¿Qué nombre darle al libro de Martín Prieto si no el de ensayos? Pero no se trata de los que cabría esperar en su acepción más reciente: episodios de lectura, clases transcriptas, vinculaciones entre ideas e imágenes. Son más bien las pruebas de alguien que escribe y lee, pero vive en lo que pudo leer, en lo que recuerda haber leído, y tal vez sobre todo en lo que conversó sobre poemas, sobre libros de poemas, sobre otras vidas. Solo Montaigne puede amparar este vano intento de clasificación, con su mezcla personal de experiencias y de citas. No obstante, hay algo nuevo en las entradas, en los momentos de este libro, porque no incluye solo algunas experiencias ejemplares, sino más bien esa clase de relatos brevísimos y absolutamente eficaces que se llamaron en griego anécdotas. ¿Acaso una vida se puede contar como una acumulación de anécdotas? Quizás la vida de un escritor, aunque Prieto no deja de referir anécdotas de poetas, esos otros admirados, insidiosamente investigados, releídos, que en ciertos momentos aparecieron, que pasaron del poema a sus gestos, que se oyeron en su propia voz, que sobresaltaron al poeta joven o no tan joven con intempestivos consejos. Y sin embargo, es la auténtica vida del autor que se acuerda, que vuelve a leer, que elige poemas para traer desde el pasado del idioma y también desde el presente, porque incluso un poema escrito ayer nomás sigue estando perdido y flotando en una corriente de discursos que lo ignoran, que saben que el poema no habla sino que fija y brilla y no se comunica más que con su intensidad y la que puede suscitar.
La entrada, si fuera un diario, la columna más bien, porque una revista amigable hospedó sus ocurrencias, que le da título al libro dice el oxímoron que tensa un antiguo deseo moderno: unir poesía y vida. La heladera, ese objeto demasiado cotidiano, invisible en su función literal, tiene un poema pegado: alguien fijó algo, palabras, versos, en la imantación de la prosa del mundo. Y a través de la anécdota de un poeta, Francisco Madariaga, de voz memorable y de extraña simplicidad, espléndido en imágenes y en su ritmo singular, Prieto cuenta la experiencia poética, la iluminación del rostro envejecido por el recuerdo de infancia, de su madre. Y es también lo que sucede con amigos que vuelven a sentarse a la mesa sin horarios para competir en las citas, en cuántos poemas memorables hablaron de una ciudad, o de un amor, o de una muerte. Y esa ciudad casi siempre, muchas veces, salvo las excepciones que confirman el caso, no es otra que Rosario, el lugar del que escribe y el sitio donde a través de poemas, de poetas conocidos o apenas encontrados, lee lo que pasó y lo que pasa y lo que nunca volverá a pasar.
Por supuesto, en cada una de las escenas de lectura de poesía, aquí, se habla también de libros, porque acaso encontrar uno de un poeta admirado o por admirar, de un amigo desconocido, no sea muy distinto a encontrarse con alguien, con su cuerpo jovial o cansino. En persona, aparecen Giannuzzi, el citado Madariaga, Bignozzi, Isaías, Millán, Gandolfo, Saccone, Diz, Lamborghini, la joven Henderson, Barrandéguy. Y a propósito de esta última, Emma Barrandéguy, que atestigua otra época, que anunciaba la poesía del futuro, si puede decirse así, se podría seguir toda una serie, una procesión o teoría de poetas políticos, o inquietos por la deriva política, en sus orígenes al menos, con otros comunistas de principios del siglo XX, como Ortiz, González Tuñón, y hasta el muy joven Borges, que no vienen a charlar con Prieto sino a través del misterio de sus libros.
Sin embargo, en cada poeta no se describe un programa, una poética por nombre o por época, sino que se evade toda clasificación subrayando un poema en particular, sus aciertos, e incluso partes de poemas, el verso que dio justo en el blanco, que parece hecho, escrito, para darle algún sentido a la singularidad de existir. Y entonces, como dije, a cada paso el relato se abre a los momentos de una vida que nunca se sitúa muy lejos de un poema, posible, olvidado, recobrado, vuelto una mirada. Esta posibilidad de la reminiscencia intensa, que la cita poética acentúa en lugar de empañar, esa transparencia inusitada y a la vez tranquila, esa lucidez para elegir lo que se habrá de seguir leyendo, se deben a un fenómeno material y no a la supuesta belleza que antiguamente se asociaba con un espíritu: la prosa. Y la prosa de Prieto, con perdón de la aliteración involuntaria, tiene evidentes cualidades poéticas: se detiene, se demora en momentos, acelera, puntualiza, a veces se calla porque el poema se ha de recitar, sin voces, en cierto silencio. Y es como si las comas, siempre pensadas y que parecen casi escuchadas en el curso del pensamiento, fuesen cesuras internas o finales de verso; y como si los puntos, que hacen levantar la cabeza y ponen en el aire la mano laboriosa, fueran el cierre de estrofas o de fragmentos rítmicos.
Que la poesía, los poemas que se pegan, que se le pegan a uno, puede hablar del mundo, de la vida, de un país y sus partes, del tiempo que transcurre, de la violencia y del amor, aunque parece algo sabido o un lugar común, dada la escasez de poemas en el palabrerío habitual, acaso necesita recordarse, y no siempre se recuerda con tanta vivacidad, tanta elocuencia como en este libro, agente secreto de los versos que siguen naciendo en la prosa de los días olvidadizos.
21 agosto, 2024
Un poema pegado en la heladera
Martín Prieto
Blatt & Ríos, 2024
208 págs.