La autora de Una familia bajo la nieve se apellida Zwaig, pero a mí me resuena a Zwei, dos, en alemán. Y pienso que el apellido le va muy bien a esa historia que narra un transitar entre dos mundos, dos tiempos, dos historias, dos países, dos lenguas. En ese entre se condensa todo. Ese entre es mirado desde una óptica por momentos distante, por momentos microscópica.
La novela se nutre del género epistolar quizás porque, como se dice allí, "los sentimientos se cuentan por carta". Pero también se vuelca al diario íntimo, que podría pensarse como su versión solipsista. En este último registro aparece la primera persona. Se escriben cartas para no vomitar. Las letras reemplazan esa descarga, pero esa descarga habita en las palabras.
La narradora nos cuenta que iba a llamarse de un modo que en la voz de la madre sonaba a horror, entonces no. Y en vez de Aurore pasa a llamarse Harmonica. Sin tilde ni acentuación esdrújula, porque "los nombres no se traducen".
El relato tiene la gran virtud de hacerte reír, más teniendo en cuenta que, tal como confiesa la autora, "aprendió hace poquito el idioma". Pero también es capaz de sumirte en cavilaciones oscuras.
La narración tiene muchas capas. Es la historia de un "revolucionario con el corazón roto" y de una madre ausente que instalan una "Guerra Fría" íntima y cotidiana.
Harmónica nos cuenta que en la biografía de sus padres lo que comenzó siendo una advertencia devino en clandestinidad y en una detención que luego derivó en exilio, con su consecuente destierro. La huida familiar original muta en su propia indagación detectivesca. Lo que en una generación es escape, retorna en forma de búsqueda en la siguiente. El motor es la pregunta por el origen, por las genealogías, y también por las etiologías.
Todo comienza en una casa poblada de fantasmas en los suburbios de una Francia que "ya no hace revoluciones". Los recién llegados reciben a modo de siniestra bienvenida el souvenir de un muerto. El hogar, ya maldito, comienza a desmoronarse.
Harmonica experimenta la extranjería, nos cuenta lo que implica "llevar un apellido judío todos los días a la escuela".
La historia de la procedencia y de la llegada a Francia se teje sobre la base de un misterio y de cosas no dichas. La mirada se proyecta sobre un horizonte indecidible.
Cuando Harmonica emprenda su viaje al país donde nacieron sus padres y del cual fueron expulsados, lo hará para poner palabras y encontrar sentidos a los secretos y silencios. Porque "el sentido de la vida podría ser guardar un secreto", tal como dice la narradora.
Pero la novela es también una reflexión sobre la construcción de la identidad, acerca de cómo se va encastrando cada pieza, cada símbolo, cada recuerdo en lo que después nos define. Pero esa memoria individual se va configurando en diálogo con esa otra memoria, la colectiva. Por eso la narradora necesita de modo imperioso encontrar lo que llama "las semillas de la revolución", saber si tiene sangre qom, así como averiguar si su abuelo fue un croata nazi. De este modo, la historia está plagada de disfraces de los que habrá de despojarse, si es que esto es posible.
La narradora va aportando a ese entramado subjetivo a la luz de elecciones profesionales que le fueron truncadas y de las decisiones que tomaron por ella y que, como siempre pasa con los deseos frustrados, emergen por otro lado.
Pero es también una historia sobre los mandatos familiares y sobre cómo hace cada uno, cada una, para habitar en esos legados. Habrá quien los porte como estandarte y quien los encuentre un lastre necesario de quebrar. Una familia bajo la nieve es también la historia sobre las múltiples formas de subvertir las tradiciones.
Hasta que un 24 de marzo va a buscarla a París. Porque, como advierte el personaje de la madre, "la memoria es un animal que no puede ser domesticado".
Entonces, como solo puede vivir "en países que hayan tenido crímenes de lesa humanidad", Harmonica llega a la Argentina con un título de abogada y trata de parecer argentina a costa de calza y flequillo, porque si el carré es francés, calza y el flequillo son argentinos, dice. Y lo hace habitada por el miedo a la lengua materna.
El acordeón es su compañía y su musicalidad vibra en el aire mientras sigue persiguiendo en los Juicios un testimonio que no le es concedido en el plano familiar. Conoce la nota del no querer decir y del no querer oír. Hace tiempo tiene afinada la escucha.
A su vez, la novela es también una forma de indagar sobre la maternidad y sobre la guerra, cada una por separado y también en su inherente vínculo. Así, se pregunta por los espacios y por las distancias y por lo que pasa con los vínculos, con las compañías y con las soledades en esos "ires y venires". Cuerpo, memoria, pregunta y escucha se entrelazan en esa hazaña por encontrar sentidos en medio de un encuentro desafortunado con su propia militancia, al mismo tiempo que con los jirones e hilachas de su historia personal trata de seguir construyendo su vida.
A su vez, es el relato de distintos reencuentros y desencuentros, de viajes que no se sabe si son vacaciones o retornos en los cuales emerge lo indecible. Comienza el deshielo. El suelo se prepara para lo que está por florecer.
La narradora nos va contando cómo se recomponen los vínculos filiales que dejan a la vista sus cicatrices, como en esa técnica de cerámica japonesa. Y también nos habla de una recomposición de la propia historia, a costa de rituales, raíces y tierra, con fines reparatorios.
Ojalá a Harmonica nunca le falte un lugar en el cual nutrirse de calor.
Porque siempre puede volver a nevar.
2 de junio, 2021
Una familia bajo la nieve
Mónica Swaig
Blatt & Ríos, 2021
184 págs.