Es probable que, como cantara Robert Plant en la década de los setenta, todo lo que es pequeño esté destinado a crecer, y todo lo joven, a madurar. Igual de probable es, claro, que, en ese proceso, en ese cambio, haya tanto de ganancia como de pérdida, de renovación vital como de muerte. Con su primer libro de cuentos, Una canción que dure para siempre, Santiago Featherston (La Plata, 1988) ecualiza una serie de tonos que, del humor a la ternura nostálgica, ejecutan una ópera prima sólida, de doloroso encanto, que insiste, de diferentes modos, en punzar una horadación, una falta: el amor, la amistad, la infancia, el barrio, uno mismo, ya no son lo que eran.
Dejando de lado “Para Mati somos todos iguales”, una pieza de parodia hilarante sobre cómo el entrenamiento físico se ha convertido en el saber moderno para “conocerse a uno mismo”, la mayoría de los cuentos ─aunque sin perder la gracia, el humor, incluso el chiste─ se apoya en diversos procesos de cambio: el fin de la infancia, la entrada en la adolescencia, la conciencia que depara la adultez. Procesos de crecimiento que, como dijimos, traen consigo cierta pérdida y el surgimiento de ese sentimiento difuso que es la nostalgia.
El niño protagonista de “Una despedida para Muriel Leroi” debe aceptar que su enamoramiento, y el mundo clandestino de lecturas y escrituras eróticas que había construido con su enamorada, ha muerto. Ha dejado de existir, sencillamente, porque la chica ha crecido y, convertida en adolescente, lo mira con la condescendencia que emerge de esa distancia. El joven de “Cómo olvidarla” debe, también, lidiar con el vacío que la pérdida amorosa graba en su espíritu. Su novia lo ha dejado y él, justamente, todo un “dejado”, es persistente sólo con su obsesión, con su incapacidad para aceptar que ella ya no lo desea. Al igual que al resto de los personajes, la ciudad de La Plata tiene poco para ofrecerle. Como delivery en una pizzería encontrará a un grupo de clientes muy especial, “Los Escuchadores de Rock Progresivo”, que lo ayudarán a oír su ritmo interior. En “Un corazón de verdad”, el narrador evoca sus años mozos, su vínculo con un vecino algo malandrín y su encuentro con una chica ─en verdad, con su diario íntimo─, cuyas reflexiones lo instarán a repensar su cosmovisión, su forma de ver y experimentar el mundo. El protagonista de “Jimmy & su postrecito fantasma” descubre que los objetos que en la lejana infancia podían ser tomados por ramplones o vulgares ─una colonia Paco, como el regalo infaltable en todo cumpleaños─ han ganado, con el paso del tiempo y su inaccesibilidad, un fulgor de belleza y trascendencia.
Estos personajes se hallan en un umbral doloroso pero necesario: el de comprender la idealización que han hecho de una infancia, de una vida previa, que se escabulle cada vez que se intenta apresar. Crecer sería, así, abandonar la idea de regresar a un nido anterior, pretérito, exterior, porque, como cantara Plant, el nido está en nosotros.
En Featherston, el humor y una cierta ligereza se topan, por lo general, con cierto descubrimiento: el de las cuitas humanas, que se obstinan en reaparecer, aquí y allá. La soledad, el duelo, la errancia, la nostalgia, desnudan el corazón humano del libro y de los personajes. Se obstinan en reaparecer, del primer al último cuento, porque independientemente de las particularidades de cada vida, de cada ciudad, de cada género literario y musical, la canción sigue siendo la misma.
Una canción que dura para siempre
Santiago Featherston
Sigilo, 2022
224 págs.