Se ha vuelto habitual que en mis clases de Teoría y Crítica Literaria, luego de leer en voz alta algún pasaje de Oscar Masotta, David Viñas o Beatriz Sarlo, me detenga primeramente no en lo leído –en la idea que irá complejizándose con el correr de la hora– sino en el estilo, en el conjunto de elecciones formales que cimentan eso que llamo y que llamamos la palabra crítica. Miren la fuerza de esa primera persona –les digo y me digo–. Miren la convicción con la que habla, la confianza que tiene en su lectura y en la literatura en general. Es un tipo de tono, un tono seguro de sí mismo, difícil de encontrar hoy en el hacer crítico. Sea porque es hijo directo de esa generación de intelectuales (una a la que habría que incluir, en primer lugar, a su maestra María Teresa Gramuglio, y en segundo, a su colega y amiga, Nora Avaro), sea porque antes que profesor y crítico es un escritor (y no cualquier escritor sino un poeta); lo cierto es que el reciente libro de ensayos de Martín Prieto, Un enorme parasol de tela verde (EDUNER, 2023), mitiga –o directamente disipa– mi nostalgia.
Martin Prieto, en efecto, tiene estilo: no sólo cuando habla y aparece en público (quienes lo conocen lo saben: Prieto es nuestro dandi rosarino) sino, y esto es lo que importa, cuando escribe. “Hay que atreverse” dice Sergio Raimondi al ver que Prieto adjetiva de “soberanos” los ensayos de César Aira, de “imperial” la obra de Juan L. Ortiz. Hay que atreverse. De eso está compuesta, felizmente, la prosa crítica que enarbola Un enorme parasol: de un desapego a los ruidos academicistas de la época y, al mismo tiempo, de un apego a “algunos criterios tradicionales de la vieja y perimida historia literaria”: autor, obra, valor, tradición, evolución literaria, condiciones sociales, espacios culturales, deseos de filiación y afiliación.
Esto explica el lugar tácito que tiene la teoría literaria en la escritura de Prieto, la forma perspicaz con la que se sirve de sus mediaciones sin tener que andar invocando autoridades. Pero también explica el lugar central, decisivo, que ocupa la vida al momento de impulsar su imaginación crítica. Pues, si Masotta es un crítico con conciencia existencialista y Sarlo una con conciencia cultural, Prieto, digámoslo con sus palabras, es un crítico con conciencia biográfica: alguien cuya preocupación central es leer los cruces entre “elementos textuales y paratextuales”, los sentidos singulares y acaso excepcionales que pueden desprenderse al vincular, con ánimo especular, lo referencial (fechas, datos, encuentros, coincidencias, lugares, testimonios, cartas y demás material de archivo) y lo ficcional (el autor, la historia narrada y sus personajes).
¿O no es este el interés que lleva a Prieto a interrogarse, en su anterior libro (Saer en la literatura argentina, UNL, 2021), por las “amistades literarias de Saer”; por el “momento luminoso en el que, al interior de la biografía del escritor, Hugo Gola le presenta a Juanele Ortiz en una librería en Santa Fe”? ¿O no es este el motivo, siguiendo, que conduce a Prieto a preguntarse en el presente libro, por la amistad que se pergeña entre Rubén Darío y Ricardo Rojas, y todo porque ambos escritores, al igual que Saer –y el mismo Prieto años después–, hacen el mismo viaje en tren, de París a Bretaña? “Leyendo –cuenta Prieto– se abría en mí una inquietud, yo diría más bien una ansiedad, una ansiedad retrospectiva, histórica, una ensoñación: ¿Ricardo Rojas, el más grande historiador de la literatura argentina, Rubén Darío, nuestro más grande poeta, amigos? ¿Cuán amigos? ¿Cómo? ¿De qué hablarían? ¿Se leerían el uno al otro? ¿Se comentarían los trabajos?”.
De ensoñaciones está hecha, entonces, Un enorme parasol. El método (¿pigliesco?) es el siguiente: tomar una escena o coincidencia de vida y –a modo de puerta de entrada– hacerla implosionar en la propia imaginación crítica. Es en esta dirección que ciertas referencias del viaje de Girondo a París le sirven a Prieto para ilusionarse de que el poeta -como Darío, Rojas y Saer- pudo haberse tomado el mismo tren rumbo a Bretaña. O que la cama a la que se refiere Cucurto en El curandero del amor (“Yo era el único negro de la cama”) no es otra que “la cama grande cubierta con una colcha color negro” del famoso taller literario de Arturo Carrera y Daniel García Helder, una cama negra de la literatura argentina contemporánea “donde el único negro, dice Cucurto, es él”. O que la regalería que abrieron Fernanda Laguna y Cecilia Pavón en 1999 en Almagro –“el gesto duchampiano” de convertirla en galería de arte vendiendo baratijas de Once–, sintetiza muy bien la desestabilización, en términos de valor, que vendrían a militar luego a través de su poesía. Libro de ensueño, entonces, escrito por un crítico atrevido. De alguien que, haciendo lugar a su imaginación razonada, despliega –como se despliega el verbo en el verso– sus pasiones de lector: las de la historiografia, las de la poesía, las del vínculo entre literatura y vida.
13 de diciembre, 2023
Un enorme parasol de tela verde
Martín Prieto
Eduner, 2023
288 págs.