En su extraordinario ensayo sobre Rembrandt, John Berger resalta una sutilísima particularidad detectable si y solo si se ha ejercido alguna vez el buen arte de la pintura: las proporciones que tanto cuida el maestro neerlandés en el dibujo dejan de tener relevancia en la dimensión del lienzo. Las ecuaciones debían saberle distintas para motivar la antítesis, algo que, se supone, tiene que ver con el cuestionamiento de lo "real".
Un dejo de esta metamorfosis queda boyando en el retrogusto ante la lectura de Una vida crítica de María Gainza (Buenos Aires, 1975), heterogéneo compilado de "reseñas" de arte y experiencia que la crítica llevó a cabo durante un lapso de casi quince años. Las fechas de finalización en su actividad reseñística se cruzan con el advenimiento de El nervio óptico, su (mediático) magnum opus, lo cual quiere decir que en estos ejercicios de estilo estético ya residía el gen del virus; o para ponerlo en términos oculares, el quiasma óptico de lo que vendría más adelante.
En treinta y cinco artículos, Gainza nos desplaza de un lugar a otro en sus afinidades electivas y en pormenorizados recuentos que nos permiten estar muy cerca de los autores (y sus obras) allí retratados. Son esbozos que recuerdan la liviandad del dibujo a mano alzada en los que se incorporan algunas filiaciones de color (por lo visto no se trata de siluetas hechas solo con carbonilla) que amenizan el detalle. Este laboratorio de la imagen en el que desfilan nombres como Federico Manuel Peralta Ramos, Alejandro Kuropatwa, Adrián Villar Rojas o Flavia Da Rin, permite compartir una observación que hizo Christopher Domínguez Michael sobre las reseñas de la brillante Graciela Speranza: uno puede o no coincidir con sus apreciaciones estéticas, pero no deja de asombrarse ante la arquitectura formal de las digresiones.
Si consideramos a Una vida crítica como una impresión o dibujo hecho a partir de trazos, de líneas de vida, podemos tomarnos entonces la libertad de pensar en su primera novela como el reflejo de un cuadro, y de ahí formular la necesaria pregunta: ¿Qué los diferencia?
Aunque vaga en mi recuerdo, la sensación que tuve cuando leí El nervio óptico fue que estaba accediendo a una forma de contar historias desde un plano, no inteligente sino, antes bien, intuitivo. La narradora de las historias (siempre el mismo grano de la voz, siempre el mismo eco) manejaba bien su materia pero dejaba que las proporciones del elemento extraño propio de cada historia crecieran o disminuyeran según su particular voluntad. No tenía el control, pero sí el timing. Algo que buena parte de la narrativa actual ni siquiera parece haber olvidado sino que directamente jamás supo que existió. Uno podría pensar que lo que otorga espesura a las experiencias de la novela es la lucha que se da contra el lenguaje de su propio arte.
En el libro de retratos que intentamos reseñar se adivina esa pulsión, aunque los resultados no siempre son los esperados. Son, en todo caso, la vía de acceso a una lógica del acontecimiento artístico casi inédito en nuestros lares; acaso una aventura que no deberíamos perdernos.
19 de mayo, 2021
Una vida crítica
María Gainza
Capital intelectual, 2020
328 págs.