“Apenas me di cuenta de que el destino de mi vida era la lectoescritura, el resto se fue por el agujero”, apunta, contundente, Daniel Guebel (Buenos Aires, 1956) en Un resplandor inicial (Ampersand, 2021), un libro en el que hace “una especie de memoria y balance de lo escrito hasta el momento” a la vez que deja en claro que “no debiera adoptar la apariencia de una despedida”.
Hay una escena fundamental, en la infancia. A Guebel, un día, los amigos lo llaman para salir a jugar, pero él no va porque está leyendo, y prefiere quedarse leyendo. A partir de ese momento, Guebel, niño, tiene la sensación de que sus amigos ya no lo llaman más y, en consecuencia, pierde algo (algo del orden de la vida) a la vez que gana otra cosa (la vida en los libros; es decir, todas las vidas posibles en todos los mundos posibles).
Este niño raro (“judío, lector, doble escolaridad, patadura con la pelota”; lector, sobre todo ─ávido, compulsivo─), encuentra en los libros algo más que un pasatiempo: encuentra, por un lado, la evasión, a la vez que encuentra, también, un modo de vida. De las primeras lecturas, las infantiles, a las lecturas adultas (de Salgari a Dostoievski, pasando por Ray Bradbury) hay una transición que tiene algo de desgarro en la cual el niño se convierte en adulto a la vez que el lector deviene escritor (“de pronto se libera una zona y lo imposible cede”, y “a esa biblioteca a medias material y a medias mental, se agregan los libros que uno escribe”).
Este libro, que, en su estructura, quizá sea algo esquemático (cada bloque cuenta prolijamente la génesis de una obra), logra sus mejores momentos cuando Guebel abre el juego y se pone digresivo, cuando sale de sus tópicos recurrentes (el padre, la madre, el judaísmo, Sherazade, Don Quijote) y se adentra en observaciones que van más allá de los grandes temas. Observaciones menores, más personales; como, por ejemplo, cuando ─de Perón a Puig─ da cuenta su capacidad de lectura más allá de las dicotomías.
“Yo pensaba como izquierdista y mi interés estaba puesto en los gropúsculos esotéricos marxistas”, apunta Guebel, que se define como un antiperonista fascinado por el peronismo, que, en cierta instancia, no ve otra opción que ser un espectador atento del fenómeno popular (“cuando el peronismo encarnó el fantasma del retorno y asumió el gobierno, yo no estaba preparado ni para resistirlo ni para sumarme a sus filas, por lo que me dediqué a observar su irrupción como la de un bólido caído del espacio”). Mientras que, en el caso de Puig, noblemente, confiesa: “Solo me di cuenta de lo mucho que me gustaba su obra un día en que, leyéndolo “para ver qué le ven los demás”, advertí que lo leía “corrigiéndolo”, escribiendo imaginariamente encima suyo, señalándole cómo mejorar cada párrafo y modificar cada frase, enseñándole lo que se había perdido”.
Otro de los puntos altos de este libro se aprecia cuando Guebel abre las puertas a la cocina de su escritura. Desde los eventos bisagra, como cuando en la facultad, traduciendo a Dickens, se desvía y emprende una traducción al margen del sentido (una traducción sonora, fonética, deformada, que termina dando pie a Arnulfo, una novela delirante), hasta el origen de los rudimentos del novelista (de niño, para sobrellevar el tedio de los viajes en auto, en familia, a Mar del Plata, Guebel se trazaba puntos de arribo próximos, “mojones como oasis, charcos de luz sobre el asfalto”, que luego, de adulto, tuvieron su par como método de composición: Guebel, en sus novelas, improvisa, pero trabaja, siempre, con una mínima guía, con “mojones como oasis” que va definiendo sobre la marcha, durante la escritura).
Un resplandor inicial es, de alguna manera, el libro de una vida. Un libro en el que Guebel parte del origen de su obsesión por la lectura y llega hasta el momento en el que se reconoce como alguien a quien no le interesa otra cosa más allá de la escritura (a cuento de la jubilación de Philip Roth se pregunta: “¿qué haría yo si no siguiera escribiendo?, no me interesa ninguna otra cosa, así que ¿cómo seguiría alguien que escribe y que no tiene ningún otro interés”).
Un libro en el que Guebel no solo da pistas sobre algunas de las intenciones de sus obras (a cuento de Matilde, una de sus novelas, habla de “vanguardismo anacrónico” y dice que buscaba el futuro de su literatura “retorciendo las formas del pasado”) y sobre su toma de posición como escritor (“en mi caso lo escrito no responde a una decisión conceptual inicial sino al impulso propio de la materia narrativa; cuando digo materia, pienso en la forma y el lenguaje como un pintor piensa en el color y en el trazo: enchastrarme la lengua con las palabras”), sino que, además, como al pasar, también se permite dar consejos de oficio (“Si uno ama los libros que apuestan al exceso y se entregan a lo informe o al desborde (aunque, al mismo tiempo, admire las obras de sólida arquitectura), la respuesta”, dice, ante el dilema de sustraer o no durante el montaje de una novela, “debería ser: dejar todo donde nació, no quitar nada ni dejar que nadie lo quite, nunca”), que, además de consejos, parecen ser apuntes sobre un modo ─vitalista─ de ver el mundo y, a la vez, claves de lectura de su obra: una obra vasta, florida, interconectada.
6 de abril, 2022
Un resplandor inicial
Daniel Guebel
Ampersand, 2021
214 págs.