“A mi papá, que todavía está”, es la frase, el verso, el átomo del discurso que aparece estampado en una hoja blanca, al comienzo de Un temporal, de Ansilta Grizas, recientemente editado por Entropía, a modo de dedicatoria. En el todavía se cifra la historia. Sobre un padre que está y no está, que se va, que se va yendo, que se va apagando pero que no termina de irse del todo trata esta novela breve y dolorosa. Porque el dolor es el combustible de la escritura. Y, de este lado, de la lectura. El dolor es el hilo que cose los fragmentos de la novela, que se narra tanto en lo que cuenta como en lo que calla. Esa es la lógica del fragmento: la lógica de la cesura, de la valoración del silencio, del peso específico del blanco, de aceptar la impotencia de la palabra. Un temporal se fundamenta en una narración entrecortada sobre la enfermedad del padre, en primer lugar. Pero es eso y otras cosas más.
El padre ─a quien se le dedica la novela y el discurso, este texto que lo nombra y lo convoca, como antes se le dedicaron las cartas, porque Un temporal está escrita en segunda persona, es un discurso dedicado y, como todo dedicatoria, es un discurso amoroso─ sufre algún tipo de enfermedad que no se nombra en ninguna de sus 100 páginas. Es una enfermedad degenerativa que, quienes la tuvimos cerca, podemos asociar con el Alzheimer, enfermedad cruel, que daña por etapas, que es irreversible, que nos torna desconocidos ante esa persona amada que tenemos en frente pero ya no, que desordena la máquina de la memoria, que reflota cosas olvidadas, ahora recordadas con precisión, que inserta falsos recuerdos en la Matrix, que pierde todo, hasta la mirada, que es muy cruel. Y, de alguna forma, por eso mismo, por ser un discurso dedicado a alguien que se va despedazando, la novela es fragmentaria, porque ya la totalidad es imposible, está ajada. Flashbacks, recuerdos, descripciones de objetos van asaltando la cronología del relato, que avanza con la enfermedad del padre. Y, si avanza el relato, avanza la enfermedad: por eso se demora, da vueltas, regresa atrás, narra una misma situación desde distintos ángulos, confiando en la magia del relato. El relato es esencialmente optimista, dijo en algún lado Aira, porque implica que quien narra sobrevivió a los hechos narrados y puede vivir para contarla, como se dice. Quien vive y quien sobrevive al padre es la hija, quien vive para contarla es ella, que, además, en ese periodo de tiempo, fue madre. La maternidad, de por sí, es una indagación y una recuperación del pasado: cómo nos criaron, cómo fuimos criados, qué decisiones ajenas nos hicieron eso que acabamos siendo. Un temporal, entonces, se erige desde una narradora que es hija y que es madre, al mismo tiempo, y que cuida, como puede, a la distancia, de su padre, y que, frente a su disolución, intenta capturar lo que pasa alrededor, y lo recuerda con mayor esfuerzo. “Algunos recuerdos se empiezan a desdibujar. Por eso escribo”, leemos. La hija recuerda por ella y por el padre, se arroja la tarea de la memoria ante el avance enfermizo del olvido, como si olvidar fuese una enfermedad contagiosa. Intenta “reconstruir la memoria de los dos”, como si algo pudiera ser salvado del temporal. Se escribe y se recuerda, se recuerda y se escribe. Mientras se escribe, se recuerda, se recupera y se ordena. La tarea de la notación del dolor recoge los residuos del día. La escritura, como las numerosas fotografías que vemos en la novela, permite reafirmar la existencia del pasado para poder, por fin, aferrarse a algo. “Las palabras duelen, vibran, curan, consuelan, repercuten, permanecen”, leemos con cursiva en la novela. La escritura, ante la pérdida, es reparación.
El temporal que da nombre a la novela es el factor climático que los hace bajar del auto a las tres personas de una familia, y detenerse en medio del desierto, cuando estaban yendo hacia algún lugar, la ciudad que supo habitar la narradora. Con ese temporal arranca la novela y es este otro temporal, el de la enfermedad, quien mueve las placas tectónicas del resto del texto. A pesar de su brevedad, son varios los años que abarca el relato, lo sabemos por el avance de la enfermedad, por los signos que muestra el padre, por el crecimiento de los hijos de la hija, por los recuerdos que vuelven y se agolpan, por los días que se empujan en desorden. Frente al cambio, la escritura aparece como una estrategia certera ante la disolución del recuerdo. La escritura, con su disposición de adjetivos, permite separar la enfermedad del padre y leer los vestigios de la persona que solía habitar el otro cuerpo, ahora inútil. La escritura, con su devenir reflexivo, intenta “desmalezar el relato”, quitarle las capas de ficción que la enfermedad le ha atribuido a la realidad, sin, por eso, hacerle daño a la otra persona ni romper el pacto ficcional que ha negociado con los restos de su percepción del mundo. La escritura, con su fuerza, busca ir más allá de esa otra historia, la historia clínica, el parte médico. La escritura, con sus temporalidades, delimita los paralelos de la historia en un antes y después: de la enfermedad, de la paternidad, de la maternidad, del exilio, de las familias, de la orfandad. Esas dos temporalidades, cuando están claras ─y lo están para el relato, pero no para el padre─, sirven para trazar comparaciones y tender el sismógrafo del deterioro.
Frente al deterioro, frente a perder el control total del propio devenir biológico, la figura del padre repone la cuestión: ¿se puede elegir la propia muerte? ¿La dignidad de la vida está en poder controlarla? ¿La enfermedad es un anticipo de la muerte, una muerte en vida? Si la supervivencia es “aguantar en el espacio en donde la vida aún es posible”, ¿sobrevivir es aún vivir? ¿Quién sufre más, el padre o la hija, quien carga la enfermedad y tiene accesos intermitentes de su estado o quienes están a su alrededor y lo ven alejarse, dejar de ser quien era, lentamente, hacia el desconocimiento? En algún momento de la novela, la hija recuerda haber leído estudios sobre la enfermedad del padre: ve con claridad lo que ya pasó y entiende lo que vendrá, como si fuera un guion, incluso la fosilización del gesto y, en línea recta, el final: “De repente me encontraba con que esto que te estaba pasando, esta fosilización de tus gestos que iba avanzando sobre vos, era parte de algo que existía, tenía entidad, había otros que también la padecían, tenía nombre y, lo peor de todo, ya sabíamos el final”. El padre, que era (¿es?) arquitecto, que había dedicado su vida profesional a sostener edificios viejos, a poner vigas de refuerzo en paredes que se venían abajo, que ─como una ética laboral y de vida─ afirmaba “conviene restaurar y nunca derribar”, empieza a venirse abajo, sin hacer implosión, sólo por desgaste. Y las tareas de restauración, oficio cansador que no quiere sucumbir al derribo, son asumidas por los hijos, por la hija, sobre todo, una de los dos hermanos. Esa responsabilidad de la filiación, cuidar del padre en la debilidad, lleva a preguntarse cómo ser hijos, cómo ser madre y cómo ser padre o cómo seguir siéndolo.
29 de diciembre, 2021
Un temporal
Ansilta Grizas
Entropía, 2021
106 págs.