuas, el cielo de La Habana. Las dirigidas a Baigorria (prácticamente todas las de este ciclo) a Canadá. La de Reinaldo Arenas (las de Néstor Latrónico) a Nueva York. Las de Tamara Kamenszain a México. Sobrevolar, o bien: supervisar las obras (el puente alucinante) de su Caribe Transplatino. Memorabilia: el subtítulo de aquella testamentaria antología de pie de imprenta brasileño era “Poesia neobarroca cubana e rioplatense” (de nuevo: aventuras de una tilde) y en el índice se superponía –se superpone– el índice onomástico de la correspondencia con Baigorria: Lezama, Sarduy, Kozer, Lamborghini, Echavarren, Carrera, Kamenszain. (Sólo falta un almogávar: Julián Ríos). Fue Tamara Kamenszain, de hecho –Tamara y Héctor Libertella– quienes presentaron, por carta, a los gh, Lamborghini y Perlongher. Y fue Fogwill (antes y durante Mis muertos punk) el patrón de ambos. De Perlongher en la consultora Facta; del autor de El fiord en la agencia de publicidad de Willy Wonka. Patrón y editor: casi un modus operandi. En las cartas a Baigorria, la presencia de Fogwill se extiende dentro de los mismos límites que su anonimato: «la editorial fundió –el editor era también mi amo laboral: desocupado yazgo–, mis poemarios apenas si se distribuyen». La editorial era Tierra Baldía. El mismo Fogwill –espíritu de simetría– que en los setenta fungía de dealer (entre sus copywriters, entre sus propios cantares) de las novelitas de Copi. Los mismos Kamenszain y Libertella que Pepe Bianco presentaría a Alejandro Rossi, en una carta, también, como la supracitada, fechada en 1981: «se van a México con el propósito de radicarse allí [...] él crítico, muy avezado y muy al corriente de las nuevas corrientes críticas; ella, excelente poeta».
En algún blurb de Anagrama, a propósito, precisamente, de una estribación mexicana, bajacaliforniana, de las poéticas del Caribe Transplatino, se podía leer hasta no hace mucho a Roberto Bolaño osar: «parangonable [es la obra de Daniel Sada] únicamente con la obra de Lezama, aunque el barroco de Lezama, como sabemos, tiene la escenografía del trópico, que se presta bastante bien a un ejercicio barroco, y el barroco de Sada sucede en el desierto». (Esto debe haber sido extraído de Entre paréntesis, pero no estamos seguros). Hay algo de eso, no obstante, en Néstor Perlongher. Será en el desierto de la Buenos Aires de los años cruentos («a unos los traga la emigración y a otros el silencio, la pesadumbre de una barbarie incomprensible») donde florezcan sus epístolas –«la paranoia es un fantasma que se lleva con uno y puede constituirse en cualquier lugar»–. Sin ir más lejos: en el estilo (el único donde todo descubierto es dividendo). Lo que de ningún modo quita que sean las cartas mismas (la de Perlongher no es una inteligencia que se desoriente sin el servicio de la dicotomía) las que pongan en entredicho el alcance de la metáfora que ellas mismas sustraen: «Muchas veces acaricié –o sobé– la idea de, amparado en las tropicalidades, en sus blanduras [esto es: una vez exiliado en Brasil] narrarte sin vanos arcaísmos, sin barroquismos de trinchera, los avatares que en este largo tiempo me han sucedido». Por ejemplo, como sucede, de hecho, en la carta inmediatamente anterior, la última fechada en su departamento de la ex-calle Serrano: «Insostenible, parto, harto. La fascinación de los botones –oh elegías del entrelineado– me ha deparado, nuevamente, sombrías estadas. Cuyo relato ahorro». El barroco de Perlongher no imposta excesos realistas (retórica de la cosa) para nombrar lo innombrable. Lo asedia en el plano, como se resolverá en Cadáveres. La denominación a la larga cansa, produce acostumbramiento, se tribaliza, se convierte en superficie espejada, en decoro acusativo. Perlongher representa menos al francotirador en el campanario (su imagen más al uso) que al sonido de la cerbatana. La metáfora perlongheriana por antonomasia –trinchera– bien podría inducir el error de dar por supuesto que toda poética de la extenuación comporta necesariamente una estrategia de conservación o un gustito. Nos perderíamos lo que Perlongher parece interrogar en el conceptismo paria: ¿por qué el vigilado debería hablar la lengua de los vigilantes? (Hoy democratizaríamos: de la sociedad de vigilancia). En una carta de mayo de 1986, cuando Perlongher se propone suprimir dos poemas –“Acreditando en Tancredo” y “Siglas”– del original de Alambres, lo pone cabalmente en conflicto: «no son para el libro, son poemas de trinchera para revistas políticas».
Como escribió alguna vez Ureña: «Cuando Rubens copió el cuadro de Tiziano que representa a Adán y Eva en el Jardín del Edén, puso entre los árboles una guacamaya, un papagayo de color de fuego. Alguien ha observado que comparando el original de Tiziano con la copia de Rubens, vemos cómo el arte del Renacimiento se transforma en el barroco». (Con aquel sólo pájaro de las fantásticas selvas de la América tropical, dirá Ureña). Se suele perder de vista, solemos, en tiempos de racionamiento, cuánto había en la operación sustantiva de las poéticas del barroco (el pretérito por todo estertor) de éxtasis de la precisión. Perlongher le dirá a Baigorria, casi incidental: «sentar ciertas bases de opulencia».
12 de abril, 2023
Un barroco de trinchera. Cartas (1977-1986)
Néstor Perlongher/ Osvaldo Baigorria
Blatt & Ríos, 2022
208 págs.