La muerte no existe acá, todo está vivo, presente,
la memoria es asesina; da muerte a la misma muerte.
¿Por qué no llorás un poco?
Que había sido un éxito, que la gente estaba chocha de contenta, aplaudiendo por los bises, que volviera, que estaba muy feliz, que todo había salido bien, que había sido un recital increíble, que por favor volviera: quería decirle todo eso, una vez que se alejó del escenario y fue al lugar que funcionó, aquella vez, de camerino, el sótano del escenario del Teatro Diagonal. Atónito, al principio, con ese primer corte del show, un show que había sido ─de hecho─ impecable y que había cautivado a los presentes, dejé que se marchara y unas pocas fracciones de segundos después corrí detrás de él, bajé las escaleras, pero me detuve y no llegué a descender todos los peldaños porque entreví algo del orden de lo íntimo, lo frágil, que no debía ─no tenía el derecho─ de romper. Gabo estaba allí, como una presa perseguida, como un cazador expectante, dando vueltas por el lugar, que es lo mismo que decir que estaba quieto, enfrentándose con algo que no era de este mundo. Sentí la culpa de haberme entrometido en algo privado, muy privado, que sólo a una persona, a esa persona, le estaba dirigido y volví a mi lugar, el costado del escenario. Al ratito regresó él. Comprendí allí, como comprendieron las tantas comunidades de escucha que se formaron y deshicieron en cada una de sus presentaciones, que ese cuerpo estaba en contacto con algo de otro orden cuando entraba en el trance del canto. ¿Qué tiempo concebir diferente al de la permanencia del destello? Con Gabo, debemos hablar sin tapujos de lo sagrado. El recital en sí significaba el vía crucis del cuerpo, la lenta disposición para que bajara el santo, como se dice aquí, para que la casa del ser fuera habitada por presencias fuera del lenguaje y lo cognoscible. “Cada disco y cada vivo es un trabajo de desaparecer. Cuando canto, no estoy”, le confiaba en una entrevista a Radar. Cuando cantaba, Gabo se ponía en contacto con potencias sin dimensiones y eso, de alguna forma, llegaba hasta quienes estábamos allí, en ese lugar del canto, jardín de gente que ─si estaba dispuesta a ser avasallada por la experiencia─ vería su vida modificada. Es eso, en parte, lo que no puede recuperar el archivo digital que tenemos aún a disposición. Es eso lo que se fue con su cuerpo. ¿No es eso, una dicción, como todas, irrecuperable, acaso, lo primero que se pierde, que se nos va, que se nos escapa, la voz de alguien? Y aún así: donde veas mi cuerpo nunca estaré / donde suene mi voz ahí es donde estoy. La voz, para Gabo, era un síntoma del cuerpo, un efecto de un cuerpo que es político. Quienes fuimos tocados por el contacto, quienes fuimos afectados, entendimos que su sobrevida está en la máquina de la memoria, en esos accesos intermitentes y dolorosos a la otra dimensión, en la alegría de sentir que su voz todavía nos seguirá hablando, en el fantasma que habitará el ahora para siempre.
Gabo tenía una idea de la justicia propia, era dueño de su propia ética, distinguía con sus propios parámetros lo Bueno de lo Malo, el Bien del Mal. Con ella regía sus días, cuidaba y estaba pendiente de quienes quería y enfrentaba a quienes no. Con ella cantaba, ¡y cómo cantaba! Gabo era dueño de un humor único, de una sonrisa grande como el universo. Y de una lucidez silenciosa, amable, certera. El artista es el que sostiene la ética con su propia vida y Gabo era un artista. Muchas personas fueron alcanzadas por sus canciones, por sus intervenciones, algunas pocas por su cercanía, todas, sin embargo, guardarán el recuerdo de algo ardiente. Quienes escucharon “Nube, cielo” en aquel caluroso marzo de 2008, quienes asistieron al encuentro con Luciana Jury (donde la fórmula matemática “uno + uno es dios” se comprobaba, los cuerpos unidos en un cuerpo, reconstruidos, como dijo ella, “en luz, en arte, en imaginación” para terminar siendo “un soplo desnudo”), quienes lo escucharon cantar a capella “Dios me ha pedido un techo” o “Ay asesino”, quienes lo vieron retorcerse en el escenario de Four Walls o, más cerca en el tiempo, despedazarse y renacer lentamente con “Volver a volver” en sus últimos shows reconocerán (recordarán) esa sensación. Gabo se entregaba, en cuerpo y alma, total e intensamente, en esos encuentros. A mí, y soy solo un ejemplo de ello, me cambió la vida para siempre y fue un acontecimiento haberlo conocido. Pero no estoy aquí para hablar de mí, sino apenas de lo que pasaba en mí, de esa fuerza extraña que, intuyo, se adueñaba de tantxs otrxs cuando su voz aparecía. En ese efecto, el de ser atravesado por una punzada ardiente y gozosa por algo ininteligible, Gabo colocó su vida. Y fue siempre solo de ese modo, dándose todo y por entero, que el canto fue canto. “No sé si”, se pregunta Mariana Enriquez ─que siempre lo leyó/escuchó como pocxs, con atención, cuidado y cercanía─ en su despedida, “en los últimos años, se vio a algún otro artista argentino tan desnudo sobre el escenario, tan valiente en la soledad radical: parte de la fascinación de un público que lo adoraba sinceramente, con una admiración cercana (“quiero ser su amiga”, me decía una de sus fans más fieles) era tratar de arropar y acompañar ese despojarse. Gabo Ferro, sin embargo, podía con su fragilidad”.
