Allá, por mitad de los años sesenta, internado en una buhardilla diminuta, a un joven parisino de veinticinco años le basta el calor de un día de mayo, el desinterés por un libro a medio abrir, un café un tanto amargo y el agua sucia de una palangana en la que languidecen unos soquetes para que algo –algo vago pero crucial, indefinible pero aparentemente definitorio– se descomponga, se resquebraje, se quiebre. De un momento a otro sus hábitos y costumbres parecen, sin más, evaporarse. No concurrirá a la cafetería de siempre; no interactuará con sus amigos; se quedará en la cama en lugar de ir a rendir un examen en la facultad. No hay lugar –ya no en la buhardilla, sino en él, en él mismo– para el pensamiento, la rumia, ni el deseo. “Eres un holgazán” –comenta el narrador en segunda persona–, “un sonámbulo, una ostra (...) Te sientes poco hecho para vivir, para actuar, para hacer cosas; no quieres más que durar, no quieres más que la espera y el olvido”.
Un año antes de las revueltas históricas del Mayo Francés Georges Perec publicó Un hombre que duerme, aventura psíquica que se libra, como tal, en el interior de este joven y que tiene por fin –a diferencia de la contundente praxis de obreros y estudiantes que sabrán marcar la Historia francesa y occidental– un vuelco hacia la imperturbabilidad, la dejadez y el solipsismo. Una revuelta, tal vez, pero de otro tipo: una revolución que aniquile el deseo y la espera; que borre los valores atribuidos a las cosas humanas; que desintegre los sentidos en una apuesta anti-barthesiana, antisemiológica. “Tu propósito no es redescubrir las saludables alegrías del analfabetismo, sino, al leer, no conceder ningún privilegio a tus lecturas”. Sentarse a esta mesa en un bar; tomar este vaso de vino; leer este periódico, sin dimensionar ni sobredimensionar nada; dejando escurrir toda posible interpretación o decodificación sociopolíticas, toda posible determinación de clase. Una experiencia de acto puro, aunque entendida aquí como desvanecimiento de sentido.
Un aire adolescente recorre la nouvelle (que está exenta, todavía, de los artificios lúdicos del taller oulipiano): el que se respira debido a las revelaciones trascendentes o a las modificaciones que puede sufrir una cosmovisión personal, aún en desarrollo. La improductividad de este hombre que duerme, que deambula cabizbajo como un sonámbulo o un fantasma por las calles nocturnas de París no deja de ser una querella y una respuesta –improductiva– a una sociedad de consumo que se embandera detrás del Progreso, estandariza la experiencia y produce destinos del mismo modo que mercancías. “Apenas has vivido y sin embargo ya está todo dicho, terminado” –afirma el narrador al protagonista y, claro, al lector–. “Solo tienes veinticinco años pero tu senda está toda trazada. Los roles asignados, las etiquetas: del orinal de tu primera infancia a la silla de ruedas de tu vejez, todos los asientos están ahí y esperan tu turno”.
Y, no obstante, todo esto tal vez no sea más que un paréntesis en la vida del joven afectado; quizá le llegue, por fin, el momento de madurar; de comprender que los interminables laberintos mentales se disuelven en contacto con el otro y que, como las estructuras no salen a la calle, es tiempo de que sea él quien salga, pero ahora, con la cabeza en alto.
16 de abril, 2025
Un hombre que duerme
Georges Perec
Traducción de Mercedes Cebrián
Impedimenta, 2024
136 págs.