Diana Bellessi escribió en Costurera carpintero, el libro en que Gabo reunió sus letras, que su poesía era la de un mago. Con el cuidado de quien trabaja su propio jardín, construía cada canción y cada elemento en ella estaba dispuesto en potenciar los sentidos. No era apenas, entonces, la orfebrería barroca, minuciosa, maravillosa de la letra, la arqueología nominal que allí desplegaba, con su oído atento a la dimensión paradigmática del sonido, especie de Aby Warburg de la canción, en suma: lo que en ella se decía, sino cómo se decía ─la respiración del verso─ y cómo ese tándem habitaba el espacio sonoro lo que daba forma al abrazo impacto, el plus del sentido. No era sólo la técnica, dominada con una destreza inaudita, era también la magia lo que escuchábamos y sentíamos en su canto. Presenciar un concierto suyo era una experiencia, de la que el oyente salía modificado, salía siendo otro. Sus herramientas de investigador estaban dispuestas en la busca del pasado de la canción, en la infancia de la especie y en el calor de quien cuidaba a la criatura (“todo tiempo pasado fue mujer”), en la canción antes de la industria musical, antes de ser mero producto de consumo, en la canción como comunicación, transporte. Su canto no era moderno. Su canto era puro encanto, una canción de cuna que, como él escribió en un bellísimo texto, tocaba algo que “fuimos y desconocemos que aún somos”.
Y el paisito de Gabo, ese jardín-universo, era el del amor. Era el amor lo que aparecía en sus canciones, era el amor lo que lo movía, era el amor lo que producía con su presencia y gestos, era el amor la costura. Está por hacerse el trabajo de reconstruir su ética amorosa, esa ética que aparecía entre juguetes viejos, miniaturas, animales vejados, en un ambiente enrarecido, nocturno. Participante del Banquete platónico, el sujeto amoroso que asomaba en ese paisito estaba en comunión con el universo, eslabón en la armonía de las esferas. Y, al mismo tiempo, su canción exponía una erótica, buscaba tocar a la otra persona, alcanzarla. Escuchábamos, sentíamos, una religión del cuerpo. El cuerpo es la instancia central del elemento mágico, religioso. Una religión y una ética que, por fuerza y seguridad propias, sobrepasaba cualquier delimitación genérica, atravesaba las etiquetas históricas y no tenía miedo de exponer, por ejemplo, la propia debilidad y el deseo de ser reparado, amparado, cobijado por el amor (“Seré tu ajuar”). La libertad, la memoria y la verdad fueron otros de los pilares de su visión del mundo, que no esquivó ser bélica cuando la ocasión lo ameritaba.
“Hace poco más de un año que Gabo se fue, y si bien su estela brillará por siempre, dejó al mundo un poco más huérfano. Gabo y su talento, su ética de trabajo -que era la misma que la de su vida-, y su humildad, nos iluminó a todxs lxs que anduvimos cerca de su aura mágica. Nadie es imprescindible, dice el refrán, pero Gabo fue un indispensable, un necesario”, escribió Emilio García Wehbi en su página de Facebook. Gabo nos hizo mejores personas. Nos abrigó. Sus canciones nos hicieron (nos hacen y nos harán) bien. Esa es nuestra inmensa deuda del Bien. Y nos dejó en la pobreza de saber que la ciencia no alcanza, que el archivo digital no alcanza, que aquellas puertas que nos había dejado entreabiertas para negociar con la eternidad no alcanzan, que el olvido nos alcanza. Somos pobres, sentimos dolor. Nos dejó la tarea de desembalar la memoria, para reencontrarlo. Nos enseñó que hay que perderse en las búsquedas para encontrar(se), que hay que enfrentar al terror y reconocerse en él, que en la canción y en el canto hay una cura, que no debemos faltarnos, que el cuerpo es nuestro.
Si recuperáramos sus primeros discos, sus primeros recitales y llegásemos a sus últimos trabajos, escucharíamos cómo se fue alejando de las ataduras que le proporcionaba la guitarra, nuevos recursos fueron apareciendo y así las fronteras de la canción cedían, mero hangar hacia otro territorio, más etéreo, en todo caso: inaprensible. “Donde suene mi voz, ahí es donde estoy”, “estuve, estoy, estamos, estaré”, “sigo cuidándote de lejos”, “lo que hace bien se impone a iluminar”, son versos que ahora suenan con otro color y vienen a reparar la pérdida. Allí está su voz, nuestras fotografías, sus libros, su dicción, almacenados en un tiempo pasado que quiere seguir habitando el presente y el futuro. Gabo arriesgó su vida en el canto, puso todo de sí en su voz, una voz que derrumbaba todo a su paso, sismo hermoso, catástrofe inesperada pero necesaria, se dio, se convidó en ella, por ella.
Gabo trabajó en solitario y en colaboraciones por partes iguales, en la música, en las artes escénicas, en la producción textual. De la oscuridad, sacaba luz; de la luz, oscuridad. Le interesaba el pasado, poder modificar el pasado desde el presente, porque el pasado tiene un efecto sobre nosotros. Quería arar el campo, desembalar la memoria. Entretenerse allí, trabajar en él, por él, interesarse y cuidarlo. Fue un médium que trajo, a estas tres dimensiones, lo que sucede más allá de ellas. “Cuando canto, no estoy”, solía repetir. Ahora, que la voz es ausencia, pero no falta, nos toca emprender esa misma tarea, porque aun cuando no cante, estará. Y mientras, como escribió Ivana Romero, “nos venís a visitar en sueños para avisarnos que no hay fin, que lo bello no empieza ni termina: sólo acontece”.
9 de noviembre, 2022